Libretas, bolígrafos y mochilas antibalas: otro año escolar en Estados Unidos

The New York Times: Edición Español

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HELENA, Montana — Era el inicio de otro año escolar en Estados Unidos y Brenda Valenzuela, de 37 años, les pidió a sus hijos que fueran a la sala de su casa. Bella, de 15 años, llegó con una pila de libretas, lápices ordenados por color y una carpeta con la leyenda: “Preparatoria—¡Años mágicos!”. Caleb, de 11 años, llegó con un solo tenis, arrastrando una mochila con su equipo de futbol y con un teléfono celular del que había olvidado la contraseña.

Valenzuela les indicó con un ademán a sus hijos que se sentaran para poder repasar una parte de su rutina de regreso a clases que se había convertido en la más vital.

“Recuerden que cuando menos lo esperen puede presentarse una situación de peligro”, les advirtió. En ese momento, recordó lo pequeño que se veía el tirador esa mañana de octubre en 2015, cómo iba sonriente cuando entró al salón de clases y también cómo apuntó a la cabeza del maestro, disparó a quemarropa y luego comenzó a reír.

“Tienen que estar alerta con todos sus sentidos”, les dijo, al tiempo que pensaba en los ruegos que todavía podía escuchar.

“Escóndanse. Corran. Escapen”, dijo. “No importa qué pase, ustedes regresen a casa”.

Ya eran casi ocho años desde la última vez que Valenzuela había regresado a la escuela en un instituto superior comunitario en Oregón, donde el tercer día de clases, por pura casualidad, salió al pasillo para responder una llamada telefónica justo cuando un hombre ingresaba en su salón con seis pistolas escondidas en la mochila. En los siguientes cuatro minutos, de pie fuera del salón frente a las ventanas de cristal transparente, Valenzuela llamó al 911 e intentó describir uno de los peores tiroteos masivos en la historia, que dejó un saldo de diez personas asesinadas y otras ocho lesionadas. “Sobreviviente sin lesiones” fue la frase consignada en un reporte policiaco para describir a Valenzuela, que parecía precisa hasta que regresó a casa y empezó a padecer los efectos: palpitaciones cardiacas, vómito, trastorno de estrés postraumático, depresión clínica, una nota de suicidio, seis crisis emocionales y veintiséis medicamentos recetados para calmar problemas constantes de ansiedad e insomnio que se manifestaban al máximo cada año que sus hijos regresaban a la escuela.

Según datos federales, por lo menos 538 tiroteos más han ocurrido en escuelas desde aquel que Valenzuela atestiguó en el Colegio Comunitario Umpqua. El número de tiroteos masivos ha ido en aumento casi todos los años desde hace más de dos décadas; se han convertido en un elemento tan habitual en el sistema escolar estadounidense que el trauma ya es generacional. Cada otoño, miles de víctimas y sobrevivientes envían a la siguiente ola de posibles víctimas y sobrevivientes. Valenzuela, por su parte, había decidido que, si el país no era capaz de resolver el problema, al menos se aseguraría de que sus hijos estuvieran preparados.

“Este va a ser su salvavidas”, les dijo a Caleb y Bella, y a continuación les entregó unas mochilas nuevas equipadas con un escudo a prueba de balas en el compartimento posterior.

Caleb iba a empezar el primer año en una secundaria que por lo regular hacía simulacros para practicar cierres de emergencia y órdenes de resguardarse. Bella iba al décimo grado en Helena High, que había sido blanco de una amenaza en 2022, cuando arrestaron a un hombre con tres rifles semiautomáticos y dispositivos explosivos después de que le dijo a un conocido que planeaba un ataque.

“Tienen que esconderse detrás de la mochila”, les dijo Valenzuela. “Cúbranse la cabeza y el corazón”.

“¿Así?”, preguntó Caleb, con la mochila frente a su cabeza; luego, se echó para atrás y se agachó como si se ocultara de un tirador imaginario. Se tropezó con el pie y cayó en el sillón justo cuando su padre, Nate Dean, entraba en la habitación.

