La vidente que predijo mi futuro romántico

Reportajes Especiales - Lifestyle

Guardar

PARA UNA MILÉNIAL CON CARGAS FINANCIERAS, ¿UN HOGAR TENDRÍA QUE SER UNA CASA?

Escribí un nombre falso en la hoja de registro y me metí el anillo de compromiso en el bolsillo, con la intención de revelar lo menos posible sobre mí. Activé la aplicación de notas de voz de mi teléfono y lo metí en el bolso. El penetrante aroma a palo santo quemado me abrasó la nariz y me hizo llorar.

Era mi primera visita a esta conocida tarotista de los famosos.

"Puedes grabar esto, si quieres", me dijo mientras barajaba las cartas.

Metí la mano en el bolso y fingí que apenas empezaba a grabar, mirando alrededor de la habitación en busca de cualquier indicio de que se trataba de una estafa. La vidente colocó las cartas en tres montones y me pidió que pusiera la mano sobre uno de ellos. Elegí el del medio, porque me pareció obvio, y ella procedió a dar la vuelta a las cartas una a una.

Mirándolas, dijo: "Tendrás una casa en dos años".

Me quedé helada. Yo no había dicho nada de una casa, pero ella respondió a la única pregunta que tenía en mente.

No creía en nada de eso: videntes, tarotistas, astrología. Había aprendido la compatibilidad básica de Tauro y a asentir de forma convincente a los comentarios estereotipados sobre los signos para poder defenderme en las conversaciones sobre el zodiaco. Mi escepticismo comenzó cuando era niña y veía anuncios de videntes. Me parecía una industria que se aprovecha y abusa de los esperanzados. Cabe mencionar que soy agnóstica y no creo en casi nada.

Pero resulta que estaba investigando sobre la clarividencia para el guion de un piloto de televisión que estaba escribiendo, así que mi amiga me arrastró dos horas fuera de Los Ángeles para visitar a una famosa tarotista. Llevaba cuatro meses en un nuevo trabajo después de estar en paro (por culpa de la COVID) durante más de un año. Mi cuenta bancaria se había desplomado y no veía una casa nueva en el horizonte. No tenía por qué preguntar por una casa, no era una posibilidad económica, pero sentía curiosidad.

"Tendrás una casa en dos años".

Sentí un hormigueo en la cara y un fuerte pinchazo en la parte posterior de la nariz mientras luchaba con todas mis fuerzas para no llorar delante de aquella mujer. Lo sentí todo en un instante. La miré fijamente a la cara, buscando algo que demostrara que era una estafadora.

Parecía confundida por mi expresión. Deberían haber sido buenas noticias. Pero después de todo lo que había pasado, no podía darme el lujo de ilusionarme. Incluso me daba vergüenza decirle a mi amiga que la gran pregunta sobre la vida que yo había preparado era sobre una casa. Sabía lo ridículo que sonaba. Nadie sabía que una casa era lo único que realmente quería. Se me llenaron los ojos de lágrimas y no oí nada más de lo que dijo hasta que escuché la grabación más tarde.

Pasé mi infancia en un alojamiento militar básico en Oahu. No era la típica mocosa militar que se mudaba por todas partes; viví casi siempre en la misma casa adosada en el mismo barrio hasta el principio de la adolescencia. Todos nuestros amigos también eran militares, así que solo pasé tiempo en departamentos y condominios. Hasta que cumplí 12 años y mis padres se divorciaron, nos mudamos por primera vez a Carolina del Norte, donde nuestra familia se dividió en dos. Yo me mudé con mi madre a una casa rodante en un condado, y mi hermano se mudó con nuestro padre a otro.

Fui y vine de las casas de mis padres durante años y empecé a pasar tiempo en casas unifamiliares con patios, garajes, jardines y terrazas, después de haber vivido toda mi vida en departamentos y casas adosadas. No estaba preparada para lo emocionada que me haría sentir estar en una casa. Como si viviera en mi propia comedia de situación.

En la universidad, nunca pasé más de un año en la misma residencia o departamento. Viajaba con cajas que nunca desempacaba y vivía con lo mínimo. El sueño de vivir en una casa quedó enterrado en algún lugar de mi interior. Algo sobre cultivar un limonero, recoger los limones y hacer limonada en una jarra de cristal con limones pintados. Era lo único en lo que podía pensar. Algo sano y seguro. No más necesidad de empacar.

