Le habían prometido un sueldo generoso. Un mejor equilibrio entre la vida laboral y la personal. La oportunidad de vivir en la vibrante metrópolis de Bangkok. Su fluidez en el inglés iba a ser muy útil como traductor para una empresa de comercio electrónico, le había dicho el reclutador.
Más que nada, Neo Lu, un oficinista chino de 28 años, creía que el trabajo sería el nuevo comienzo que necesitaba para ahorrar el dinero que le cumpliría el sueño de emigrar a Occidente. Así que, en junio del año pasado, se despidió, voló a Tailandia y se dirigió a su nuevo trabajo.
Sin embargo, cuando llegó, la cabeza le dio vueltas por el sol abrasador… y por la sensación de que algo andaba muy mal. En vez de un edificio de oficinas en una ciudad, Lu había sido abandonado en lo que parecía un campo de trabajo construido de manera improvisada en una zona de selva y campos enlodados.
Lu no tardó en caer en cuenta de que, de hecho, no había ningún trabajo de traducción. Ni tampoco una empresa de comercio electrónico. Todo había sido parte de una artimaña, la cual empezó con un anuncio en un foro de empleo chino que perfeccionaron traficantes de personas para lograr que gente como él viajara a Tailandia.
Los traficantes habían llevado a Lu a través del río Moei, un canal fangoso en la porosa frontera de Tailandia, y lo habían contrabandeado, sin que él lo supiera, en un rincón remoto de Birmania. Ahí lo entregaron a una pandilla china que había pagado por él.
En esencia, Lu había sido secuestrado y vendido a una organización criminal, muy lejos de todo lo que conocía.
Así fue como se convirtió en uno de los cientos de miles de personas que han traficado las pandillas criminales y han quedado atrapadas en lo que un grupo de investigación ha llamado un “cáncer criminal” de explotación, violencia y fraude que se ha arraigado en las naciones más pobres del sudeste asiático.
Lu, quien se hace llamar Neo por el personaje de las películas de “Matrix”, habló con The New York Times bajo la condición de que no se utilizara su nombre completo, por temor a las represalias de los criminales. El Times verificó los detalles de su viaje, cautiverio y rescate final mediante entrevistas a sus padres y dos amigos, así como de la revisión de mensajes de texto, copias de documentos de viaje y cartas que emitieron las autoridades chinas.
El testimonio como producto del tráfico de personas coincide con el de muchos otros que han sido rescatados de estos campos. En conjunto, su experiencia y el material que pudo sacar de contrabando son una rara ventana hacia el funcionamiento y las tácticas al interior de un submundo que opera a una escala asombrosa.
Desde bases en Camboya, Laos y Birmania, las pandillas obligan a sus prisioneros a llevar a cabo estafas complicadas en línea que se aprovechan de personas solitarias y vulnerables de todo el mundo. Por lo general, estos engaños involucran el uso de identidades falsas en línea para atraer a las personas a relaciones románticas ficticias y, luego, engañarlas para que les entreguen grandes cantidades de dinero por medio de sistemas fraudulentos de criptomoneda.
La estafa se conoce como “sacrificio del cerdo”, por el proceso necesario para ganarse la confianza de sus objetivos, el cual puede tardar semanas, engordar al cerdo, por así decirlo, antes de prepararse para el sacrificio.
Muchas de las personas secuestradas y obligadas a trabajar para las pandillas de estafadores son chinas, porque al principio los grupos se concentraban en robarle a gente de China. No obstante, los blancos de las bandas se han ampliado a escala internacional. En Estados Unidos, el FBI informó que, en 2022, los estadounidenses perdieron más de 2.000 millones de dólares a causa del “sacrificio del cerdo” y otras estafas de inversión. Cada vez es más frecuente que personas de la India, Filipinas y más de una decena de otros países también sean víctimas del tráfico de personas y terminen trabajando para pandillas de estafadores, lo cual provocó que Interpol declarara la tendencia como una amenaza de seguridad mundial.
Los captores de Lu lo pusieron a trabajar como contador y durante meses rastreó millones de dólares en ingresos ilícitos y gestionó los gastos cotidianos de los criminales.
Mientras seguía dentro del campo, Lu se puso en contacto con el Times. Envió cientos de páginas de registros financieros, así como fotos y videos del lugar, con la esperanza de sacar a la luz la operación en algún momento.
Lu también envió una captura de pantalla de un mapa que se aproximaba a su ubicación en Birmania. El Times analizó imágenes de satélite de la zona y geolocalizó las fotografías que Lu tomó en tierra hasta llegar a un conocido complejo de estafas llamado zona de Dongmei.
Myawaddy, al sureste de Birmania, donde está la zona de Dongmei, ofrece la base perfecta para grupos de estafadores como el que había secuestrado a Lu.
Ahí, el gobierno no tiene autoridad. Los rufianes gobiernan prácticamente con impunidad, con el respaldo de grupos armados étnicos locales a los que les pagan por seguridad. Estas condiciones han convertido la zona en un imán para las bandas criminales chinas.
Una vez que las personas como Lu han sido secuestradas y llevadas a Birmania, quedan aisladas de sus familias y amigos, en una región que en su mayor parte está prohibida para los extranjeros y los medios de comunicación y lejos del alcance de la policía.
El jefe de la organización era un chino canoso de mediana edad al que todos llamaban Xi Ge, en chino, cuya traducción aproximada es “Hermano Alegría”. Nadie en el campamento usaba su nombre verdadero.