“No inicien el año pensando todos los días que les van a disparar”, les recomendó Dean. “Son inteligentes. Van a saber qué hacer. Van a estar bien”.

Dean le tomó la mano a Valenzuela y sintió que comenzaba a temblar. Siempre monitorea su comportamiento en esta temporada. El año pasado, dejó una nota de despedida el 5 de septiembre y desapareció; finalmente, la policía la encontró estacionada, orillada en un paso de montaña con una pistola en su mochila.

Valenzuela había ido a la escuela ese día en el Colegio Comunitario Umpqua porque quería ser maestra. Era estudiante de tiempo completo, madre de dos niños pequeños y directora de un jardín de niños bilingüe Head Start en el que daba clases en inglés y en español. Dean recibió una llamada de emergencia esa mañana en el trabajo, se abrió paso entre la multitud de empleados de servicios de emergencia y recogió a una persona que parecía casi una extraña.

Valenzuela no soportaba el sonido de los gritos o el llanto de sus propios hijos. Tenía dificultades para hacer planes más allá del siguiente minuto. El trauma le provocó una pérdida clínica de la memoria y sus conocimientos de idiomas, lo que le hizo olvidar casi por completo su español. Renunció a su trabajo en Head Start y desistió de sus planes de ser maestra; durante casi dos años, pasó la mayoría del tiempo encerrada en su recámara.

“¡Bienvenidos a Helena Middle School!”, fue el saludo del director, Cal Boyle, la noche anterior al primer día de escuela, cuando Valenzuela llegó con su familia para hacer un recorrido con todos los estudiantes nuevos.

Valenzuela ya había hablado por teléfono con Boyle sobre su historia con los tiroteos en las escuelas y en ese momento se aproximó de nuevo.

“¿Podemos hablar de las situaciones atemorizantes?”, preguntó.

“Claro”, respondió. Condujo a Valenzuela, Dean, Bella y Caleb a su oficina y cerró la puerta. “¿Qué preguntas tiene?”.

“Bien, tengo unas cuantas”, le dijo. Sus manos comenzaron a temblar, pues así se manifiestan sus ansiedades. “¿Sus estudiantes practican para enfrentar estas situaciones? ¿Están conscientes? ¿Cuántas entradas hay en la escuela? ¿El cristal es a prueba de balas? ¿Tienen un oficial capacitado para estas situaciones? ¿Cómo se notifica a los padres si algo sucede?”.

“Muy bien”, dijo Boyle, y durante los siguientes 12 minutos respondió sus preguntas. Con toda paciencia le explicó los procedimientos, pues forma parte de las tareas de un director de escuela en el año 2023. Le habló de los dos puntos de acceso al edificio que se monitorean cada mañana; de la inspección de visitantes en la oficina principal; del código de emergencia secreto que tienen todos los maestros y que pueden enviar desde su celular si su salón sufre algún ataque para notificar de inmediato al resto de la escuela, poner en marcha un cierre de emergencia y enviar alertas a la policía local.

“Da miedo pensar en todas las situaciones hipotéticas, pero controlamos todo lo que podemos”, afirmó. “¿Sirve para que se sienta mejor?”.

“¿Mi hijo va a estar bien?”, preguntó Valenzuela. “Solo quiero que alguien me diga que está seguro”.

La noche anterior al primer día de escuela de sus hijos, Valenzuela permaneció en la cama tres horas sin poder dormir, hasta que sonó la alarma de Caleb y Bella a las 6:30 a. m. Les preparó el almuerzo que se llevarían y escribió un recado en la bolsa de cada sándwich: “¡Estoy orgullosa de ti!”, “Sonríe”, “¡Que pases un día excelente!”. Les hizo el desayuno, pero no tenía nada de hambre. Caminó de un lado a otro en la cocina y les recordó que la llamaran si necesitaban algo, que dejaran encendido su celular para que pudiera ver su ubicación todo el día y que pusieran el lado redondeado del escudo antibalas contra su espalda.

