NUEVA YORK — “Mi madre era repostera. Mi trabajo consiste en verter los conocimientos que adquirí en el seno de mi familia. Son personas muy creativas. Solían hornear producciones increíbles: fuentes... azúcar... muñecas... océanos”.
Así hablaba el artista de origen puertorriqueño Pepón Osorio, en una entrevista en 1991, sobre los orígenes de su obra. Ese fue el inicio de su entendimiento de cómo “sorprender a la gente y ser generoso en la creación de cosas”, afirmó en fechas recientes. Lo que impacta al espectador del tsunami torrencial y estimulante de una instalación que abarca 30 años, y llena el segundo piso del New Museum de Manhattan, son océanos… de objetos, colores, ideas y emociones.
La muestra, “Pepón Osorio: My Beating Heart/Mi corazón latiente”, la mayor que ha realizado hasta la fecha, no es una retrospectiva completa de su carrera. Comienza en 1993, cuando el artista ya había creado una obra significativa, y concluye con un proyecto aún en marcha, pero capta a Osorio en su mejor momento en cinco entornos inmersivos, donde la exageración es bienvenida, que siguen haciendo de él una voz insistentemente antiasimilacionista, en un mundo artístico posmulticulturalista, que mitiga la identidad y funciona como crisol.
Osorio, quien nació en 1955 en el seno de una familia de clase trabajadora de San Juan de Puerto Rico, recuerda que la teatralidad visual formó parte de su vida desde el principio, empezando por los pasteles de su madre, enormes, de varias capas y con betunes elaborados, que él ayudaba a preparar. Osorio recordó la elegancia con la que se vestía la gente; los exhibidores de productos fabricados en serie, baratos y brillantes; las vívidas filas de santos católicos y yorubas. Más tarde reconoció todo esto como arte que no se llamaba a sí mismo arte, pero que le hizo querer vivir la vida de un artista.
También desde muy pronto supo, como muchos de sus compatriotas, que quería ir a Nueva York, donde había oportunidades de expansión. En 1975 se mudó ahí. Se instaló en el sur del Bronx, estudió sociología en la City University y aceptó un trabajo como asistente social en la Administración de Servicios para la Infancia de la ciudad, en específico en la unidad de prevención que investigaba el maltrato y el abandono infantil.
Era un trabajo duro, delicado y con frecuencia desgarrador. Muchos de los niños con los que trabajó eran negros o latinos, o ambas cosas. Si aún no conocía, como afrocaribeño de piel oscura que era, las crueldades del racismo, no tardó en conocerlas.
En esa época también se relacionó con un grupo de artistas experimentales, varios de ellos inmigrantes puertorriqueños, y empezó a crear su propio arte. Entre otras cosas, diseñó escenografías y utilería para artistas, como la coreógrafa y bailarina Merián Soto, quien se convirtió en su esposa. Algunos de estos accesorios, impregnados de cultura popular caribeña, adquirieron una vida escultórica propia. Las galerías lo invitaron a exponer y recibió becas y residencias.
No obstante, su creciente reputación se limitaba en gran medida a las instituciones latinas, segregadas de la corriente principal del mundo artístico. Esto cambió cuando el Museo Whitney de Arte Estadounidense le encargó una gran instalación para su Bienal de 1993. Aquella exposición notoriamente “política” provocó un furor crítico, y su pieza, que es la primera de la instalación del New Museum, causó revuelo.
Todavía se puede ver por qué. Bajo el título “Scene of the Crime (Whose Crime?)”, se trata básicamente de un escenario o un plató de cine, acordonado con tiras de cinta adhesiva de precaución y que muestra las secuelas caóticas de un asesinato. En el centro de lo que parece ser un apartamento urbano, un cuerpo femenino yace bajo una sábana ensangrentada. A juzgar por la decoración repleta de objetos, los ocupantes son puertorriqueños y, entre los objetos elegidos con cuidado hay decenas de cintas de video de películas populares de Hollywood (“Sangre de héroes” es una de ellas) que promueven el estereotipo de los latinos como violentos en sí mismos. En su opinión, el verdadero crimen del título es el asesinato racial y étnico cometido por los medios de comunicación estadounidenses.
De la experiencia del Whitney, Osorio aprendió dos cosas. Una, que algunos espectadores, incluidos los críticos, solo veían la violencia en la obra, no el reproche. Y, dos, que el público latino apenas vio la obra, debido a la costumbre de sentirse no bienvenido por los grandes museos. Esta última realidad impulsó al artista a tomar la decisión de llevar su obra posterior directamente hasta ellos, donde vivían.
