Recordando a Willie Mays como figura intocable y ser humano

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Hacia el final de su carrera, el "Say Hey Kid" no se parecía en nada a la fuerza extraordinaria que había estado en el centro del imaginario colectivo estadounidense durante gran parte del siglo XX.‌El "Kid", Willie Mays, tuvo problemas en el plato y tropezó entre las bases. En un momento, se preparó para una línea que venía en su dirección, fácilmente atrapable durante la mayor parte de su carrera. Pero Mays se cayó. Otro error en los jardines provocó que el juego se empatara en la novena entrada.‌Aquella tarde de octubre, Mays tenía 42 años y las rodillas chirriantes, en el segundo juego de la Serie Mundial de 1973 en la que los Mets de Nueva York de Mays se enfrentaban a los Atléticos, en Oakland. En el escenario más importante del béisbol, los estragos del tiempo se habían apoderado de la estrella más laureada de ese deporte.‌Se suele olvidar que Mays se redimiría en el plato tres entradas después. Lo impensable había sucedido. Mays no solo había fallado, sino que parecía perdido, torpe y fuera de sí.‌El impacto de verlo de esa manera perduraría mucho más allá de sus días como jugador como una advertencia: no seas como Willie Mays, quedándote demasiado tiempo, tropezando en el jardín central, siendo una sombra de lo que eras antes. Ése se convirtió en el axioma, expresado de una u otra manera por todo el mundo, desde políticos hasta líderes empresariales y comentaristas que opinan sobre los grandes atletas que anhelan jugar hasta su ocaso.‌Retírate antes de que sea demasiado tarde.‌Tras retirarse, Mays, quien falleció el martes a los 93 años, hizo todo lo posible por ignorar sus últimos juegos. Sin embargo, hay otro modo de ver sus repercusiones.‌La manera profunda en la que el declive de Mays despertó poderosas emociones es evidencia tanto de su grandeza como del control que este hijo del sur durante la época de las leyes Jim Crow --fue el sexto jugador negro en las ligas mayores, después de Jackie Robinson-- alguna vez tuvo sobre los estadounidenses de todos los colores y credos.‌Había sido perfecto durante demasiado tiempo. El impacto de ver al béisbol vencer a Willie Howard Mays fue el impacto de ver a un dios convertirse en mortal.‌¿Cuán grandioso fue Mays?‌Seiscientos sesenta. Esa es la cantidad de jonrones que salieron del bate de Mays durante su carrera. Cuando el "Say Hey Kid" se retiró, solo Babe Ruth tenía más.‌Mays terminó 22 temporadas en las Grandes Ligas con un total de 3283 imparables y mantuvo un promedio de bateo de por vida de .302, algo sorprendente para un jugador con tal poder. En 24 ocasiones fue convocado al Juego de Estrellas. Ganó el Guante de Oro doce veces. Impulsó más de 100 carreras en una temporada, en diez oportunidades.‌Fue nombrado dos veces el Jugador Más Valioso de la Liga Nacional. Algunos expertos aseguran que, de no haber sido por la necesidad de repartir el premio entre más jugadores, Mays podría haber sido el Jugador Más Valioso siete veces más.‌Los números y los premios cuentan solo una parte de su historia. Lo que lo distinguió como la más adorada de las estrellas fue cómo jugaba: el modo en que doblegó los límites del béisbol a su voluntad con su inteligencia, su velocidad, su estilo y su poder.‌"No sé si Willie Mays fue abucheado alguna vez, ni siquiera en estadios de equipos rivales", afirmó Bob Kendrick, presidente del Museo de Béisbol de las Ligas Negras. "Así de querido era. Era muy simpático y afable con personas de todos los orígenes. De todas las razas".‌"Cada vez que pisaba el terreno de juego, sabías que verías algo especial que probablemente nunca antes habías visto".‌Su aparición, cuatro temporadas después de que Robinson rompiera la barrera del color en las Grandes Ligas en 1947, sucedió en el momento indicado.‌En 1951, solo el 10 por ciento de los hogares estadounidenses tenían televisores. Durante los mejores años de Robinson, solo una pequeña porción de la población pudo verlo jugar, ya sea desde las gradas o por televisión.‌Pero la tecnología mejoró y los televisores se volvieron más asequibles. Para 1954, cuando Mays ganó su primer premio al Jugador Más Valioso de la Liga Nacional, aproximadamente la mitad de los hogares estadounidenses tenían televisores, y el béisbol se transmitió a nivel nacional por primera vez.‌Ese otoño, Mays y sus Gigantes de Nueva York sorprendieron a Cleveland y ganaron la Serie Mundial. El primer juego de la serie ya forma parte de la historia del béisbol debido a una jugada que se conoció simplemente como "The Catch" (la atrapada).‌"The Catch" comenzó con una carrera a toda velocidad por el jardín central. Mientras Mays perseguía el batazo abrasador de Vic Wertz hasta las profundidades del jardín central, desde el plato solo se podía ver el número 24 de color marrón y naranja quemado en la espalda del jugador.‌¿Cómo Mays rastreó la pelota con suficiente claridad para calcular su trayectoria por encima de su hombro perfectamente hasta su guante?‌¿Cómo tuvo la lucidez para recordar que detener a los corredores de base era crucial, o la capacidad de hacer una pirueta y realizar un tiro potente a segunda base?‌"Este fue el tiro de un gigante", escribió el periodista deportivo Arnold Hano en su resumen desde el juego. "El tiro de un cañón hecho humano".‌Mays y los Gigantes se trasladaron al oeste, a San Francisco, en el comienzo de la temporada de 1958. Para entonces, las transmisiones nacionales de béisbol eran algo común y casi todos los hogares estadounidenses tenían un televisor. Mays parecía estar en todas partes.‌A diferencia del franco, a veces polarizador, Robinson y otras estrellas negras de la época, Mays evitó opinar sobre política y derechos civiles. Mantenerse por encima de la refriega tuvo un beneficio: los aficionados blancos, nunca ofendidos, lo idolatraron con un fervor que pocos atletas negros, si es que alguno, habían sentido alguna vez.‌Así fue como sus Gigantes lideraron la asistencia de aficionados entre los equipos visitantes de la Liga Nacional durante ocho años en la década de 1960. Y así fue como Mays apareció en programas de entrevistas de la televisión nacional, en comedias y en las portadas de las revistas nacionales más populares: Time, Life, Look, Collier's y, naturalmente, Sports Illustrated.‌Las estrellas de Hollywood admiraban a Mays y no tuvieron miedo de ofrecer cumplidos. "Si jugara béisbol como tú", dijo efusivamente Frank Sinatra, "sería el tipo más feliz del mundo".‌Cuando Mays jugó, formó parte de un triunvirato de grandes jardineros centrales. Los otros fueron Duke Snider, con los Dodgers, y Mickey Mantle, con los Yankees.‌Snider y Mantle eran parte de la vieja guardia: jugadores blancos que representaban las Grandes Ligas de Béisbol tal como siempre habían sido.‌Mays era completamente diferente.

