Reseña de 'Longlegs': Nicolas Cage, entre la parodia y el horror

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Cage interpreta a la alegre entidad maligna detrás de varios asesinatos en esta escalofriante película de trama débil y estilo fuerte.

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Cualquier película de terror que empiece, como lo hace Longlegs: coleccionista de almas, con una cita de un éxito británico de glam-rock de la década de 1970, sugiere un cineasta con, al menos, una sensibilidad fuera de lo común. Aun así, el más reciente largometraje del guionista y director de gran talento Osgood Perkins es un rompecabezas: repleto de clichés de asesinos en serie --mensajes codificados, muñecas espeluznantes, símbolos satánicos, un maníaco andrógino--, el argumento parece un muestrario de muchos precursores más coherentes. Incluso hay un secuaz vestido de monja.

Y todo eso, antes de intentar procesar a Nicolas Cage (¿quién más?) como el loco principal. Sus apariciones son breves pero contundentes y, como puede ocurrir con Cage, vacilan al borde de la parodia. Al igual que la propia película, se compensa en parte por el magnífico ambiente sombrío y la punzante sensación de premonición que emerge de las imágenes de color moho de Andres Arochi. Este hombre puede hacer que una guarida desierta y cubierta de plástico luzca tan ominosa como la antesala al infierno.

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Quien le hace frente a todo esto es Lee Harker (Maika Monroe), una agente del FBI bastante novata tras la pista de un asesino en serie que de algún modo convence a los padres para que masacren a sus familias y luego se suiciden. En las escenas de los crímenes consigue notas codificadas, firmadas por "Longlegs", y las fuerzas del orden están desconcertadas. Pero Lee, quien de niña tuvo un inquietante encuentro con Longlegs, parece tener una conexión psíquica con el monstruo. Lo mismo le ocurre a su madre (Alicia Witt), y la relación entre ambas, atormentada y recelosa, bulle de secretos inconfesables.

Ambientada en Oregón en la década de 1990, Longlegs: coleccionista de almas tiene problemas para mantener su tono inquietantemente amenazador. Los espacios resonantes de la película --un entorno nevado, la casa maravillosamente sombría de Lee-- y las astutas interpretaciones (especialmente la de Kiernan Shipka como superviviente institucionalizada de los asesinatos) se ven socavados con demasiada frecuencia por una comedia extrañamente fuera de lugar. Gran parte de esto reside en el propio Longlegs, una aparente víctima de una cirugía plástica mal realizada a quien Cage interpreta como un lunático que rima y canta bajo una peluca gris encrespada. En una divertida escena, cuando Longlegs entra en una ferretería con lo que parecen ser unas zapatillas y un vestido de casa, no parece más que una extraña mezcla entre Buffalo Bill y Tootsie. Debería haber sido muy fácil atraparlo.

Escenas como esta (que se beneficia de un estoico cameo de la hija del director, Bea Perkins, como una empleada espectacularmente imperturbable), al igual que momentos aleatorios a lo largo de toda la película, tienen una frecuencia que parece intencionada y que sugiere que Perkins podría estar jugando con nosotros. Por escalofriante y estilizada que sea, Longlegs: coleccionista de almas es un placer frustrante. En películas como Soy la bonita criatura que vive en esta casa (2016) y La enviada del mal (2017), Perkins permitió que su don para lo ominoso y la insinuación ocuparan un lugar central. Aquí, nunca estamos muy seguros de si tiene la lengua en la mejilla o la mano en el corazón.

Longlegs: coleccionista de almas

Clasificada R por maldad, locura y asesinatos masivos. Duración: 1 hora y 41 minutos. En cines.

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