¿Por qué veo 'Emily en París', a pesar de que la odio?

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Cuando se estrenó en 2017, me gustó bastante The Bold Type, una serie de televisión sobre tres veinteañeras que trabajan en una revista ficticia llamada Scarlet. Aunque la serie podía tener un tono escolar, con los personajes aprendiendo lecciones importantes sobre cómo decir tu verdad, enfrentarte a tu sexualidad o la necesidad de hacerte exámenes ginecológicos periódicos, sus situaciones conmovedoras --mujeres jóvenes viviendo sus sueños editoriales en la gran ciudad-- hicieron magia en mí.

Mi amor empezó a disminuir durante la tercera temporada. En ese momento, un chico nuevo entra en la oficina para liderar la incursión extrañamente tardía de Scarlet en la publicación en línea (estaba ambientada más o menos en 2019). Por razones que no pude comprender, se refería al sitio web de la revista como "The Dot Com". Una y otra vez.

Para alguien que ha dedicado su carrera a los medios digitales, esto era ir demasiado lejos. Daba a entender que los guionistas de la serie no habían trabajado nunca en este mundo, que no habían hablado con nadie que lo hubiera hecho y que quizá nunca habían leído una revista. Mi enfado aumentó en la cuarta temporada, cuando la columnista estrella (una fuente de malas ideas) consiguió "su propia vertical", con lo que el programa quería decir que tenía "un blog". ¿Qué estaba pasando?

Me vi a mí misma declamando ante amigos y colegas lo desquiciado de este giro de los acontecimientos. Seguí viéndola, pero solo para enfadarme por las cosas que solía excusar como licencias creativas: vacíos argumentales en la trama, parejas improbables, geografía neoyorquina desordenada. Lo que antes disfrutaba, ahora lo odiaba.

Ver una serie que odias es algo extraño. Hay tanto que ver, hacer, oír y leer: ¿por qué dedicar un tiempo precioso, en una era de medios casi infinitos, a ver un programa malo para analizarlo? Es como atiborrarse de una comida asquerosa no porque tengas hambre, sino porque quieres quejarte de eso después. O irte de vacaciones con alguien que te parece insoportable, pero no porque no tengas amigos de verdad, sino porque después quieres quejarte de todas las estupideces que dijo e hizo.

Sin embargo, ver programas que te disgustan forma parte de la conversación cultural y, posiblemente, de la vida contemporánea. Hay que atribuirlo a la curiosidad morbosa: empezamos a ver una serie porque parece atractiva, pero seguimos viéndola porque queremos quejarnos de ella con otra gente. Es divertido ser quien describe ante la incredulidad de nuestros amigos un arco argumental o una actuación terrible. Además, es mejor que cualquier cosa que sale en las noticias.

No estoy hablando de placeres culpables. No se trata de una forma de entretenimiento que sabemos que es mala, pero satisface un deseo indefinible como es el caso de Love Island o El mundo de Riley. Podrías odiar esos programas, supongo, pero ¿qué sentido tiene? Son demasiado indulgentes como para merecer criticarlos. Se siente como algo mezquino e innecesario.

No, solo puedes odiar una serie que en teoría debería haberte encantado: un entretenimiento que el algoritmo te ha ofrecido porque coincide con tus gustos, una propuesta con un mínimo de ambición. Ni siquiera tienes que "verla". Puedes odiar la lectura de libros (mejor aún, una serie de libros), odiar escuchar un pódcast exasperante, odiar navegar por las redes sociales si eso te hace sentir superior. Pero la televisión se presta para este comportamiento, quizá porque puedes verla mientras odias a las personalidades que sigues en Instagram.

En los últimos años, he odiado pero terminado de ver La edad dorada, Tiny Pretty Things, The Morning Show, And Just Like That… y, por supuesto, Emily en París. Esta última, una extravagancia de estereotipos y confusiones de Netflix, se embarca ahora en su alucinante cuarta temporada, que narra las disparatadas aventuras de una joven estadounidense en el extranjero. Se supone que es entrañable, ¿no? (Sí, he visto todos los episodios).

Las series que veo, a pesar de odiarlas, me atraen con temas que me interesan (por lo general, mujeres que intentan salir adelante en un mundo difícil) y un valor de producción hábil que a menudo sugiere un presupuesto del tamaño de HBO. De tanto en tanto, la realidad me golpea: el programa --por ejemplo, Spinning Out, una serie de Netflix con una trama ilógica sobre una patinadora artística-- es terrible. Pareciera algo hecho para mí, pero en el fondo no funciona. Sin embargo, lo voy a ver de todos modos, y sus creadores y expertos en mercadeo probablemente lo saben.

Es posible que tu odio se centre en hombres de la frontera, zombis, financieros arrogantes o romances a ciegas, pero el principio es el mismo: solo puedes odiar lo que podría haber sido genial. Lo odias más porque te lo impone un algoritmo. Y, de hecho, es posible que a otra persona le encanten, sin ironías, tus odios. Incluso podrían ser nominados a los Emmy.

