Lo admito: si nunca más tengo que ver una cosa más de mercancía rosa de “Barbie”; si nunca más recibo un correo electrónico sobre cómo “Barbieficar” mi guardarropa o para celebrar la colección Zara x Barbie o la colección Balmain x Barbie y “Las sombras rosas imprescindibles” de Privé Revaux, o de avisos de que se aproxima una “manía por el rosa”; si nunca más tengo que escribir “Barbie” en la barra de búsqueda de Google para encontrarme con una página de resultados rosa y con fuegos artificiales rosas, seré feliz.
Sé que tal vez no sea una opinión popular. Pero después de todo un año de campaña (fue en junio de 2022 cuando se publicaron esas fotografías de Margot Robbie y Ryan Gosling con sus trajes neón para patinar), después de 100 colaboraciones oficiales con marcas en lo que Variety denominó la “maquinaria publicitaria rosa” y después del clímax del fin de semana de estreno, en el que “Barbie” recaudó más dinero que cualquier película de una mujer directora en la historia (prepárense para una marea de artículos sobre el poder del “monedero rosa”) y los espectadores inundaron los cines con su propio rosa Barbie, me estoy ahogando en rosa. Estoy empapada de rosa.
Estoy lista para tomar Pepto-Bismol y curarme de tanto rosa, lo malo es que también es rosa.
Entiendo por qué Issa Rae —¡la mismísima Barbie Presidenta!— en la gira promocional previa a la huelga de actores, anunció que pensaba “quemar” todo su rosa. Y no puedo evitar preguntarme si, una vez que se disipe el entusiasmo por la película, veremos el periodo rosa de Barbie como una especie de alucinación masiva de la moda. Si es que, en la carrera desenfrenada por adorar el color y reivindicarlo como un triunfo del feminismo irónico, el entusiasmo por Barbie ha sembrado las semillas de la destrucción del rosa.
No siempre fue así. Al principio, el regreso del rosa Barbie fue emocionante, en un sentido conceptual, posmoderno y kitsch; una forma de replantear la relación con el rosa que había sido envenenada por la mercadotecnia de los estereotipos de género desde los años setenta.
Hay una razón por la que la portada del libro de David Batchelor publicado en el año 2000 “Chromophobia”, donde postula que a lo largo de la historia este color se ha considerado femenino y antintelectual, es rosa Barbie.
“El rosa es el color más controversial en la historia de la moda”, afirmó Valerie Steele, directora del Museo del Instituto de Tecnología de la Moda y autora de “Pink: the History of a Punk, Pretty, Powerful Color”. “Tiene muchos significados contradictorios. Ha entrado en nuestro torrente sanguíneo como un virus y no dejan de surgir variantes nuevas”.
Fue como si la película “Barbie” pregonara la tercera fase de la troika histórica. Primero llegó el rosa milénial, ese reconfortante rosa pálido que reflejaba una nostalgia generacional y de ambos sexos por la inocencia acogedora de la infancia. Luego llegó el rosa del “pussy hat”, un rosa rebelde, brillante, de protesta femenina. Y ahora, el rosa Barbie, el rosa más artificial, comercializado, casi vulgar e inconfundible de todos: el número 219 de la paleta de colores de Pantone.
Se trata de un rosa que, según Leatrice Eiseman, directora ejecutiva del Pantone Color Institute, “se considera un ‘rosa vivo’, un descendiente cercano del ‘color madre’, el rojo, que toma parte del dinamismo, la energía y el aspecto dramático del rojo, pero suavizado para que no resulte tan agresivo”. Además, dijo, es un rosa “imposible de ignorar”.
Al celebrarlo porque celebra la realidad poliédrica de las mujeres, la película lo impregna de un nuevo significado: del “girl power” en su versión más trillada y cursi al “girl power” en su versión más compleja. Incluso aquellas de nosotras que nunca hemos amado realmente dicho color, en lo que respecta a nuestro vestuario, podemos apreciar la ironía y aplaudirla.
Pero ese significado ha quedado ahogado en la avalancha de mercadotecnia que se ha desatado. Empieza a sentirse como una explotación del rosa. Cuando incluso los políticos ven el rosa como una herramienta estratégica, ya sea Gretchen Whitmer y su “Barbie Gobernadora” o Kyrsten Sinema y su Twitter (publicó dos fotos suyas en rosa intenso y con anteojos para demostrar su capacidad de encarnar el “Barbenheimer”), tal vez sea hora de una desintoxicación. Después de todo, en la película salen otros colores: amarillo mantequilla, azul celeste, todo ese neón, burdeos. Ni la película ni las mujeres que celebra deberían reducirse a un solo tono.
Sé que no soy la única que piensa así. En julio, en los desfiles de alta costura de París, durante un preestreno con Pierpaolo Piccioli, de Valentino, que fue igual de crucial para popularizar el rosa muy muy brillante gracias a su desfile de otoño de 2022, en el que presentó una colección realizada casi exclusivamente en “Pink PP” y que se convirtió en una popular tendencia de alfombra roja con celebridades como Anne Hathaway y Zendaya, le pregunté si iba a montarse en la ola Barbie e incluir más rosa en su colección.
Puso un poco de mala cara y negó con la cabeza. Había confeccionado un atuendo a la medida para la gira de prensa de Robbie (un minivestido tipo halter de lunares) porque le parecía divertido, pero aparte de eso, dijo que prefería “mantenerse al margen”. Ponerse rosado una vez era una reivindicación, pero dos veces era... bueno, meterse en una caja.
Del mismo modo, en Schiaparelli, una casa tan sinónimo del rosa chillón que una exposición de 2022 en el Musée des Arts Décoratifs se titulaba “¡Shocking!”, el color que Daniel Roseberry, su actual diseñador, eligió para centrarse en su desfile de alta costura fue el azul Yves Klein.
Y en el número más reciente de Vogue Australia, con Robbie en la portada, la actriz no aparece en la profusión de rosas que lució en el número de junio de Vogue Estados Unidos, sino en un rojo gótico plisado de Balenciaga, plástico transparente de Rabanne y, sobre todo, negro: negro Gucci, negro Louis Vuitton y negro Chanel.
Incluso ella, al parecer, está hastiada del rosa.