Dean salió rumbo al trabajo, así que Valenzuela llevó a los niños. Se detuvo en la preparatoria para dejar a Bella y se concentró, como hacía cada mañana, en memorizar la camiseta azul vintage que llevaba y sus tenis negros Vans, por si necesitaba encontrarla o identificarla más tarde. Se dieron un abrazo de despedida y, luego, Valenzuela condujo al otro lado de la calle hacia la secundaria, donde 1500 niños ingresaban al edificio.

“Te quiero, mamá”, le dijo Caleb y, antes de que pudiera decirle algo más, ya la estaba abrazando; después se fue con algunos de sus amigos hacia el interior de la escuela. Valenzuela recargó la cabeza en el volante y vio el reloj. Faltaban siete horas para la salida.

Condujo más allá de su casa en dirección a una presa a 24 kilómetros de la ciudad, donde su terapeuta la había llevado en una ocasión para ayudarla a calmarse. Se estacionó cerca del lago, bajó la ventana del auto y abrió la aplicación de su teléfono para ver la ubicación de sus hijos. Caleb estaba en la escuela. Bella estaba en la escuela. Valenzuela sintió el viento en su rostro, cerró los ojos y llamó a Dean. “Creo que en realidad estoy bien”, dijo, pero un poco después recibió otra llamada. Era la dirección de la secundaria que la llamaba para hablar de Caleb. Querían que fuera de inmediato.

“¡Oh, no! ¿Qué pasó?”, preguntó, y empezó a conducir mientras un orientador intentaba explicarle lo ocurrido en las últimas horas. Caleb y un amigo habían hablado sobre un simulacro planeado, en el que algunas veces se les pide a los estudiantes dejar sus mochilas. Caleb le explicó que siempre necesitaba tener consigo la mochila. Otro estudiante escuchó lo que hablaban y preguntó por qué, a lo que Caleb respondió que necesitaba tener la mochila en caso de que hubiera un tiroteo en la escuela.

Algunos de sus compañeros —chicos de 11 años bien entendidos, nacidos en el año de Newtown y criados en la era de Parkland, Roseburg, Sutherland Springs, Las Vegas, Uvalde y decenas más— escucharon la conversación y se preguntaron qué podía haber en la mochila de Caleb que fuera esencial en caso de un tiroteo en la escuela. Uno de ellos se comunicó con uno de los padres y este, a su vez, habló con un maestro, así que ahora la administración estaba revisando la mochila de Caleb mientras él esperaba en la oficina de un orientador. Había intentado explicar que su madre era sobreviviente de un tiroteo en una escuela y la parte redondeada del escudo debía ir en su espalda… hasta que rompió en llanto.

Valenzuela llegó a la escuela y dejó su automóvil frente a la entrada. Corrió por el vestíbulo, abrazó a Caleb y, luego, se reunió con el director y el orientador. Le aseguraron que nadie estaba en dificultades y no era culpa de nadie. Caleb había obedecido a su madre y no soltó su mochila. Los otros estudiantes habían visto algo y lo dijeron. Los padres habían alertado a la escuela. La escuela había investigado una posible amenaza y, ahora, la investigación había concluido.

Esa era la realidad diaria del sistema escolar estadounidense, así que el director y el orientador le recomendaron ir a casa y que Caleb se quedara en la escuela. Lo abrazó de nuevo, regreso a su auto y llamó a Dean.

“En este momento, me siento muy muy mal”, le dijo.

“Lo sé. Te entiendo. Pero va a estar bien”, dijo Dean. “Solo tenemos que seguirlo diciendo: va a estar bien”.

“Quería traerlo a casa conmigo”, comentó. “Es mi tesoro. ¿Cómo esperan que sencillamente crea que va a estar bien?”.

“¿Qué nos queda?”, le respondió Dean. “Es la escuela”.

Brenda Valenzuela con la cabeza de su hijo Caleb entre las manos en su primer día de escuela en Helena, Montana, el 30 de agosto de 2023. (Erin Schaff/The New York Times)

Caleb Valenzuela se despide de su mamá, Brenda, en su segundo día de escuela en Helena, Montana, el 31 de agosto de 2023. (Erin Schaff/The New York Times)

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