Es común ver cierto tipo de seriedad en los atletas modernos. Pero cuando Mays entraba al campo, parecía como si no hubiera ningún otro lugar al que perteneciera, ningún otro lugar en el que prefiriera estar.‌"Te quedabas en la banca durante la práctica de bateo simplemente para verlo. Y es que incluso solo verlo caminar era especial", recordó Cleon Jones, quien creció en Alabama idolatrando a Mays y terminó compartiendo los jardines con él cuando los Gigantes enviaron a Mays a los Mets en 1972.‌"Es que incluso el uniforme parecía quedarle mejor a él que a todos los demás", aseguró Jones. "Los jugadores lo estimaban con una reverencia que parecía casi espiritual".‌Nadie quería ver a un dios fracasar en el crepúsculo.‌Para entonces, el final era inminente.‌"Sufrió lesiones graves", recordó Jones, cuyo casillero estaba al lado del de Mays. "Su rodilla parecía una sandía. Solía decirle: 'Tómate un día libre', pero nunca lo hizo. No quería defraudar al equipo. No estaba apto para jugar, pero nunca dijo que no".‌"Pude ver que no tenía que estar en esa alineación, no tenía por qué jugar, pero Willie salía al campo. Sentía que le debía mucho a los aficionados".‌En ese fatídico segundo juego de la Serie Mundial de 1973, en el que los Mets jugaron contra los Atléticos en Oakland, Willie Mays salió de la banca para relevar a Rusty Staub como corredor emergente.‌Primero, se cayó rodeando la segunda base.‌Luego vino el error en los jardines, cuando corrió para atrapar una pelota y se cayó nuevamente. Y luego, otro torpe error de fildeo.‌"Esto es algo que creo todos los aficionados del deporte en todas las áreas odian ver", narró Tony Kubek durante el juego en la televisión nacional. "Uno de los grandes, jugando sus últimos años, teniendo este tipo de problemas, levantándose y cayéndose".‌Para todos nosotros, fue un golpe en el estómago.‌Pero lo que a menudo se olvida --y que deberíamos decidir recordar-- es que en ese mismo juego de la Serie Mundial, Mays cumplió con su trabajo una última vez.‌En la doceava entrada, con el sol ocultándose, el marcador 6 a 6 y con dos hombres en base y dos outs, el lanzador de los Atléticos, Rollie Fingers, comandaba el montículo. Mays se plantó en el plato.‌El lanzador se enroscó. Extendió su pierna izquierda en alto y desplegó una bola rápida, rígida, recta y por todo el medio.‌Mays abanicó y bateó la pelota con fuerza. Rebotó sobre el montículo, pasó la segunda base y llegó hasta los jardines.‌Fue el último imparable de una carrera legendaria y única, y terminó dándole la victoria a los Mets, aunque al final perderían la serie en siete juegos.‌Encaramado en el palco de prensa de Oakland, Red Smith escribía su columna para The New York Times.‌"Nunca habrá otro como él", escribió Smith. "Nunca en este mundo".‌Y nunca lo habrá.

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