La semana pasada, un amigo me preguntó qué podía yo aprender de un viaje de cuatro días que estaba planeando a Ucrania que no pudiera comprender con tal solo leer las noticias. Era una buena pregunta. Ahora que ya hice ese viaje, puedo responderla.
Aprendí lo extraño que es visitar un país al que no vuela ningún avión y, desde el pasado lunes, no navega ningún barco, gracias a la cruel y cínica retirada del presidente ruso Vladimir Putin de la Iniciativa de Granos del Mar Negro, a través de la cual los productos agrícolas ucranianos llegaban a países hambrientos como Kenia, Líbano y Somalia. La única forma factible para que un visitante llegue desde la frontera polaca a Kiev, Ucrania, es un viaje en tren de nueve horas, en el que el letrero dentro de la puerta del vagón te anima: “Sé valiente como Ucrania”.
Aprendí que hay que descargar la aplicación Air Alert! en el celular en cuanto entras al país. Esta hace sonar una alarma cada vez que el sistema detecta drones, misiles u otras amenazas aéreas en las inmediaciones, algo que ocurrió una y otra vez durante mi corta estancia. Tras la alarma, una grabación —en inglés, del actor de “La guerra de las galaxias” Mark Hamill— señala: “Dirígete al refugio más cercano. No te descuides. Tu exceso de confianza es tu debilidad”.
Me enteré de que Kiev está a reventar. A pesar de los 1.620 ataques con misiles y aviones no tripulados que, según la Embajada de Estados Unidos, ha sufrido la ciudad, y a pesar de que la economía se contrajo un 29 por ciento en el primer año de guerra, los autos saturan las calles, la gente cena en cafeterías al aire libre en aceras bien barridas, y activistas, servidores públicos y funcionarios comparten libremente opiniones divergentes con columnistas visitantes. Para adaptar una frase atribuida a Yitzhak Rabin, los ucranianos hacen su vida cotidiana como si no hubiera guerra, mientras hacen la guerra como si no hubiera vida cotidiana.
Me enteré de que todos los miembros del personal de la Embajada de Estados Unidos en Kiev, encabezados por nuestra valiente y consciente embajadora, Bridget Brink, se ofrecieron como voluntarios. Han estado separados de sus familias y viviendo durante meses en habitaciones de hotel. Su trabajo consiste en supervisar uno de los más grandes esfuerzos de asistencia estadounidense desde el Plan Marshall, asegurarse de que decenas de miles de piezas de material militar estadounidense en manos ucranianas estén debidamente contabilizadas, reconstruir una embajada que fue destruida en vísperas de la invasión rusa y vigilar los crímenes de guerra rusos, casi 95.000 de los cuales han sido documentados hasta ahora por la fiscalía general ucraniana.
Aprendí lo que es sentarse en salas de conferencias y caminar por pasillos que pronto quedarían destrozados por la artillería rusa. El martes, me uní a un grupo diplomático liderado por la administradora de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, Samantha Power, en una visita al puerto de Odesa. Power se reunió primero con funcionarios ucranianos para hablar de las opciones logísticas para sus exportaciones tras la retirada de Putin del acuerdo sobre granos, y después con agricultores para tratar temas como el desminado de sus campos y la reducción de riesgos para sus finanzas. El majestuoso edificio de la Autoridad Portuaria en el que se celebraron las reuniones, un sitio puramente civil, fue atacado apenas un día después de nuestra partida.
Aprendí que a los ucranianos no les interesa convertir su victimización en una identidad. Hace años, en Belgrado, vi cómo el gobierno serbio había conservado los restos de su antiguo Ministerio de Defensa, alcanzado por las bombas de la OTAN en la guerra de Kosovo de 1999, en consonancia con su percepción autocompasiva de aquella guerra. Por el contrario, en Bucha, el suburbio de Kiev que sufrió algunas de las peores atrocidades durante la breve ocupación rusa en los primeros días de la guerra, fui testigo de la transformación de edificios de departamentos llenos de agujeros parchados de bala en modernos espacios de trabajo colaborativo. Como le dijo a Power Anatoliy Fedoruk, el alcalde de Bucha: “La memoria se quedará en los recuerdos, pero los residentes quieren reconstruir sin recordatorios”.
Aprendí que no es probable que los ucranianos cambien territorio soberano por garantías occidentales de seguridad, y mucho menos por algún tipo de acuerdo de armisticio con Moscú. Ya intentaron lo primero en la década de 1990 con el Memorándum de Budapest, en el que entregaron a Rusia el arsenal nuclear de su territorio a cambio de garantías desdentadas de integridad territorial. Intentaron lo segundo con los igualmente desdentados acuerdos del Protocolo de Minsk tras la primera invasión rusa en 2014. El objetivo de la política occidental debería ser proporcionar a Ucrania los medios militares que necesita para ganar, en lugar de presionar a Ucrania para que renuncie de nuevo a sus derechos de soberanía y seguridad en aras de calmar nuestras ansiedades con respecto a la escalada rusa.
He aprendido que, a pesar de toda la ayuda que hemos prestado a Ucrania, nosotros somos los verdaderos beneficiarios de la relación, y ellos los verdaderos benefactores. Tras la cumbre de la OTAN de este mes, Ben Wallace, el ministro británico de Defensa, habitualmente reflexivo, sugirió que los ucranianos debían mostrarse más agradecidos con sus proveedores de armas. La dinámica de la relación es al revés. Los países de la OTAN están pagando por su seguridad a largo plazo en dinero, que es barato, y municiones, que son remplazables. Los ucranianos están contando sus costos en vidas y extremidades perdidas.
Escribo esta columna desde el Aeropuerto de Varsovia-Chopin. Estacionados afuera de la terminal hay aviones con destino a Doha, Catar; Estambul; Roma; Toronto; Nueva York. Verlos aquí apenas podía imaginarse hace 40 años. Se hizo realidad porque el pueblo polaco permaneció, en las acertadas palabras de Ronald Reagan, “magníficamente no reconciliado con la opresión”.
Hoy, son los vecinos de Polonia en Ucrania los que están magníficamente no reconciliados con la invasión. Lo que aprendí en estos cuatro días de cielo cerrado es que nunca hay que dar por sentada una escena aeroportuaria como esta.
© The New York Times 2023