De él a ella en primer grado

Reportajes Especiales - Lifestyle

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Cuando nuestro hijo cumplió 6 años, mi marido y yo le compramos un teatro de marionetas y un baúl de disfraces porque le gustaba montar obras de teatro. Llenamos el baúl con 20 artículos de Goodwill, en su mayoría ropa de adulto: corbatas, camisas, un gorro gris de paje y el chaleco de un traje sastre.

Pero no queríamos que su creatividad o la de sus compañeros de reparto se viera limitada por la falta de opciones de vestuario, así que también incluimos unos tacones altos, un sombrero rosa de paja, una deslumbrante falda de hadas y un brillante vestido verde sin mangas.

Estaba encantado con estos regalos. De inmediato, se puso el vestido verde. En cierto modo, nunca se lo quitó.

Durante un tiempo, solo se lo ponía cuando estábamos en casa y nada más cuando no había otras personas. Se ponía un pantalón corto y una camiseta si íbamos a salir a hacer alguna cosa o si teníamos visitas.

Cuando llegábamos a casa o los invitados se marchaban, volvía a ponerse el vestido verde brillante y me pedía que le anudara el cuello y el cinturón.

Con el tiempo, dejó de cambiarse de atuendo. Se ponía el vestido para ir al supermercado y cuando sus amigos lo visitaban en casa. Lo llevaba al parque y al lago. Se ponía pantalones cortos para ir de campamento y traje de baño para nadar, pero, el resto del tiempo, casi siempre llevaba el vestido puesto.

Mi marido y yo nunca fuimos de la opinión de que las niñas no debían llevar pantalones ni subirse a los árboles ni ensuciarse, ni de que los niños no debían tener el pelo largo ni jugar con muñecas ni gustarles el rosa, así que no nos alarmamos ni preocupamos mucho por el vestido. Pero el colegio estaba a punto de empezar y estábamos en una encrucijada.

Parecía razonable decir: “Ponte lo que te parezca cómodo para ir a la escuela. Si eso es lo que quieres llevar, no tienes por qué estar cambiándote de ropa”.

Pero también parecía razonable decir: “Los vestidos son solo para jugar en casa. Disfrazarse es divertido, pero no puedes ponértelo para asistir a primer grado”.

Lo primero tenía la ventaja de ser justo, un reflejo de nuestras creencias y lo que haría más feliz a nuestro hijo. Lo segundo tenía la ventaja de causar menos tensiones.

Así que le preguntamos: “¿Qué crees que harás con tu vestido cuando empiecen las clases dentro de un par de semanas?”. Le dijimos: “Necesitas ropa nueva para el nuevo curso escolar. ¿Qué deberíamos comprar?”.

Durante semanas, estuvo dudoso.

Entonces, un día antes de entrar a la escuela, halló la respuesta.

Más tarde supe que esto es algo muy común, que los niños que toman decisiones así suelen hacerlo cuando se ven obligados a hacerlo. Logran la claridad cuando se enfrentan a dos opciones no muy buenas.

Nuestro hijo podía ir a la escuela vestido con pantalones cortos y una camiseta y sentirse mal e incómodo y no ser él mismo. O podía llevar lo que le parecía bien y quizá enfrentarse a la ira de sus compañeros de primaria.

Cuando se levantó el último día de las vacaciones de verano, lo primero que dijo fue que quería llevar faldas y vestidos a la escuela.

“De acuerdo”, contesté, tratando de ganar tiempo, mientras mi cerebro se inundaba de todas las preocupaciones que aún no había expresado. “¿Qué crees que dirán los demás niños mañana si te ven usando un vestido?”.

“Dirán: ‘¿Eres niña o niño?’”, respondió. “Dirán: ‘No puedes llevar eso. Los chicos no usan vestidos’. Dirán: ‘Ja, ja, ja, eres tan tonto’“.

Me pareció que tenía razón. “¿Y cómo te hará sentir eso?”, le pregunté.

Se encogió de hombros y dijo que no lo sabía. Pero sí sabía, con certeza, lo que quería ponerse para ir al colegio al día siguiente, aunque también parecía saber lo que esa elección podría costarle.

Todavía no conocía a su nueva profesora, así que le avisé por correo electrónico, explicándole que esto llevaba tiempo ocurriendo; no era un simple capricho. Me contestó enseguida, sin inmutarse, y prometió apoyar a nuestro hijo “pase lo que pase”.

Entonces nos fuimos de compras. La falda de hadas y el vestido verde brillante eran para jugar. No tenía faldas ni vestidos apropiados para ir a la escuela

No quería renovar todo su guardarropa porque no sabía si esto iba a durar. Me imaginé un escenario en el que se ponía una falda el primer día, se burlaban de él y dejaba de usarla. Me imaginé otro en el que se cansaba de usar faldas y a partir de entonces usaba pantalones con alegría todos los días. Pero, en el fondo, estaba bastante segura de que las faldas habían llegado para quedarse.

