Ecuador está en crisis, pero hay maneras de salir

La ola de violencia que vive el país no se resolverá si los políticos siguen divididos y e debate público continúa polarizado

Guardar
Pedro Briones
Pedro Briones

Pedro Briones, candidato al Congreso y líder político en Ecuador, fue asesinado el lunes. El ataque se produjo a unos días de que Fernando Villavicencio, candidato presidencial y firme crítico de la corrupción, fuera asesinado al salir de un mitin de campaña en Quito, la capital del país. Las muertes, tan cercanas a las elecciones generales de Ecuador previstas para el domingo, han conmocionado a los ecuatorianos y han suscitado la condena mundial. La ola de violencia demuestra que nadie, ni siquiera un candidato presidencial, está a salvo en Ecuador.

Christian Zurita, periodista de investigación, excolega y amigo cercano de Villavicencio, será su reemplazo en la contienda. Y aunque lo que sucederá el domingo es incierto, algo está claro: la intensa polarización política de Ecuador no ayudará a resolver esta crisis.

El homicidio de Briones está siendo investigado y seis ciudadanos colombianos fueron detenidos en conexión con el homicidio de Villavicencio. La manera en que el sistema de justicia penal ecuatoriano gestione las investigaciones en curso será una prueba de fuego para el país.

Los políticos ecuatorianos y sus aliados internacionales deberán reunir la voluntad política y los recursos necesarios para llevar a cabo una investigación seria e independiente de los asesinatos. Si las autoridades se limitan a procesar a unos cuantos sicarios y dejan las cosas como están, las organizaciones criminales se atreverán a más. Pero si toman el camino más largo y difícil —descubrir y llevar ante la justicia a los autores intelectuales de los homicidios y sacar a la luz los vínculos del crimen organizado con partes del Estado—, puede que el país tenga una vía para no caer en el abismo.

Homenaje en el Centro de Exposiciones de Quito después de que Villavicencio fuera asesinado durante un acto de campaña, en Quito (REUTERS)
Homenaje en el Centro de Exposiciones de Quito después de que Villavicencio fuera asesinado durante un acto de campaña, en Quito (REUTERS)

Como politólogo especializado en América Latina, he vivido y trabajado en países como Colombia y Guatemala, donde hace décadas las pandillas y los grupos de delincuencia organizada empezaron a sembrar el caos a medida que se hacían más poderosos. Aunque Ecuador había logrado eludir la violencia impulsada por el narcotráfico y los conflictos armados internos que asolaron a sus vecinos sudamericanos durante la segunda mitad del siglo XX, tiene todas las características para convertirse en un paraíso para los narcotraficantes. El país se encuentra ubicado entre Perú y Colombia, los dos mayores productores de hoja de coca en el mundo. Además, desde el año 2000, la economía ecuatoriana usa dólares como moneda legal, lo que la hace atractiva para el lavado de dinero.

La desmovilización en 2017 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que durante mucho tiempo controlaron las rutas de narcotráfico ecuatorianas, creó un vacío que los nuevos cárteles y pandillas intentan llenar. A principios de este año, fui testigo de cómo la violencia está reescribiendo las reglas de la vida cotidiana ecuatoriana. La tasa de homicidios de Ecuador es ahora la cuarta más alta de América Latina y la extorsión ha aumentado a un ritmo alarmante. Como consecuencia, las calles, antes llenas de vida, lucen inquietantemente vacías y los comercios han empezado a cerrar más temprano. Un día, vi cómo un comerciante y sus clientes se agolpaban alrededor de un teléfono para ver y aplaudir videos de justicia por mano propia contra presuntos pandilleros. Muchas personas con las que hablé me contaron que planeaban migrar. Desde octubre, más de 77.000 ecuatorianos han llegado a la frontera entre México y Estados Unidos, un aumento de casi ocho veces desde 2020.

Los desatinos políticos han dejado a Ecuador mal equipado para hacer frente a la espiral de violencia. Rafael Correa, presidente entre 2007 y 2017, cometió los primeros errores importantes. Es cierto que algunas medidas implementadas por su gobierno ayudaron a reducir los homicidios a niveles bajos. Pero Correa también eliminó la unidad policial de investigaciones especiales, cerró una base militar estadounidense que suministraba equipo para vigilar su espacio aéreo y sus vastas aguas territoriales y duplicó la población carcelaria, lo que creó un caldo de cultivo para las pandillas. Sus sucesores también cometieron errores garrafales.

