Reseña de 'La sustancia': una incómoda mirada al espejo

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MoviesMoore, DemiQualley, MargaretQuaid, DennisFargeat, CoralieThe Substance (Movie)

Demi Moore protagoniza una sangrienta historia sobre la fama, el odio a uno mismo, el paso del tiempo y lo que creemos esperan los demás de nosotros.

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En la novela de 1930 de Vladimir Nabokov, El ojo, un triste tutor ruso que vive en Berlín se suicida y pasa el resto del libro merodeando entre los vivos, observando y obsesionándose con sus vidas. Al final se da cuenta de algo desolador: la mayoría de nosotros solo nos vemos a través de los ojos de los demás, a través de las historias que creemos que se inventan sobre nosotros a partir de los atisbos que obtienen de nuestras vidas. "Yo no existo", escribe el narrador casi al final del libro. "Solo existen los miles de espejos que me reflejan".

Algo de El ojo acecha en La sustancia, la sangrienta fábula de Coralie Fargeat sobre la fama, el odio a uno mismo y el terror que acompaña a una identidad construida a espaldas de las miradas ajenas. Elisabeth Sparkle (Demi Moore), la envejecida estrella en el centro de la narración, está muy viva, pero bien podría estar muerta cuando comienza la historia. Su carrera ante las cámaras --primero como actriz célebre y luego como instructora de fitness en un programa llamado "Sparkle Your Life with Elisabeth"-- termina abruptamente cuando un ejecutivo (Dennis Quaid) decide que es demasiado vieja para merecer ser vista. Él decide si alguien quiere verla, y si él aparta las cámaras, ¿acaso ella existe?

Ese ejecutivo ruidoso y repugnante se llama Harvey, lo que debería decir algo sobre la sutileza de esta película, que es como decir que no tiene ninguna, y no quiere ninguna en particular. Él, como la mayor parte de la película, es deliberadamente exagerado. "Después de los 50, se acaba", le dice a ella, entre bocados de camarones rebozados en mayonesa, a modo de explicación de por qué ella ya no es atractiva. Acto seguido, se queda mudo cuando ella le pregunta qué es lo que se acaba.

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En el mundo de Elisabeth hay espejos por todas partes: espejos literales y perillas de puertas pulidas, pero también fotos suyas en los pasillos del estudio y un retrato gigante en su casa, de modo que su cuerpo y su cara más jóvenes siempre le están devolviendo la mirada. Dondequiera que mire, ahí está, o estaba: esbelta, tonificada, sonriendo ampliamente. Elisabeth sigue siendo preciosa para cualquier persona cuerda (y Moore tiene poco más de 60 años), pero rodeada constantemente por una versión de sí misma con un poco más de colágeno, se está volviendo loca poco a poco.

En realidad, es algo fácil de reconocer. Todos vemos demasiado de nosotros mismos. Las mujeres de la antigüedad tenían estanques de agua en los que podían mirarse, pero nuestras antepasadas no tenían montones de selfis acechando en sus bolsillos. No aparecían en fotos poco favorecedoras tomadas por amigos. No tenían que mirar sus propias caras en Zoom todo el día.

Nuestros cerebros no han evolucionado para soportar la carga de ese tipo de autoconciencia. Y las intervenciones médicas que alteran la apariencia --medicamentos, procedimientos, una inyección de esto, un láser de aquello-- son más accesibles que nunca. Cuando nos miramos en esos espejos, sabemos que podríamos desembolsar algo de dinero y dejar de pensar en "eso". Somos más capaces que nunca de crear una versión ideal de nosotros mismos, es decir, la que creemos que los demás quieren ver.

Este estado de cosas nos ha asustado colectivamente, y eso incluye a Elisabeth. Siente que toda su existencia se le escapa de las manos cuando llegan a su apartamento unas cuantas decenas de rosas y una tarjeta de agradecimiento superficial por sus años en el estudio. ("¡Estuviste increíble!", dice la tarjeta, con énfasis en "estuviste"). Pero entonces descubre una forma de cambiar su vida por completo. Un desconocido le habla en voz baja de un misterioso tratamiento llamado La Sustancia, que viene en una caja llena de jeringuillas y líquidos. Una vez administrado, La Sustancia promete que surgirá "una versión mejor de ti misma".

