Tuve una infancia difícil, y eso me hizo una empleada asombrosa

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(Science Times)

"VEN A VERME EN CUANTO LLEGUES", concluye la ráfaga de mensajes de Slack de mi jefe, una diatriba con todas las letras en mayúsculas que comenzó a las 4:56 de la madrugada.

Es un lunes por la mañana de 2017. Estoy sentada en mi auto en el estacionamiento de mi nuevo trabajo, con el cuerpo congelado y los ojos pegados a la pantalla de mi teléfono.

Tengo 45 años y, tras décadas de ascensos sin descanso en el escalafón profesional, he conseguido un trabajo de alto nivel y he publicado mi primer libro, una guía profesional para inadaptados. Me había convertido en una conferencista muy solicitada, por lo que viajaba por todo el país para dar charlas sobre cómo "triunfar", y mis frases no tan trilladas se citaban en revistas de negocios y en blogs sobre el estilo de vida de las mujeres.

Para el mundo exterior, mi éxito era intachable. Por dentro soy un desastre.

Había trabajado todo el fin de semana y, como trabajaba casi todos los fines de semana, los días y las exigencias habían empezado a confundirse. Mi marido y yo nos habíamos mudado a Los Ángeles cinco años antes, pero yo aún no había hecho amigos.

No había ido a la reunión social de padres del nuevo preescolar de nuestro hijo por un viaje de trabajo. Había rechazado una invitación a la comida de un vecino porque sabía que llegaría tarde a la oficina, y había dicho "no" a suficientes citas de café de las pocas personas que conocía en la ciudad como para que al final dejaran de contemplarme. En lugar de esforzarme por construir una comunidad, dedicaba casi toda mi energía a mi carrera.

A los mensajes de Slack les siguen en breve tres llamadas de la asistente de mi jefe. Cuando no contesto, los mensajes de voz que acompañan las llamadas, cada uno más frenético que el anterior, me recuerdan que nuestro jefe desea verme, de inmediato. La crisis, como la mayoría de las crisis laborales, no justifica este nivel de urgencia. Pero a mí me parece un incendio de cinco alarmas.

Aunque había oído hablar del término "adicción al trabajo" --acuñado por Wayne E. Oates, un psicólogo que escribió en 1971 el libro "Confessions of a Workaholic: The Facts About Work Addiction"-- aún no lo había relacionado con mi vida. Oates creía que el exceso crónico de trabajo era una adicción similar al alcoholismo que crea una "perturbación o interferencia en la salud corporal, la felicidad personal y las relaciones interpersonales".

En los meses que llevaba en el nuevo trabajo, había rechinado tanto los dientes que había destrozado una protección dental que usaba por las noches. Sufría dolores de cabeza cegadores y tomaba varios medicamentos para problemas gastrointestinales, incluida una úlcera gástrica causada, según me advirtió mi médico, por el estrés que me provocaba el trabajo.

Sin embargo, no comprendí el término "adicción al trabajo" sino hasta que hice la Prueba de riesgo de adicción al trabajo (WART, por su sigla en inglés), más o menos al mismo tiempo que la diatriba de mi jefe. La WART es un cuestionario desarrollado para identificar cinco dimensiones del exceso de trabajo: tendencias compulsivas, control, deterioro de la comunicación y ensimismamiento, incapacidad para delegar y autoestima. Cuando lo hice, obtuve una puntuación de 96 sobre 100, era casi perfecta trabajando y poco más.

***

Había crecido en circunstancias complicadas, la hija no planeada de dos adolescentes italoestadounidenses enamorados. Como muchos padres de la época, tenían un estilo de cuidado de la vieja escuela basado en la dominación y en una ciega exigencia de respeto. A menudo me pegaban en la cara por "pasarme de la raya"; me gritaban que fuera más aplicada.

Hacían lo que creían mejor: me empujaban a ser fuerte, a no regodearme en mis sentimientos; insistían en que tuviera un grado de sentido común adulto que, como niña, no podía poseer; me hacían partícipe de miedos y preocupaciones de adulta que yo era demasiado joven para asimilar. Yo era una niña hipersensible, creativa, demasiado tierna e ingenua. En ese entorno, nunca me sentía lo suficientemente buena.

Como reacción a mi infancia, me propuse demostrar mi valía. Empecé a trabajar a los 13 años y básicamente nunca paré. Encontré consuelo en el trabajo, en disipar mis sentimientos esforzándome hasta la extenuación. Más tarde, en los trabajos de oficina, encontré seguridad en demostrar mi valía y ganarme el sustento con una jornada de trabajo más ardua de lo necesario.

Aunque los datos sobre la adicción al trabajo y su relación con el trauma siguen siendo escasos, los expertos en salud mental sí ven un vínculo. En el libro de 1998 "Chained to the Desk", Bryan E. Robinson, el psicoterapeuta que creó la WART, sugiere que la línea divisoria entre el trauma y la adicción al trabajo es la parentificación.

La parentificación tiene poco que ver con el amor de los padres. Se produce cuando los cuidadores no establecen límites emocionales adecuados ni atienden las necesidades del niño. Como resultado, los niños parentificados pueden desarrollar perfeccionismo, una necesidad de control y un abismo emocional que buscan, demasiado jóvenes, llenar por sí mismos.

Cuando me fui de casa, a los 18 años, me sentía emocionalmente machacada, intrínsecamente rota. Aunque no me diagnosticarían trastorno de estrés postraumático hasta pasadas varias décadas, mostraba hipervigilancia, un deseo de control excesivo, autoinculpación constante y la sensación de que todo era culpa mía si algo salía mal. Estas cualidades hacían que casi todos los aspectos esenciales de la vida --el amor, la familia, la amistad-- fueran casi imposibles de gestionar. Es decir, casi todos los aspectos esenciales de la vida, excepto el trabajo.

La mañana siguiente a la diatriba en mayúsculas de mi jefe, ya había tenido suficiente. Tal vez fue la terapia que acababa de empezar o la sabiduría de la edad, pero no contesté los mensajes de mi jefe. Nuestra reunión nunca se materializó y la crisis simplemente se disolvió.

A menudo, el proceso de sanar parece una búsqueda del tesoro, una pista tras otra que conduce a una especie de liberación emocional. Después de aquel día, empecé a interesarme más por comprenderme a mí misma que por demostrar mi valor. Empecé a poner límites en el trabajo. Dejé de trabajar a deshoras, e incluso me tomé días libres. Me despedirían en unos meses. Ya no encajaba.

En los años siguientes, aproveché todas las pistas que había descubierto para replantearme mi relación con el trabajo y encontrar proyectos, y puestos en los que sí encajara.

He aprendido a ajustar mi relación con mi carrera, a trabajar en empleos manejables que me permiten llevar una vida equilibrada, invertir en la comunidad y disfrutar de mi familia y mis amigos. Lo que no tuve en cuenta en mis años de esfuerzo fue que construir una vida conectada y satisfecha fuera del trabajo sería el éxito más gratificante de todos.

Una escritora reflexiona sobre el momento en que comprendió las raíces de su adicción al trabajo. (Maria Jesus Contreras/The New York Times).

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