Quédate, bebé, por favor

Reportajes Especiales - Lifestyle

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EL DOLOR DE ABORTAR ES EN GRAN MEDIDA INVISIBLE. Y, CON CADA PÉRDIDA, EL ANHELO SE MULTIPLICA.

En junio, mi marido y yo descubrimos que esperábamos un bebé. Sería el tercer bebé que perderíamos en los últimos dos años. La llamo bebé, aunque sé que era un embrión, el latido de su corazón se silenció a las seis semanas y dos días. La llamo bebé porque puedo sentir su peso en mi pecho y ver sus pestañas en mi mente. La llamo bebé para honrar el dolor de quienes han perdido bebés que solo existían en nuestros cuerpos y mentes. Nuestros bebés que existieron como sueños y luego como recuerdos.

Por la noche, cerraba los ojos y me preocupaba volver a abortar. Me dormí imaginando que podía hacer que mi bebé se sintiera lo bastante cómodo como para quedarse. También imaginé que colgaba una serie de lucecitas alrededor de mi cadera. Al darme cuenta de que no tenía por qué estar limitada por el espacio en esta habitación imaginaria para el bebé, añadí en mi imaginación a Paul, que se encontraba de pie junto a la parrilla, cocinando pollo rebozado en cayena y azúcar moreno.

Aquí está tu padre, cariño. Mira sus pestañas. Mira su bondad. Quédate aquí, le decía.

Lucho con el peso de mi desesperación cuando la comparo con sus diminutas edades gestacionales. Cinco semanas, seis semanas, siete semanas. El bebé se espera para el 26 de julio de 2022. Luego para el 21 de noviembre de 2022. Un año de noches de esfuerzo y de intentos. Entonces, ¡el bebé se esperaba para el 17 de marzo de 2024! Pero resulta que el bebé nunca llegó.

Como partera, he encontrado cada una de estas edades gestacionales bajo una sonda de ultrasonidos, deleitándome con los padres por el avance en el desarrollo entre las seis y las nueve semanas. Primero se desarrolla la columna vertebral, lo que explica la curva en forma de gamba que va de la cabeza a la cola. Después, los brazos y las piernas brotan como floraciones de sauce y la columna vertebral empieza a enderezarse. La naturaleza repite sus designios: los vasos sanguíneos se dirigen hacia su destino como los ríos hacia los océanos, como las plantas hacia el sol. A partir de esa experiencia, busco un sentido.

No pretendo saber cuándo los embriones de otras personas se convierten en bebés ni si un embarazo no deseado lo hace alguna vez. Cada una de las historias sagradas de clientas que buscaban servicios de aborto me ayudó a articular una de mis creencias fundamentales como profesional. Mi responsabilidad no es comprender la experiencia de cada persona; mi responsabilidad es recordar que nunca podré comprender la experiencia de ninguna persona mejor que esa persona.

A los 20 años me quedé embarazada de un embrión que no tuve. Imaginaba el niño que podría llegar a ser. Pero la relación que tenía entonces no era segura ni para mí ni para él, y mucho menos para un bebé. Imaginé a esa criatura intentando conseguir el amor que yo intentaba conseguir. Me la imaginaba yendo tras de mí, yendo tras de él.

El amor que Paul y yo tenemos es el más constante que he encontrado jamás. Compramos una casa con patio para un bebé que no ha llegado. Mi trabajo en el sector salud no ofrecía cobertura de fertilidad, así que encontré un empleo de cajera en una ferretería que sí la ofrecía. Aunque la idea inicial era trabajar en ambos sitios, decidí tomarme un descanso de la obstetricia tras una extracción de óvulos fallida y nuestro tercer aborto espontáneo.

A veces, contemplo la tranquilidad de la vida después de esas decisiones y me pregunto qué estoy haciendo. Cada momento en que no estoy ovulando o con la esperanza de estar embarazada puede sentirse como un tiempo que solo debo ver pasar.

Paul conoce estas dudas y la depresión que las acompaña. Sabe que me he cuestionado todas las decisiones que he tomado, pero que nunca dudo de él.

Cinco semanas más seis semanas más siete semanas equivalen a dieciocho semanas. ¿Describe eso lo que perdimos?

Después de nuestro tercer aborto, cuidé a una mujer cuyo bebé murió a las dieciocho semanas de embarazo. En una ocasión, ya entrada la noche, estaba registrando los latidos del corazón de un bebé cuya madre estaba dando a luz cuando se oyeron gemidos en el exterior. Me apresuré a llegar al estacionamiento del centro de salud, donde la mujer estaba inclinada hacia delante, entre la puerta abierta de su furgoneta y el bastidor.

Me miró, con el rostro retorcido por el dolor, y dijo: "Este es mi centro de salud. Lo era". No necesité conocer su historia para decirle: "No pasa nada. Puedes quedarte aquí".

Habían pasado 22 semanas desde que perdió a su hijo. Esa era la noche en que su bebé estaba "previsto".