Eso significa que este fenómeno, conocido como hate-watching, está en el ojo del espectador. También es algo bastante reciente, que la flexibilidad de los servicios de emisión en continuo, libres de las restricciones de los horarios televisivos, facilita aún más.

Sin embargo, ver producciones que odias es anterior al dominio de la emisión en continuo. La crítica de The New Yorker Emily Nussbaum popularizó la expresión cuando escribió sobre Smash, de NBC, que se estrenó en 2012, cuando había muchas menos plataformas y los canales de televisión lineal todavía solían emitir primero los programas. Pero ahora, cuando se puede ver una temporada pésima entera en medio de una neblina de insomnio, ver una serie mientras se juega al Tetris en el teléfono o simplemente ponerse al día con un episodio en su propio horario, la tentación de alternar los ojos en blanco con la posibilidad de ver otra cosa puede resultar irresistible.

En este sentido, el hate-watching es primo cercano del doomscrolling, ese ritual destructor de la paz endémico de los adictos a las pantallas. Una persona que navega sin cesar por las redes se sumerge en todo lo que le muestran las plataformas de su elección, tanto si le produce alegría como si le hace rechinar los dientes. Esto último es mucho más probable. Mientras que antes las redes sociales te mostraban lo que hacían las personas que ya conocías y te gustaban, ahora parecen estar preparadas para desencadenar tu ira. Eso es lo que hace que tu pulgar siga deslizándose por la pantalla.

Las empresas tecnológicas reconocen una desafortunada verdad: incentivar nuestros peores impulsos es mucho más lucrativo que aprovechar los mejores. En este vacío descontextualizado, una ojo que mira es un ojo que mira, tanto si el cerebro que hay detrás está inundado de dopamina como de adrenalina. Un clic es un clic, estés contento o enfadado.

Y, a medida que Hollywood se orientaba cada vez más hacia la emisión en continuo, la lógica de internet también se apoderó de nuestro entretenimiento. El objetivo de una plataforma de streaming es mantener el dispositivo encendido y el dinero de la suscripción rodando (y para el creciente número de plataformas con publicidad, así es como venden los anuncios). Eso requiere fidelidad, por supuesto, pero el impulso que hay detrás de esa fidelidad es irrelevante. Mientras sigamos viendo, ¿a quién le importa?

Eso no quiere decir que hagan entretenimiento a propósito solo para desquiciarte. Lo que ocurre es que, desde la perspectiva de la plataforma, ver con odio y ver con amor es lo mismo. Eso habría sido cierto en una época en la que los índices de audiencia eran altos, pero ahora se ha exacerbado. Un ejemplo es Emily en París. Es difícil imaginar que alguien piense que es entretenimiento de alta calidad, incluso comparado con mucho de lo que se produce en esta era de la televisión. Es un programa con una fórmula: Emily se mete en un lío y se enamora del atractivo chef francés o del atractivo financiero británico, yendo y viniendo de un episodio a otro. Pero 58 millones de hogares vieron la serie en sus primeros 28 días, cuando se estrenó en 2020. Es cierto que en ese momento todos estábamos atrapados en casa y un poco locos, pero ahora que empieza la cuarta temporada, es indiscutiblemente uno de los mayores éxitos de la emisión en continuo.

Hay muchas razones para evitar el hate-watching. Para empezar, estropeará tu algoritmo y pronto solo recibirás recomendaciones de series similares, que presumiblemente también odiarás. También es el tipo de comportamiento, como navegar en redes sociales y responder a los troles, que alimenta nuestros instintos menos caritativos. Cuanto más lo hacemos, más se convierte en un hábito, un enfoque negativo del mundo. Empezamos a esperar enfadarnos, incluso a ansiar esa sensación, y ese cinismo se extiende a algo más que a nuestra dieta televisiva. Es divertido en el momento, pero deja algo de resaca.

Pero si estoy predicando aquí, me estoy predicando a mí misma. ¿Veré el resto de Emily en París? Por supuesto que sí. ¿Espero ansiosamente la nueva temporada de And Just Like That…? Por supuesto. Al final de un día agotador, cuando necesito distraerme de mis ansiedades, criticar un nuevo y terrible programa sobre patinadores sobre hielo o periodistas de estilo de vida o personas que hacen pódcast de consejos me parece un alimento reconfortante.

Al fin y al cabo, odiar algo no es lo contrario de amarlo. Cuando veo con odio la nueva temporada de The Real Housewives of New York City, en realidad estoy expresando mi propio fanatismo, aunque retorcido. Un fan ama; un espectador que odia detesta, pero está irrevocablemente unido a esa producción. Si no me gusta una serie, dejo de verla. Lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia.

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