La primera oportunidad le llegó al año siguiente, cuando Real Art Ways, de Hartford, Connecticut, le pidió una obra. La tituló “En la barbería no se llora” y la instaló en un barrio puertorriqueño de la ciudad. Al igual que la pieza del Whitney, esta era incisiva en el ámbito político, pero en este caso la crítica se dirigía a la propia cultura latina, o a un aspecto de ella: el fenómeno del machismo tal y como se desarrolla en el entorno tradicionalmente homosocial (y sugestivamente homoerótico) de la barbería.
Reinstalada en el New Museum, la pieza deslumbra por su belleza y su capacidad para hacer volar la imaginación. Unos tapones de rin de auto decoran las paredes, en las que también cuelgan fotografías de héroes latinos (el Che, Roberto Clemente, Rubén Blades, el padre de Osorio, Benjamín) que miran hacia abajo. A la vez, hay videos de hombres llorando en pantallas incrustadas en los reposacabezas de los sillones de peluquería y una estatua casi desnuda de tamaño natural de un San Lázaro cabizbajo, patrón de la curación, rige todo, con un cuerpo musculoso pero lleno de llagas.
Osorio ha hablado de su infancia como “mi centro, el eje de mi práctica”. Y ese hecho, junto con su experiencia de trabajo en el bienestar infantil, lo puso en alerta cuando se enteró, en 2013, de que una veintena de escuelas públicas de Filadelfia, donde vive ahora, iban a cerrar debido a los recortes en el financiamiento municipal. La mayoría de los alumnos de esas escuelas eran negros y latinos.
Como gesto de protesta y duelo, organizó una reunión de exalumnos, junto con sus familias y profesores, de una de las escuelas cerradas, la primaria Fairhill, para escenificar una reconstitución simbólica de lo que se estaba perdiendo. Juntos rescataron muebles, archivos, libros, casilleros y recuerdos, y lo ensamblaron todo, adornado con dibujos y comentarios escritos, en un espacio de la cercana Escuela de Arte y Arquitectura Tyler, donde Osorio imparte clases. Titulada “ReForm” (2014-17), el resultado parece una combinación de sitio de salvamento y cofre del tesoro, una pieza de poesía pragmática en la que se puede caminar.
Lo mismo puede decirse de la última obra de la exposición, que también es la más personal. Hace unos cinco años, Osorio sufrió una crisis médica (le diagnosticaron cáncer en fase 4) y la obra titulada “Convalecencia”, fechada en 2023 pero aún en proceso, es su respuesta a ello.
A diferencia de las instalaciones autónomas, se trata de esculturas y ensamblajes discretos. Una de ellas es un carrito de madera con comida (un “kiosko” callejero puertorriqueño) repleto de parafernalia curativa (frascos de pastillas, estampas de oración, cabezas de ajo). Otro es un grupo de recipientes de vidrio, entre ellos botellas de licor y frascos de laboratorio, dispuestos en la forma de Puerto Rico. La tercera es una figura masculina desnuda de pie, con los brazos abiertos, los órganos al descubierto, la piel perforada con agujas y bolsas intravenosas llenas de líquido, colgadas, como un chaleco salvavidas, alrededor del cuello.
Hay un aspecto de crónica en esta imagen, sobre la mercadotecnia, en parte a través de la mistificación, de la atención médica contemporánea, pero, como siempre ocurre con este artista, es la generosidad material e imaginativa de la obra lo que la hace memorable.
Osorio siempre ha dicho que la fuente principal de su arte es su propia vida. Eso se aplica a la vulnerable obra “Convalecencia”, concebida como un autorretrato, también a una escultura más antigua de la que toma su nombre la exposición, organizada por Margot Norton, curadora en jefe del Museo de Arte de Berkeley y del Archivo Cinematográfico del Pacífico, y Bernardo Mosqueira, curador becario del New Museum.
Esa obra, “Mi corazón latiente”, del año 2000, tiene forma de una piñata de papel suspendida de 1,80 metros de altura (la altura de Osorio). Las piñatas tradicionales están llenas de dulces y tesoros que se liberan al golpearlas, rajarlas o destruirlas, pero en este caso no hace falta golpearla. El regalo está presente, audible, en el aire: el sonido grabado, tenue pero constante, del latido, el vaivén, del corazón del artista.
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‘Pepón Osorio: My Beating Heart/Mi corazón latiente’
A partir del 17 de septiembre, en el New Museum, calle Bowery 235, en el Bajo Manhattan, newmuseum.org.
“My Beating Heart (Mi corazón latiente)”, de Pepón Osorio, de 2000, en exhibición en el New Museum en Nueva York, el 11 de julio de 2023. (Karsten Moran/The New York Times)
“Scene of the Crime (Whose Crime?)”, de Pepón Osorio, de 1993, en exhibición en el New Museum en Nueva York, el 11 de julio de 2023. (Karsten Moran/The New York Times)