Durante el gobierno del expresidente Lenín Moreno funcionarios en los poderes ejecutivo y judicial que habían sido nombrados por Correa fueron destituidos, y un referendo reinstauró los límites a los mandatos presidenciales eliminados por su predecesor. El poder judicial abrió investigaciones por corrupción durante los años de Correa y la polarización estalló entre los correístas, que afirmaban ser víctimas de una justicia politizada, y sus opositores, como Moreno, que sostenían que estaban reconstruyendo los pesos y contrapesos democráticos erosionados durante la presidencia de su antecesor. Mientras se gestaba esta lucha política, las pandillas convirtieron las cárceles sobrepobladas en sus centros de mando y empezaron a infiltrarse en las instituciones gubernamentales y las fuerzas armadas.

Guillermo Lasso, el actual presidente, libra una batalla con los seguidores de Correa en la Asamblea Nacional, que Lasso disolvió por decreto en mayo. También ha decretado diversos estados de emergencia e incluso desplegó soldados en las calles para combatir a las pandillas y los carteles. Sin embargo, el control de los grupos criminales sobre el país solo ha aumentado. Resulta inquietante que el cuñado de Lasso, quien fue uno de sus asesores cercanos, esté siendo investigado por presuntos vínculos con la mafia albanesa. En marzo, un empresario implicado en el caso fue encontrado muerto.

El auge de la delincuencia en Ecuador es transnacional, pues los cárteles mexicanos, grupos colombianos y venezolanos, así como la mafia albanesa compiten por controlar el narcotráfico en el país y debilitar al Estado. Para frenar el poder de la delincuencia organizada y la violencia, las autoridades deben erradicar la corrupción, investigar los vínculos con los políticos locales y nacionales y perseguir a sus lavadores de dinero y contactos en el Estado.

Esto es mucho pedir para un país cuyas instituciones están cada vez más cooptadas por la delincuencia. Requerirá la cooperación permanente y el valor de la policía, los fiscales, los jueces y los políticos del país. Pero ya se ha hecho antes. Colombia podría ser un ejemplo a seguir. A partir de 2006, el gobierno de ese país empezó a tomar medidas para investigar, procesar y condenar a más de 60 miembros del Congreso que ayudaron e instigaron a los paramilitares narcotraficantes.

El presidente Lasso invitó al FBI y a la policía colombiana a colaborar en la investigación del asesinato de Villavicencio. Es un buen primer paso, pero para que la iniciativa de verdad sea eficaz, la cooperación en este caso y en otros debe continuar durante el próximo gobierno y más allá, independientemente de quién gane este domingo.

Los líderes ecuatorianos deben resistir la tentación de dejar la lucha contra la delincuencia solo en manos del ejército o de solo usar las armas para derrotar a los cárteles y las pandillas. Este enfoque ha demostrado ser ineficaz en países como México y muchas veces ha empeorado la violencia. En cambio, los dirigentes ecuatorianos deben apoyar a fiscales, jueces y policías independientes.

Las fuerzas armadas de Ecuador, una de las instituciones de mayor confianza en el país, no están diseñadas para dirigir investigaciones penales, seguir el rastro del lavado de dinero ni denunciar a los funcionarios corruptos. Esas tareas corresponden a las instituciones civiles, como la policía y el poder judicial. Aunque estas instituciones no son inmunes a la corrupción y la politización entre sus filas, todavía pueden reencauzarse.

La polarización ha abierto profundas brechas entre los partidarios de Correa y sus opositores, incluido Villavicencio. En la última semana, los políticos de ambos bandos se han culpado unos a otros del deterioro de la seguridad. Para avanzar, deben unirse en torno a un objetivo común: investigar los vínculos de los grupos criminales con los servidores públicos sin tratar de proteger a los miembros de su propio bando. Quienquiera que gane las elecciones presidenciales debe mirar más allá de las divisiones políticas y poner al país por encima del partido.

El asesinato de Villavicencio marca un punto de inflexión. Pero aún hay tiempo para actuar antes de que el país siga avanzando por el camino que han recorrido Colombia y México. Es lo que Villavicencio habría querido.

© The New York Times 2023

Seguir leyendo:

Guardar