Cualquiera que haya estado en la Universidad de Columbia en la primavera de 1968 no puede evitar ver una repetición de aquellos días tormentosos, fatídicos y emocionantes en lo que está ocurriendo hoy en el campus de Morningside Heights.
Pero hay una diferencia preocupante y significativa. Si en el 68 los estudiantes estaban divididos entre los rebeldes de pelo largo y los conservadores de pelo corto, con muchos indecisos en medio, las protestas actuales en Columbia -y en el creciente número de otros campus a los que se han extendido- han sido testigos de divisiones personales y a menudo desagradables entre estudiantes judíos y estudiantes árabes o musulmanes o cualquiera que se perciba en el lado “equivocado” del conflicto palestino-israelí.
Esto, a su vez, ha situado a las protestas en el centro de la polarización política del país, con políticos y expertos de derechas que describen los campamentos como manifestaciones peligrosas de antisemitismo y wokismo y exigen que sean arrasados, y muchas administraciones universitarias llaman a la policía para que lo haga.
La transformación de las protestas en un partido de fútbol político nacional es quizá inevitable -todo el mundo, hasta el Presidente Richard Nixon, habló mal de los estudiantes en el 68-, pero no deja de ser una lástima. Porque las protestas estudiantiles, incluso en su versión más disruptiva, son en el fondo una extensión de la educación por otros medios, parafraseando la famosa definición de guerra de Carl von Clausewitz.
La sagrada noción de universidad como bastión del discurso y el aprendizaje no excluye ni puede excluir la participación en los debates contemporáneos, que es para lo que se prepara a los estudiantes. Desde Vietnam hasta el apartheid, pasando por el asesinato de George Floyd, las universidades han sido durante mucho tiempo lugares de debate e investigación abiertos y a veces encendidos. Y siempre que las propias universidades han sido percibidas por los estudiantes como cómplices o equivocadas en sus posturas, han sido desafiadas por sus comunidades de estudiantes y profesores. Si la universidad no puede soportar el fervor, no puede cumplir su misión principal.
El contraargumento, por supuesto, es que sin decoro y calma, el proceso educativo se ve perturbado, por lo que es adecuado y necesario que las administraciones impongan el orden. Pero la perturbación no es el único subproducto; las protestas también pueden dar forma a la educación y mejorarla: un número desproporcionado de los que se sublevaron en Columbia en 1968 se dedicaron a algún tipo de servicio social, impulsados por el idealismo y la fe en el cambio que sustentaban sus protestas y por el movimiento social más amplio de los años sesenta.
Yo era un estudiante de primer año en Columbia en 1968, vivía en los suburbios y, por tanto, fui más testigo que participante en los acontecimientos de aquella primavera. Pero era imposible no dejarse arrastrar por las pasiones del campus.
El catalizador fue una protesta de estudiantes negros por la construcción de un gimnasio en Morningside Park, que tocaba muchas de las quejas de los negros contra la universidad: la forma en que se estaba adentrando en los barrios negros, el acceso limitado al gimnasio y la puerta separada para los residentes de la zona, muchos de ellos negros. El lema era “Gym Crow must go” [N. del. E. ”El gimnasio Crow se tiene que ir”, un juego de palabras que alude a las “Leyes Jim Crow”, que propugnaban la segregación racial en todas las instalaciones públicas de EEUU].
La sentada de los negros galvanizó rápidamente a los estudiantes de todas las demás causas sociales y políticas de aquella época turbulenta: una guerra que estaba matando a decenas de muchachos estadounidenses y a innumerables vietnamitas cada semana, el racismo que pocas semanas antes se había cobrado la vida del reverendo Dr. Martin Luther King Jr. y, sí, una celebración del “flower power” y el amor. El problema del gimnasio en Columbia se resolvió tranquilamente, pero para entonces, otros estudiantes estaban ocupando varios edificios. Finalmente, el presidente de Columbia, Grayson Kirk, llamó a la policía.
Tengo grabada en la memoria una instantánea de grupos de estudiantes pululando por el recinto, que estaba lleno de escombros de la confrontación, muchos de ellos luciendo con orgullo los vendajes de las heridas infligidas por el violento barrido de la Fuerza de Patrulla Táctica. De alguna ventana salía música psicodélica a todo volumen, y un solitario hombre de mantenimiento empujaba un ruidoso cortacésped sobre un trozo de hierba superviviente.
Se había puesto fin a las sentadas y se estaba restableciendo el orden, pero se había desencadenado algo aterrador y hermoso, una fe en que unos simples estudiantes podían hacer algo con lo que estaba mal en el mundo o, al menos, tenían derecho a intentarlo.
El relato clásico de Columbia ‘68, “La declaración de Strawberry”, un irónico y mordaz diario de un estudiante, James Simon Kunen, que participó en las protestas, capta la confusa maraña de causas, ideales, frustraciones y cruda excitación de aquella primavera. “Más allá de definir lo que no era, es muy difícil decir con certeza qué significaba algo. Pero todo debe tener un significado, y cada uno es libre de decir cuáles son los significados. En Columbia a muchos estudiantes simplemente no les gustó que su escuela se apropiara de un parque, y más bien desaprobaron que su escuela hiciera la guerra, y se lo dijeron a otros estudiantes, que se lo dijeron a otros, y vimos que Columbia es nuestra escuela y que tendremos algo que decir por lo que hace”.
Esa es la similitud. Así como los estudiantes de entonces ya no podían tolerar las horribles imágenes de una guerra lejana transmitidas, por primera vez, casi en tiempo real por la televisión, muchos de los estudiantes de hoy han encontrado las imágenes de Gaza, transmitidas ahora instantáneamente a sus teléfonos, para exigir que se tomen medidas. Y al igual que los estudiantes del 68 insistieron en que su escuela rompiera los lazos con un instituto gubernamental que realizaba investigaciones para la guerra, los estudiantes de hoy exigen que Columbia desinvierta de las empresas que se benefician de la invasión israelí de Gaza. Y los estudiantes de entonces y de ahora han encontrado que los administradores de sus universidades hacen oídos sordos a sus súplicas.
Ciertamente hay mucho que debatir aquí. Las universidades tienen la seria obligación de proteger a los estudiantes judíos del antisemitismo y de mantener el orden, pero deben responder ante sus estudiantes y profesores, no ante los republicanos deseosos de ganar puntos contra el “adoctrinamiento” de los woke en las universidades de élite o ante los megadonantes que buscan imponer sus agendas en las instituciones de enseñanza superior.
Al igual que el Sr. Kunen, no estoy seguro de cómo afectó a mi vida aquella primavera de 1968. Sospecho que me obligó a pensar de un modo que ha influido en mi forma de informar sobre el mundo. Lo que sí sé es que me alienta ver que los universitarios siguen enfadándose por la injusticia y el sufrimiento e intentan hacer algo al respecto.
© The New York Times 2024