Resulta que eso es muy literal. Sola en su espacioso cuarto de baño alicatado, Elisabeth da a luz (por la espalda) a una glamurosa y núbil versión más joven de sí misma (Margaret Qualley), quien se hace llamar Sue y se presenta al casting para el antiguo espacio de Elisabeth en televisión. Lo consigue, por supuesto, porque Harvey apenas puede contenerse cuando ve su brillante leotardo rosa, su sonrisa, su trasero perfectamente redondeado. El nuevo y mejorado programa se llama "Pump It Up With Sue", y es un magnífico éxito.

Es una especie de triunfo para Elisabeth. Pero las cosas pronto se tuercen. Elisabeth y Sue "son una", como les recuerda continuamente el material didáctico de La Sustancia, o quizá debería decir "le" recuerda. Se supone que tienen que cambiar cada siete días, pero estar en el cuerpo de Sue suscita adoración. Así que pasa más tiempo como Sue, y Elisabeth empieza a marchitarse.

Atención: esta es una película muy sangrienta y a menudo grandilocuente. La lógica tampoco es infalible, sobre todo en lo que respecta a si Sue y Elisabeth comparten conciencia y cómo lo hacen. (Hay una fascinante disertación aquí en alguna parte sobre las teorías del dualismo mente-cuerpo). Todo es metáfora, sin embargo, no está pensado en absoluto para un análisis literal. Es algo incómodo de mezclar en una película que convierte cada subtexto en texto, lo que significa que su constante martilleo de sus puntos empieza a parecer condescendiente, como si no lo entendiéramos. Pero también es bastante divertida, y cuanto peor le van las cosas a Elisabeth, más difícil es no reírse con alegría. Al final, las cosas se han vuelto monstruosas y locas.

Fargeat y su director de fotografía, Benjamin Kracun, aplican una estética deliberadamente exagerada a La sustancia, que parece existir fuera del espacio y del tiempo. El mundo en el que vive Elisabeth Sparkle parece una alucinación de Los Ángeles, con una arquitectura brutalista y casi sin gente. Solo hay un estudio del mundo del espectáculo, aparentemente, y sus interiores parecen sacados de la década de 1980, mientras que el apartamento de Elisabeth está claramente decorado en la década de 1990. Sin embargo, Sue envía mensajes de texto con un teléfono inteligente. El argumento no es difícil de adivinar, sobre todo con Moore en el papel protagonista, un icono de la época a quien a menudo se encasillaba en el cine como un ícono sexi.

Pero La sustancia también se interesa --quizás más que nada-- por lo que a menudo se ha denominado la "mirada masculina", aunque esa frase parezca reduccionista ahora. La cámara contempla abiertamente el cuerpo de Qualley, recorriendo lentamente su cuerpo, vestido e iluminado de una forma nítida y brillante que recuerda sobre todo al porno. Se prolonga hasta el infinito y resulta incómodo, lo que obviamente es el objetivo. Hemos visto a decenas de actrices --y, últimamente, actores-- filmados de esta manera. Pero el realce y la exageración lo convierten en satírico, para recordarnos lo que el cine ha hecho con nuestra percepción de lo que debe ser un cuerpo.

Al final, eso es lo que mejor hace La sustancia: no solo recordarnos los absurdos cánones de belleza femenina y el poder destructivo de las celebridades, sino mostrarnos el espejo. La crítica más aguda no es sobre los cuerpos, sino sobre la forma en que nos hemos entrenado para mirar esos cuerpos, y el efecto que eso tiene en los nuestros. La película es, apropiadamente, un espejo, y nuestra incomodidad revela nuestros propios prejuicios y miedos ocultos sobre nosotros mismos. Ser mayor, ser famoso, ser visto, ser amado, ser usurpado por alguien más joven y atractivo: todo está aquí. Nada como un espejo para recordarnos lo que se esconde debajo.

La sustanciaClasificada R por vísceras, sangre y desnudos en abundancia. Duración: 2 horas y 20 minutos. En cines.

Alissa Wilkinson es crítica de cine del Times. Ha estado escribiendo sobre películas desde 2005. Más de Alissa Wilkinson

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