Levanta el vuelo gracias a un motor de cohete. Puede volar una distancia igual al ancho de China. Tiene un diseño sigiloso y es capaz de transportar misiles que pueden llegar a objetivos enemigos mucho más allá de su alcance visual.
Sin embargo, lo que en verdad distingue al avión experimental sin piloto XQ-58A Valkyrie de la Fuerza Aérea es que lo dirige una inteligencia artificial, con lo cual se ubica en la vanguardia de los intentos del Ejército estadounidense por aprovechar las capacidades de una tecnología emergente cuyos enormes beneficios potenciales son atenuados por inquietudes profundas en torno a la cantidad de autonomía que se le puede dar a un arma letal.
El Valkyrie, en esencia un dron de última generación, es un prototipo de algo que la Fuerza Aérea espera que se convierta en un complemento potente de su flotilla de aviones de combate tradicionales, pues los pilotos humanos podrán desplegar en combate un enjambre de compañeros robots muy capaces. Su misión es combinar la inteligencia artificial y sus sensores para identificar y evaluar las amenazas enemigas y luego, después de una autorización humana, dar el golpe de gracia.
Un día reciente, en la Base de la Fuerza Aérea Eglin, en la costa del golfo de Florida, el mayor Ross Elder, un piloto de pruebas de 34 años originario de Virginia Occidental, se preparaba para un ejercicio en el que iba a pilotear su caza F-15 junto al Valkyrie.
“Es una sensación muy extraña”, opinó Elder, mientras otros miembros del equipo de la Fuerza Aérea se preparaban para probar el motor del Valkyrie. “Estoy volando sobre el ala de algo que toma sus propias decisiones. Y no es un cerebro humano”.
El programa Valkyrie permite vislumbrar cómo los rápidos avances tecnológicos están modificando, quizás irrevocablemente, el negocio armamentístico de Estados Unidos, su cultura militar, sus tácticas de combate y la competencia con naciones rivales.
La aparición de la inteligencia artificial está ayudando a engendrar una nueva generación de contratistas del Pentágono que buscan socavar, o al menos perturbar, la primacía de años que tiene el puñado de empresas gigantescas que les suministran aviones, misiles, tanques y barcos a las Fuerzas Armadas.
La posibilidad de construir flotillas de armas inteligentes, pero relativamente baratas que se podrían desplegar en grandes cantidades permite que los funcionarios del Pentágono consideren nuevas maneras de enfrentarse a las fuerzas enemigas.
También los obliga a enfrentar cuestionamientos sobre el papel que deben desempeñar los humanos en los conflictos que se libren con softwares escritos para matar.
Y ganar y mantener una ventaja en la inteligencia artificial es un elemento de una carrera cada vez más abierta con China por la superioridad tecnológica en seguridad nacional.
Después de décadas de construir cada vez menos aviones de combate a un costo cada vez mayor —el caza F-35 cuesta 80 millones de dólares por unidad—, la Fuerza Aérea ahora tiene la flotilla más pequeña y antigua de su historia.
Aquí se incorporará la nueva generación de drones con inteligencia artificial, conocidos como aviones de combate colaborativos. La Fuerza Aérea planea construir entre 1000 y 2000 de ellos por tan solo 3 millones de dólares cada uno o una fracción del costo de un avión caza avanzado, por eso gente de la Fuerza Aérea llama al programa “masa asequible”.
Habrá varios tipos especializados de estos aviones robot. Algunos se enfocarán en misiones de vigilancia o reabastecimiento, otros volarán en enjambres de ataque y otros servirán como “compañeros leales” de un piloto humano.
Por ejemplo, los drones podrían volar enfrente de aviones de combate con pilotos, para realizar una vigilancia temprana de alto riesgo. También podrían desempeñar un papel importante en la inhabilitación de las defensas aéreas enemigas, al arriesgarse a derribar objetivos de misiles terrestres que se considerarían demasiado peligrosos para un avión pilotado por un ser humano.
La inteligencia artificial —una versión más especializada del tipo de programación que ahora es popular por impulsar a los chatbots— reuniría y evaluaría la información de sus sensores a medida que se acerque a las fuerzas enemigas para identificar otras amenazas y objetivos de alto valor y le pedirá autorización al piloto humano antes de lanzar cualquier ataque con sus bombas o misiles.
Los más baratos se considerarán prescindibles, es decir que tal vez solo tendrán una misión. El más sofisticado de estos aviones robot podría costar hasta 25 millones de dólares, según un estimado de la Cámara de Representantes, lo cual seguiría siendo mucho menos que un avión de combate pilotado.
“¿Es una solución perfecta? Nunca hay una solución perfecta cuando se mira hacia el futuro”, opinó el general de división R. Scott Jobe, quien hasta este verano estuvo a cargo de formular los requisitos para el programa de combate aéreo, pues la Fuerza Aérea trabaja para incorporar la inteligencia artificial en sus aviones de combate y drones.
“Pero puedes plantearles dilemas a adversarios potenciales y uno de esos dilemas es la masa”, comentó Jobe en una entrevista en el Pentágono, para referirse al despliegue de grandes cantidades de drones contra fuerzas enemigas. “Puedes aportar masa al espacio de batalla con la posibilidad de que participe menos gente”.
La iniciativa representa el inicio de un cambio radical en la manera en que la Fuerza Aérea compra algunas de sus herramientas más importantes. Después de décadas en las que el Pentágono se ha enfocado en comprar equipo hecho por contratistas tradicionales como Lockheed Martin y Boeing, el énfasis se está desplazando hacia el software que puede mejorar las capacidades de los sistemas de armas, lo cual ha creado una apertura para que las nuevas empresas tecnológicas tomen partes del enorme presupuesto de adquisiciones del Pentágono.