El primer día de escuela cayó en miércoles, así que compramos tres conjuntos para pasar la semana. Tres faldas escolares. Tres camisetas escolares. Un par de sandalias blancas.

En el viaje de vuelta a casa, pregunté: “¿Qué les dirás a los niños si te dicen las cosas que crees que dirán?”.

“No lo sé”, admitió.

Así que decidimos pensarlo juntos. Hicimos un juego de roles. Practicamos decir: “Si las chicas pueden llevar pantalones o faldas, los chicos también”. Practicamos decir: “Ponte lo que te resulte cómodo. Esto es lo que a mí me parece cómodo”. Practicamos formas educadas de sugerir que no se metan en lo que no les importa.

“¿Estás seguro?”, le pregunté. Se lo pregunté mientras estaba detrás de mí en su asiento del auto para que no viera lo asustada que estaba. Se lo pregunté casualmente mientras hacíamos mandados para que no pareciera que estaba preocupada.

“Estoy seguro”, dijo. Desde luego, parecía seguro. Al menos uno de nosotros lo estaba.

La pregunta que no podía dejar de hacerme era: ¿amamos mejor a nuestros hijos protegiéndolos a toda costa o apoyándolos incondicionalmente? ¿Amar significa decir: “Nada, ni siquiera tu felicidad, es tan importante como tu seguridad”? ¿O significa decir: “Sé quien eres, y yo amaré a esa persona pase lo que pase”?

No podía hacerle esas preguntas a mi hijo. Pero a la mañana siguiente le pregunté una vez más: “¿Estás seguro?”.

Lo cual era ridículo, dado que se había levantado antes del amanecer para ponerse la falda, la playera y las sandalias nuevas y estaba sonriendo, radiante, de alegría.

Le pusimos unos pasadores en su pelo muy corto y le tomamos las tradicionales fotos del primer día de clase. Están un poco borrosas porque estaba demasiado emocionado para quedarse quieto, pero no importa porque esa sonrisa alegre es todo lo que se nota de todos modos.

Mi marido y yo respiramos hondo y lo llevamos a la escuela. Mi hijo, por su parte, parecía fluir sin problemas, despreocupado. Habiendo decidido, estaba seguro.

Las cosas que me imaginaba que iban a ocurrir eran de categorías opuestas, pero ambas se produjeron. Muchos niños no se dieron cuenta, no les importó o se quedaron mirando brevemente antes de seguir con su día. Pero hubo algunos que lo molestaron en el patio y en los pasillos, que se burlaban o presionaban, que se tapaban la boca y se reían y señalaban y no se dejaban convencer por nuestras respuestas tan cuidadosamente ensayadas.

Aquello duró más de lo que yo esperaba, pero terminó casi por completo al cabo de un mes.

Al final de esa primera semana, cuando mi hijo se había acostado para dormir, el viernes por la noche, parecía que algo le molestaba: estaba lloroso, malhumorado e irritable. No podía o no quería decirme cuál era el problema. Tenía los ojos húmedos, los puños apretados y la cara desencajada.

Lo arropé y le di un beso de buenas noches. Volví a preguntarle cuál era el problema. Volví a preguntarle qué podía hacer yo. Le dije que no podía ayudarle si no me decía qué le pasaba. Al final, le susurré: “No tienes que seguir llevando faldas ni vestidos a la escuela, ¿sabes? Si los niños se portan mal, si te sientes incómodo, puedes volver a usar pantalones cortos y camisetas”.

Se recuperó de inmediato, se sentó, le cambió la cara, dejó de llorar y se le iluminaron los ojos. “No, mamá”, me reprendió. Me gustaría poder decir que lo hizo con dulzura, pero su tono era más bien de “No digas tonterías”. “Ya lo he decidido”, dijo. “Ya nunca pienso en eso”.

Habían pasado tres días.

Pero también era cierto. Ya lo había decidido. Ya no pensaba en eso. Y él, ella, nunca miró atrás. Se dejó crecer el pelo. Dejó de decirle a la gente que era un chico con falda y empezó a ser una chica con falda.

Y nosotros, como familia, decidimos ser abiertos y honestos al respecto, celebrando su historia en lugar de ocultarla.

Ya han pasado dos años y nuestra hija se sigue poniendo el vestido verde de vez en cuando, para disfrazarse y para hacer obras de teatro, como nos la imaginábamos en un principio. Ahora que puede ser quien es por dentro y por fuera, tanto entre semana como los fines de semana, en casa y en todas partes, el vestido verde brillante ha vuelto a ser solo un disfraz.

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