Lu mencionó que Xi Ge rentaba el espacio del complejo de Dongmei y dirigía una operación de unas 70 personas, la mayoría de nacionalidad china, que también estaban atrapadas en Myawaddy. Luego, Lu se enteró de que Xi Ge les había pagado 30.000 dólares por él a los traficantes de personas.
Los trabajadores se sentaban en una oficina abierta bajo la atenta mirada de los supervisores. En una habitación, los trabajadores utilizaban cientos de teléfonos celulares alineados en los muros para crear perfiles que parecieran auténticos en WeChat, una popular aplicación china para chatear. Llenaban esos perfiles de datos, incluidas cuentas de WeChat robadas, números de teléfono celular, fotos y videos, que a menudo se compraban al por mayor en línea.
Durante su primera semana, Lu utilizó un teléfono del trabajo para ponerse en contacto con un amigo a través de Telegram, la aplicación de mensajes. Al día siguiente, los jefes lo confrontaron y lo amenazaron con golpearlo o venderlo a otro complejo de Myawaddy donde se rumoreaba que extraían los órganos de los trabajadores traficados.
Lu se colapsó y suplicó que lo dejaran en libertad. “No puedo hacer esto. No estoy hecho para esto. Por favor, déjenme ir”, recordó haberles dicho a sus captores.
No funcionó.
A la postre, Xi Ge le planteó tres opciones a Lu: pagar un rescate de 30.000 dólares, trabajar de estafador como todo el mundo o poner en práctica sus habilidades y ayudar con la contabilidad. Lu afirmó que, después de seis meses, la banda iba a considerar la posibilidad de liberarlo.
Lu optó por la opción de la contaduría. Después de casi seis meses, se había ganado la confianza de sus captores, quienes le permitían utilizar su celular personal unos minutos al día.
Se puso en contacto con su familia y amigos y les dijo que había sido secuestrado. Tomó fotos del complejo y grabó videos cortos al interior de la oficina principal del grupo. Dibujó un organigrama y escribió un glosario de terminología del sector. Subió todo a una cuenta de correo electrónico cifrada y borró los archivos de sus dispositivos de trabajo.
Luego, le envió el material al Times, junto con los registros financieros de julio a noviembre que había guardado y una lista de los nombres legales, registros de transacciones y números de teléfono de las víctimas de la estafa.
El 3 de enero, Lu le suplicó a Xi Ge que cumpliera su promesa de liberarlo. En vez de eso, lo llevaron a un dormitorio reservado para castigar a los trabajadores desobedientes.
Lu estaba esposado a una litera y tan solo lo soltaban para comer e ir al baño. Un guardia lo vigilaba en todo momento. Le quitaron sus dispositivos electrónicos. Lu les dijo a sus captores que se había puesto en contacto con los medios de comunicación y amigos.
“Intenté hacerles comprender que me había acorralado a mí mismo y a ellos”, relató. “Ya no podían confiar en mí ni revenderme a otra organización. Yo era una bomba de tiempo”.
Entonces, comenzó la tortura.
El 14 de enero, a más de 3.000 kilómetros de Lu, en la ciudad china de Taizhou, los teléfonos de sus padres se encendieron. La pandilla había enviado dos videos.
En uno de los videos, Lu se retorcía en el suelo y aullaba de agonía. Para sus padres, era demasiado como para soportarlo.
“Mi marido no me dejaba, pero él lo veía”, comentó la madre de Lu, Peng, quien habló con la condición de que no se utilizara su nombre de pila. “Mi corazón no podía soportarlo”.
La banda exigió un rescate de 500.000 yuanes chinos, unos 70.000 dólares. Para los padres de Lu, que tenían un pequeño negocio de venta de letreros y carteles ledes, no era una cantidad pequeña.
Los padres de Lu denunciaron el secuestro a la policía y buscaron ayuda en embajadas chinas y asociaciones comerciales. Todas las mañanas al amanecer, iban a la playa a rezar para que su hijo regresara sano y salvo.
Entonces, la policía de Zhejiang, su provincia natal, les presentó a un hombre que, según ellos, podía ayudarlos. Se hacía llamar “Dragón” y aseguró que había rescatado con éxito a más de 200 ciudadanos chinos de centros de estafas en el sureste asiático.
El 21 de enero, una semana después de que se habían enviado los videos del rescate, Dragón les comentó a los padres de Lu que un poderoso amigo suyo, un empresario chino con contactos en la milicia armada local, había viajado a Dongmei ese día y había confirmado que Lu estaba ahí. Dragón les mencionó que su amigo podría sacar a Lu.
Según Dragón, el empresario chino con buenos contactos fue de nuevo a Dongmei el 23 de enero, esta vez flanqueado por un general y decenas de soldados armados de las Fuerzas de la Guardia Fronteriza, una agrupación armada local que estaba alineada con la junta que gobierna Birmania. El empresario preguntó por Lu.
De pronto, Lu ya estaba libre. A los pocos días estaba de vuelta en China; su vuelo aterrizó en Shanghái el 2 de febrero.
En meses recientes, las autoridades chinas han colaborado con funcionarios del sureste asiático para detener y deportar a China a miles de personas acusadas de trabajar en grupos de estafa, pero los expertos creen que muchas organizaciones simplemente han reubicado sus operaciones.
Lu ha hablado con los medios de comunicación chinos, ha sido consultor para un proyecto cinematográfico y tiene planes de escribir una autobiografía.
“Estas pandillas chinas están propagando una forma de esclavitud moderna”, afirmó Lu. “Quiero que todo el mundo lo sepa”.
(c) The New York Times