Medio siglo después del golpe, Chile lanza una búsqueda de sus desaparecidos

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En el régimen de Pinochet, 1469 personas fueron desaparecidas. Hasta ahora, solo 307 han sido halladas e identificadas. El gobierno de Gabriel Boric implementó un plan para hallar a más víctimas.

Treinta y seis años después del secuestro y desaparición de Fernando Ortíz, en 2012, su familia finalmente recibió sus restos: cinco fragmentos de hueso en una caja.

Ortíz, un profesor universitario de 50 años, fue secuestrado durante la dictadura del general Augusto Pinochet en 1976. Tras una redada, lo juntaron con otros dirigentes comunistas de Chile y lo enviaron a un centro de tortura tan secreto que durante tres décadas nadie supo de su existencia.

Nadie salió vivo del centro clandestino Simón Bolívar, una casona ubicada en una zona rural al este de la capital que estaba a cargo de la Dirección de Inteligencia Nacional del régimen (DINA). No hubo testigos ni sobrevivientes que aclararan el destino de los detenidos. Durante décadas, solo hubo un silencio ensordecedor.

Ortíz fue una de las 1469 personas que desaparecieron durante el régimen militar chileno entre 1973 y 1990. Solo 307 de ellas han sido encontradas e identificadas.

Ahora, en vísperas del 50 aniversario del golpe de Estado que derrocó a una de las democracias más estables de América Latina e instauró una dictadura de 17 años que encarceló, torturó y asesinó a miles de opositores, Chile lanzó un plan nacional de búsqueda para localizar a los desaparecidos restantes.

“La justicia ha tardado demasiado”, dijo el presidente de Chile, Gabriel Boric, en una ceremonia el miércoles en la que firmó un decreto presidencial para reglamentar el plan. “Esto no es un favor a las familias, es un deber con la sociedad entera en entregar la respuesta que el país merece y necesita”.

La medida representa la primera vez desde el final del régimen de Pinochet que el gobierno chileno intenta encontrar a los desaparecidos, un esfuerzo que hasta ahora había recaído en gran medida en los familiares sobrevivientes, en su mayoría mujeres que protestaron, hicieron huelgas de hambre y llevaron sus casos a los tribunales. Hasta ahora, solo a través de estos casos judiciales se han identificado algunos de los sitios de entierro.

“El Estado los apartó de sus familias y es el Estado el que se tiene que hacer responsable de la reparación, sancionar a los responsables y sostener la búsqueda”, dijo Luis Cordero, ministro de Justicia y Derechos Humanos de Chile, en una entrevista con The New York Times.

Dos tíos abuelos de Cordero fueron secuestrados en 1973 y nunca fueron encontrados.

Otros países sudamericanos que fueron gobernados por regímenes militares en las décadas de 1970 y 1980 han tenido un éxito desigual en la recuperación de los restos de sus desaparecidos. Los equipos forenses de Argentina recuperaron más de 1400 cadáveres o restos e identificaron a 800 de ellos. En Brasil, los esfuerzos por encontrar a 210 personas desaparecidas han tenido escasos resultados. El organismo paraguayo encargado de encontrar e identificar a sus 336 desaparecidos solo ha conseguido los restos de 34 personas.

El plan centralizará y digitalizará los enormes volúmenes de expedientes judiciales y otros archivos que están dispersos en organismos gubernamentales y organizaciones de derechos humanos, y utilizará un software especial para cruzar la información. También financiará la exploración de lugares donde puedan estar enterradas víctimas, o donde las excavaciones lleven años pendientes por falta de financiamiento.

En general, conseguir justicia para los muertos o desaparecidos ha sido un proceso largo y doloroso.

Durante décadas, el sistema judicial chileno estuvo paralizado por una ley de amnistía de la época de Pinochet que impedía procesar a los responsables de abusos contra los derechos humanos cometidos entre 1973 y 1978. No fue hasta el año 2000 cuando el poder judicial dejó de usarla para desestimar casos, y se nombraron jueces especiales para investigar estos crímenes. Hasta enero de 2023, la Corte Suprema ha dictado unas 640 sentencias, enviando a prisión a cientos de personas, y cuenta con 17 jueces dedicados en exclusiva a casi 1500 casos.

A menudo, las familias de las víctimas tardaron años en reconocer que los desaparecidos nunca volverían.

“La idea de la muerte va entrando de a poco”, dijo María Luisa Ortíz, hija de Fernando Ortíz y actual jefa de colecciones e investigación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago, la capital de Chile.

Las familias saben que las probabilidades de encontrar a los desaparecidos son escasas. En 1978, cuando se descubrieron los restos de 15 desaparecidos en un horno de cal abandonado, el general Pinochet ordenó a los militares exhumar a cientos de víctimas enterradas en secreto por todo el país y deshacerse de ellas definitivamente. Los cuerpos fueron arrojados al océano o a los volcanes. Otros fueron explotados o incinerados. La mayor parte de lo que se ha descubierto son fragmentos de huesos, dientes y jirones o pedazos de ropa.