Le dije que se quedara el tiempo que necesitara, pero no le pedí que entrara. Me preocupaba que oyera a la parturienta dar a luz. Me preocupaba que la parturienta la oyera llorar. Le pregunté si necesitaba algo. Me dijo que no.

Estando dentro del centro, me pregunté si debía volver con ella. Dejé caer el peso de mi cuerpo de un pie a otro con la incomodidad de existir entre sus diferentes dolores. Sentí el mío propio. Imaginé lo poco que serviría decir afuera: "Yo también perdí un bebé". El mío era muy pequeño. Me quedé adentro. Y ella se fue poco después. La mujer que estaba dentro dio a luz a su bebé, que pasó a las manos de su marido.

Nuestro bebé no nacido el 26 de julio tendría ahora veinte meses. El bebé que me arrancó estas palabras debía nacer este mes. El bebé que no tengo tiene la misma edad que mi anhelo de tener un bebé.

Sé que estas matemáticas del dolor son crueles, una exigencia tiránica para justificar mi desesperación ante mí misma. No hay quien rinda cuentas de los resultados de estas ecuaciones. No sometería la tristeza de nadie más a estos cálculos. Sin embargo, también lo noto fuera de mí. La gente que me ama me pregunta: "¿Cuánto tiempo de gestación llevabas?". Esa pregunta es una manera de decir: "¿Cómo puedo calcular tu dolor?".

A pesar de la lluvia incesante de diciembre, Paul construyó en nuestra entrada un armario con álamo y roble recuperados de un granero. Era el primer mueble que construía desde que lo conocí. Durante los dos años siguientes, mientras perdíamos un embarazo tras otro, Paul construyó una mesa tras otra: arce rizado, arce espalado, arce ambrosía. Pasaba los dedos por los patrones esculpidos en la madera, y explicaba que los escarabajos excavadores los habían marcado allí mientras el árbol aún vivía.

Aproximadamente uno de cada cuatro embarazos acaba en pérdida. Como cultura, nuestra concesión es no hablar del embarazo antes de las doce o veinte semanas. Por eso, las pérdidas en las primeras semanas de embarazo se vuelven invisibles, y la esperanza y las expectativas solo viven en nuestro interior. Lo que más me ha ayudado es hacer visibles mis pérdidas: los muebles de Paul, este texto, las piedras que Paul y yo recogimos, y luego arrojamos a un río cuando nos sentimos preparados. Les pusimos nombres que nunca daríamos a nuestros hijos porque aún esperamos necesitar esos nombres.

Los abortos recurrentes no son frecuentes. Puede ser simplemente mala suerte, pero es más probable que se deba a un problema de salud subyacente. En algunos casos, como el nuestro, el resultado en todas las pruebas disponibles es normal y el diagnóstico es "infertilidad inexplicada".

Personas bienintencionadas me han dicho: "Sabes que sí tendrás un bebé, ¿verdad?".

No. No lo sé. Es inmensamente doloroso no saberlo. Pero no lo sé.

Si me pregunto si somos "fértiles" como la tierra profunda y oscura, entonces sé que lo somos. Miro la vida que Paul y yo estamos construyendo, imperfectamente y a pesar de las dudas, observo señales certeras de que todo está lleno de vida.

Que una nueva vida no se ajuste a nuestros cálculos y planes puede ser el signo más claro de vitalidad en esta situación. Nuestro hijo ya se escapa de todos los perímetros que creamos. ¿Cuándo se somete la naturaleza a los números? El aborto espontáneo es en gran medida invisible. La fertilidad es invisible. Muchos duelos son invisibles. Invisible no es cero. Invisible es innumerable. La madera blanda se rompe, y revela a los escarabajos que excavan, demasiado rápidos para contarlos. El peso de la pérdida. La duración de la espera.

Mi hija viene hacia mí, pero lentamente. La imagino como una niña de tres años, caminando por un sendero sinuoso de tierra compacta, fresca bajo sus pies. ¿Has intentado alguna vez apresurar a una niña de tres años? Hay muchas cosas que quiere ver. La niña observa cómo el viento agita las hojas de los árboles. Observa cómo cae una hoja durante todo el tiempo que tome. Los árboles son su sonajero favorito, el mejor móvil para bebé.

Pronto dará otros pasos hacia mí. Pero no demasiados, porque quiere saber qué hay debajo de esta roca. Y cuando la levanta, hay mucho que ver.

No puedo interrumpirla. Ni apresurarla. Pero está tranquila. La tierra sigue siendo su madre. Y cuando me detengo a observar el viento en los árboles o los insectos bajo la roca, ella está cerca de mí. Por un momento, sé que la misma madre que ahora la cuida a ella, me cuida a mí. Lo percibo en el sol que me calienta la nuca cuando me inclino sobre lo que tengo delante.

El dolor de abortar es en gran medida invisible. Y, con cada pérdida, el anhelo se multiplica. (Brian Rea/The New York Times)

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