“Las máquinas de hecho recurren a los datos y luego crean sus propios resultados”, afirmó el general de brigada Dale White, el funcionario del Pentágono que ha estado a cargo del nuevo programa de adquisiciones.
La Fuerza Aérea sabe que también debe confrontar inquietudes complejas sobre el uso militar de la inteligencia artificial, ya sea el temor a que la tecnología pueda volverse contra sus creadores humanos (como Skynet en la serie de películas “Terminator”) o las dudas más inmediatas en torno a permitir que los algoritmos guíen el uso de la fuerza letal.
“Se está rebasando una línea moral al subcontratar a máquinas para matar, al permitir que unos sensores de computadora, y no seres humanos, acaben con vidas humanas”, afirmó Mary Wareham, directora de apoyo de la división de armamento de Human Rights Watch, la cual está presionando para que se impongan límites internacionales a las denominadas armas autónomas letales.
Una política del Pentágono que se acaba de corregir sobre el uso de la inteligencia artificial en los sistemas de armas permite el uso autónomo de la fuerza letal… pero primero un panel militar especial debe revisar y aprobar cualquier plan particular para construir o desplegar un arma de este tipo.
“Es una responsabilidad impresionante”, admitió el coronel Tucker Hamilton, jefe de Pruebas y Operaciones de Inteligencia Artificial de la Fuerza Aérea, quien también ayuda a supervisar las tripulaciones de las pruebas de vuelo en la Base de la Fuerza Aérea Eglin y señaló que “la narrativa distópica y la cultura pop han creado una especie de frenesí” en torno a la inteligencia artificial.
“Tan solo debemos conseguirlo de manera metódica, deliberada y ética: con pasos pequeños”, afirmó.
Según explicaron altos funcionarios del Pentágono, los humanos seguirán desempeñando un papel central en la nueva visión de la Fuerza Aérea, pero cada vez más será común que trabajen en equipo con ingenieros de software y expertos en aprendizaje automático, quienes perfeccionarán todo el tiempo los algoritmos que rigen el funcionamiento de los compañeros robots que volarán a su lado.
Casi todos los aspectos de las operaciones de la Fuerza Aérea tendrán que corregirse para adaptarse a este cambio. Es una tarea que hasta este verano se les había confiado en gran medida a White y Jobe.
El Pentágono ya ha invertido varios años en la construcción de prototipos como el Valkyrie y el software que lo controla. No obstante, el experimento se está convirtiendo en un programa oficial, es decir que, si el Congreso lo aprueba, se destinarán cantidades importantes de dinero de los contribuyentes a la compra de los vehículos: un total de 5800 millones de dólares en los próximos cinco años, según el plan de la Fuerza Aérea.
En 1947, Chuck Yeager, en aquel entonces un joven piloto de pruebas de Myra, Virginia Occidental, se convirtió en el primer humano en volar más rápido que la velocidad del sonido.
Setenta y seis años después, otro piloto de pruebas de Virginia Occidental se ha convertido en uno de los primeros pilotos de la Fuerza Aérea en volar junto a un dron de combate autónomo potenciado por inteligencia artificial.
Elder, un hombre alto, desgarbado y con un ligero acento de los Apalaches, voló el mes pasado su F-15 Strike Eagle a menos de 300 metros del XQ-58A Valkyrie experimental y observó de cerca, como un padre que corre al lado de un niño que aprende a andar en bicicleta, cómo el dron volaba por sí solo y alcanzaba ciertas velocidades y altitudes asignadas.
Las pruebas funcionales básicas del dron tan solo fueron la preparación para el verdadero espectáculo, en el que el Valkyrie va más allá del uso de herramientas avanzadas de piloto automático y comienza a probar las capacidades de combate de su inteligencia artificial. En una prueba programada para más adelante este mismo año, se le pedirá al dron de combate que elabore su propia estrategia para una misión en la que perseguirá y luego matará a un objetivo enemigo simulado mientras sobrevuela el golfo de México.
En Eglin, una de las mayores bases de la Fuerza Aérea en el mundo, se ha reunido un equipo poco habitual de civiles y funcionarios de la Fuerza Aérea. Entre ellos se encuentran la capitana Rachel Price, de Glendale, Arizona, quien está terminando un doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts sobre aprendizaje automático extenso, y el mayor Trent McMullen, de Marietta, Georgia, quien tiene una maestría en aprendizaje automático por la Universidad de Stanford.
Una de las cosas que Elder vigila es cualquier discrepancia entre las simulaciones que se realizan por computadora antes del vuelo y las acciones del dron cuando está en el aire —lo llaman un problema de “simulación a realidad”— o, incluso más preocupante, cualquier señal de “conducta emergente”, en la que el dron robot pudiera actuar de manera perjudicial.
Según Elder y otros pilotos, la parte más difícil de esta tarea es la construcción de una confianza vital, un elemento central del vínculo entre un piloto y su compañero: sus vidas dependen el uno del otro y cómo reaccione cada uno. Esto también les preocupa en el Pentágono.
Las autoridades estiman que el desarrollo de un sistema basado en inteligencia artificial para el combate aéreo tardará entre cinco y diez años. Los comandantes de la Fuerza Aérea están presionando para acelerar el proceso… pero reconocen que la velocidad no puede ser el único objetivo.
“No lo conseguiremos de inmediato, pero llegaremos”, afirmó Jobe. “Está avanzado y mejora cada día a medida que se siguen entrenando estos algoritmos”.
© The New York Times 2023