Pinochet entregó el poder en 1990, pero siguió al frente del ejército de Chile hasta 1998. Más tarde, ese mismo año, fue arrestado en Londres para enfrentar en España cargos por abusos a los derechos humanos. Eventualmente fue liberado y enviado a Chile por su mal estado de salud. Pinochet vivió en relativo aislamiento sus últimos años y falleció en 2006.

Los esfuerzos para implementar el plan de Boric están en marcha. Los expertos forenses han empezado a excavar nuevos sitios. El poder judicial ha empezado a digitalizar sus archivos de derechos humanos. Una nueva directora del servicio médico legal nacional de Chile, que conserva 896 muestras de ADN de los familiares de los desaparecidos, espera revertir la negligencia que la ha plagado en el pasado.

A mediados de la década de 1990, la morgue identificó erróneamente 48 de los 96 restos descubiertos en fosas comunes de Santiago y admitió el error una década después. Por otra parte, no fue sino hasta este año que las familias de las víctimas se enteraron de que 89 cajas de cartón con restos recuperados en las excavaciones de 2001 llevaban más de dos décadas escondidas en el sótano de una universidad, sin ser analizadas. Este año, según Cordero, las cajas se organizaron y clasificaron, y parte de su contenido se ha enviado a laboratorios extranjeros.

En el proyecto de Boric falta un plan para obtener información de las fuerzas armadas o de los militares que cumplen condena. Solo unos pocos agentes condenados, que enfrentan enfermedades terminales o están en su lecho de muerte han proporcionado nuevos datos, dijo Cordero

“El plan nos tiene que permitir tener información sobre los responsables” dijo la diputada Lorena Pizarro, hija de un dirigente comunista secuestrado en 1976 y expresidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. “¿Y quién tiene la información? Tenemos que hacernos cargo de que en las Fuerzas Armadas está la información, y ya está bueno de decir que no existe”.

Las fuerzas armadas nunca han entregado sus archivos de la época de la dictadura, al asegurar que ya no existen. Algunos, que fueron convertidos a microfilm en los años 70, fueron incinerados en el 2000. Los militares solo proporcionan datos específicos a los tribunales cuando se les solicita, pero no se ha tomado ninguna medida para recuperar todos sus archivos.

Nelson Caucoto, un abogado de derechos humanos que ha trabajado en cientos de casos, dice que cree que la clave está en acercarse a antiguos agentes de bajo rango, reclutas y colaboradores civiles. Es posible que no sepan los nombres de las personas que mataron, dice, pero sí pueden recordar dónde las enterraron

“El Estado debe ir activamente hacia los agentes, buscarlos en sus casas”, dijo. “Hay agentes absolutamente abandonados, a veces viviendo en la pobreza y fuera del control de la institución. Ellos son vulnerables y en su vejez, están más propensos a arrepentirse, a revelar secretos”.

Pero incluso con la participación del gobierno, el proceso de búsqueda e identificación de las víctimas podría llevar muchos años más.

En 2001, el Ejército chileno reveló información que condujo a excavaciones en Cuesta Barriga, una zona montañosa al oeste de la capital. Ortíz y otros familiares estuvieron en el lugar los 90 días que duraron las excavaciones, mientras se descubrían fragmentos de restos.

“Fue un shock brutal”, dijo Ortíz. “Nunca nadie se imaginó que íbamos a encontrar pequeños pedacitos. Nos imaginamos encontrar un cuerpo entero”.

Más tarde, en 2006, un guardia de la DINA del cuartel Simón Bolívar reveló la existencia del centro clandestino y describió con lujo de detalles las torturas que allí sufrieron los prisioneros

Ortíz fue apaleado hasta la muerte, según supo su familia. Su cuerpo destrozado, junto con otros, fue arrojado al pozo de una mina en Cuesta Barriga. Otros cuerpos fueron arrojados al océano Pacífico desde helicópteros.

Pasaron 12 años hasta que se identificaron los casi 200 fragmentos óseos y pedacitos de ropa encontrados en Cuesta Barriga, incluidos los de Ortíz. El proceso judicial tardó aún más. En junio, 47 años después de las desapariciones, la Corte Suprema de Chile emitió su fallo definitivo: hasta 20 años de prisión para 37 agentes del cuartel Simón Bolívar

“Pasé prácticamente toda la vida metida en el horror”, dijo Ortíz, que durante 47 años estuvo inmersa en documentos judiciales y organizaciones de derechos humanos. “Nada repara el daño. Te pasan cinco pedacitos de hueso y eso es tu papá. Para mí, siempre sigue de alguna manera desaparecido. No cierra nada. Es muy tardío”.

Laurence Blair colaboró con reportería desde Asunción, Paraguay, y Flávia Milhorance desde Río de Janeiro.

Laurence Blair colaboró con reportería desde Asunción, Paraguay, y Flávia Milhorance desde Río de Janeiro.

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