Después de graduarnos, mi novio de la universidad, Austin, y yo nos mudamos a Los Ángeles, a un pequeño departamento que se convirtió en el lugar donde he vivido más tiempo bajo el mismo techo. Esos ocho años y cuatro paredes estuvieron llenos de altibajos profesionales, amistades encontradas y perdidas, fiestas delirantes y otras aburridas, y la purga de muebles de segunda mano y de Ikea. Durante la pandemia de COVID, intentamos que nuestro departamento pareciera más grande con espejos y muebles bajos. Cuando no pudimos aguantar más el pequeño espacio, hicimos un viaje por carretera a Florida para quedarnos con los padres de mi novio.

Fue ahí donde Austin decidió que quería casarse conmigo mientras me miraba nadar estilo perrito en la piscina de sus padres con un gorro de ducha durante un aguacero. Simplemente me dijo: "¿Qué dirías si te lo propusiera?".

Me lo preguntó porque yo había pasado toda nuestra relación diciendo que no necesitaba casarme. Creía que tenía que tener ciertas cosas en orden antes de casarme, como liquidar mis préstamos estudiantiles y comprar una casa. Ignoré todas las opiniones sobre el sufrimiento de los milénials en esta economía y cómo el éxito para nosotros es muy diferente al de nuestros padres. Lo ignoré aunque intenté entrar en la fuerza laboral durante la recesión de 2008 con una licenciatura en Historia.

Dije que sí a la "prepropuesta" de Austin (como la llamamos ahora), acepté en privado que una casa simplemente no era una realidad y que tenía que olvidarme de eso.

Su verdadera propuesta de matrimonio tuvo lugar meses después, en un viaje muy bien planeado a una aldea de iglús en Fairbanks, Alaska, donde hacía 34 grados bajo cero y estábamos aislados. Yo sabía para qué estábamos allí. Había hablado tanto de mi deseo de ver las auroras boreales que Austin había reservado este viaje para hacer realidad mi sueño y pedirme matrimonio (eso último no me lo había dicho, pero yo lo sabía).

No dejaba de imaginarme el anillo en mi dedo. Tardé mucho tiempo en emocionarme con la idea de comprometerme. Me peiné y maquillé, y fingí creerme su historia de que había contratado a un fotógrafo para que nos tomara fotos porque nosotros no teníamos el equipo adecuado. Tomamos fotos por toda la finca durante una hora y luego el fotógrafo nos deseó buenas noches y se fue. No hubo propuesta. ¿Quizá fui demasiado convincente cuando enumeré todas las razones por las que debíamos esperar?

A la noche siguiente, después de un agotador día de paseo en moto de nieve, el fotógrafo nos mandó un mensaje diciendo que iba a volver. "Miren afuera", nos dijo. Lo hicimos, y todo el cielo estaba encendido, con luces danzantes de color azul y verde neón. Salimos corriendo, nos pusimos el abrigo sobre la piyama y disfrutamos de la magia.

El fotógrafo se ofreció a llevarnos a su lugar favorito, que acabó siendo la palabra clave para la pedida de mano. Sentí un tirón en la mano y vi a Austin de rodillas.

"Ay, Dios mío. Sí".

Intentamos planear la boda dos veces, pero la pospusimos por culpa de la variante ómicron y luego por la huelga del gremio de guionistas, que nos hizo perder el trabajo a los dos. En ese momento, planear una boda nos parecía una tontería y una irresponsabilidad. Decidimos fugarnos y la mañana en que íbamos a firmar nuestra licencia de matrimonio, recibí una notificación del calendario y me quedé boquiabierta. "La tarotista me dijo que hoy tendría una casa", exclamé.

Habían pasado exactamente dos años desde que la vi, y aquí estábamos, a punto de conducir hasta el juzgado para firmar nuestra licencia de matrimonio.

Todo tenía sentido. De camino al ayuntamiento de Beverly Hills, nos tomamos de la mano y pusimos nuestra canción en Spotify: "Home" de Edward Sharpe and the Magnetic Zeros. "Ah hogar, déjame volver a casa. Mi casa es donde esté contigo".

No pudimos evitar reírnos de lo irónico, serendípico e irrefutable que era todo esto.

Tener mi propia casa física es un objetivo en la vida que puede que alcance o no. Pero el hogar que he construido en esta relación lo es todo para mí. Nada se había sentido como un hogar antes de Austin. Ni Hawái, ni Puerto Rico, ni Carolina del Norte. Mi hogar es la pila de recibos que cuento en vacaciones para asegurarme de que nos ajustamos al presupuesto. Es la forma perfecta en que Austin me prepara el café, no importa de dónde sea, y es la carrera nocturna a la comida rápida para la segunda cena. Son nuestros martes juntos.

Y, si algún día firmamos una hipoteca, supongo que ese también será nuestro hogar.

Guardar