DESPUÉS DE DOS ASALTOS, BUSQUÉ LA SANACIÓN EN EL CONTINENTE MÁS FRÍO, MÁS SECO Y MÁS VENTOSO DE LA TIERRA.
En mi primer día de trabajo en la Antártida, encontré un consolador. Había estado ordenando un armario de skúas, un contenedor de regalos bautizado con el nombre de las aves marinas que nos acosaban exigiendo bocadillos.
Mi supervisora, Nikki, acababa de preguntarme si pensaba tener citas durante los siete meses de contrato.
“¿Qué quieres decir?”.
“Nos superan en número, dos a uno”, me dijo. “Así que las probabilidades son buenas, pero lo malo es que puede resultar raro”.
No le dije que yo era la rara. En lugar de eso, fingí cantar como si el consolador fuera un micrófono, pues no lo había reconocido de inmediato como tal: era una de esas varitas de antes con una cabeza bulbosa y un cordón colgante.
Esperaba divertir a Nikki, que reía a carcajadas. En lugar de eso, me dijo con cara de asco: “¿Dónde están tus guantes?”.
Mortificada, los saqué del bolsillo y empecé a rebuscar en la basura con más cuidado.
Apenas unas semanas antes, tras graduarme de la Universidad de Montana, había estado dando clases particulares a los hijos de los trabajadores agrícolas emigrantes en los alrededores del lago Flathead, al norte de Montana. Al atardecer, saltaba desde el muelle al agua turquesa. Toda mi vida se extendía ante mí; sentía curiosidad y alegría por conocerla.
Pero cuando me encontré con un hombre que me había agredido dos años antes, me asaltaron los recuerdos del suceso, mi confianza se desmoronó y hui lo más lejos posible: a la Antártida, el continente más frío, seco, alto, ventoso y vacío de la Tierra.
La Antártida nunca había sido mi sueño, aunque era la tercera generación de mi familia que iba. Mi abuelo la visitó en 1965 como parte de su servicio en el rompehielos Eastwind de los guardacostas estadounidenses, y mi madre hizo lo mismo, recorriendo pistas de hielo en vehículos de pasajeros con neumáticos de dos metros de altura. Los contactos de mi madre me ayudaron a conseguir una oferta para trabajar de conserje en la estación McMurdo de la Fundación Nacional para la Ciencia, adonde llegué a mediados de agosto, el final del invierno, que en el hemisferio sur significa oscuridad constante.
El viaje de una semana duró 31 horas en cuatro vuelos, tres continentes y dos océanos. Salí de la panza del avión militar C-17 en medio de un fuerte viento que llevó la temperatura a 40 grados bajo cero. Sintiéndome desorientada, me tambaleé a ciegas antes de advertir una línea rosa brillante en el horizonte. La situé al oeste antes de recordar que todas las direcciones a partir de aquí son norte.
Una de mis tareas consistía en organizar el centro de basura de cada edificio, paso previo a que los técnicos de residuos sólidos recuperaran, lo pusieran en palés y enviaran todo a Estados Unidos. Los centros de basura constaban de ocho armarios: skúa, vidrio, aluminio, papel mezclado, plástico, restos de comida y los particularmente desagradables residuos sanitarios.
“¿Qué es ‘No-R’?”, le pregunté a Nikki.
“No reciclables”, me dijo. “Cosas que no se pueden clasificar, como ese consolador. Simple y llanamente basura”.
Ese era el bote para mí: yo también me sentía como un trasto que no venía a cuento. Con solo 23 años, había sido violada dos veces en los últimos años, primero por un desconocido en Costa Rica que me había echado droga en la bebida y luego por un compañero de trabajo después de una fiesta.
Cometí el error de culparme en cada caso e intenté seguir adelante, pero no podía quitarme la creencia de que no merecía ternura ni respeto. Sintiéndome descartada, cojeé hasta la Antártida.
A los pocos días de mi estancia, me dirigía a almorzar sola en mi dormitorio cuando me encontré con Kevin, un conserje primerizo que había llegado en mi vuelo.
“¿Adónde vas?”, me dijo. “La galera está por aquí”.
Intenté escabullirme, pero algo en su sonrisa de dientes chuecos me hizo sentir cómoda. “Honestamente”, dije, “la galera me intimida”.
“A mí también”, respondió. “Vamos a abordarla juntos”.
Mientras comíamos pizza, le conté lo del consolador.
“¿Ah, sí?”, contestó. “Encontré un contenedor de rollo fotográfico lleno de dientes”.
Pronto aprendí que la basura podía proporcionar cosas de verdadero valor junto a las rarezas. Encontré una camiseta de cachemira con las etiquetas puestas y una parrilla George Foreman para hacer quesadillas por la noche. Kevin me dio un par de audífonos recuperados para sustituir los que se me habían caído al retrete.
Empecé a correr a los centros de reciclaje todas las mañanas, rebuscando en el contenido. Más tarde, los conserjes nos apiñábamos en nuestra oficina del armario de suministros y, entre botellas de lejía, cera para suelos y fregadoras industriales, estrechábamos vínculos sobre la naturaleza grotesca de nuestro trabajo.
A diferencia de mis compañeros, yo me había aislado de la aventura y las maravillas que nos rodeaban, demasiado agobiada por el dolor que intentaba eludir. Pero en una estación de investigación aislada, con un pico de población no mayor que el de una escuela preparatoria promedio, solo puedes esconderte durante un tiempo. El tiempo pasaba mientras trabajaba, comía, jugaba, me bañaba y dormía junto a tanta gente rara y maravillosa. Mis compañeros conserjes parecían quererme, lo cual, por supuesto, me producía desconfianza. Tarde o temprano descubrirían lo indigna que era de su amor.
A finales de octubre, se convocó un concurso de disfraces de Halloween en el que los ganadores recibirían lo que llamábamos un “regalo”: una excursión de un día, en este caso para ver la colonia de pingüinos de Cape Royds.
Los conserjes decidimos recrear atuendos de Lady Gaga utilizando materiales rebuscados. Yo quería hacer un minivestido con hombros cónicos. Justo cuando empezaba a preocuparme por cómo me saldría, Kevin sacó un traje de Tyvek blanco de gran tamaño que había encontrado en un armario de skúa.
“Sé que sabes coser”, me dijo. “Podrías hacer algo con esto”.
Juntos fuimos a la sala de manualidades, donde utilicé una máquina de coser antigua para convertir las piernas en una falda, recoger la cintura y hacer unos hombros. Con unas rayas pintadas horizontalmente y mis largas trenzas castañas recogidas bajo una peluca rubia, encarné a Gaga.
No solo fabricamos minuciosamente cada disfraz con basura, sino que también aprendimos coreografías, hicimos un baile multitudinario en la fiesta de Halloween y ganamos. En un día templado de quince grados, con un cielo tan claro y azul que dolía, nueve de nosotros partimos en un viejo y oxidado vehículo de transporte Hagglunds hacia Cape Royds, sin importarnos que nos perderíamos el codiciado día de galletas en la galera.
A medida que avanzábamos por el vasto mar helado, el desolado entorno me abrumaba. El blanco infinito invitaba al pavor existencial, y de nuevo recordé los acontecimientos que me habían conducido hasta aquí. Nadie me había querido como yo necesitaba, y nadie lo haría jamás.
Olimos a los pingüinos antes de verlos, una mezcla pútrida de pescado y podredumbre. Debajo de nosotros había miles, graznando y zumbando desde los nidos en las rocas. Mis compañeros se dispersaron, paralizados, pero yo me quedé cerca de Nikki, acosándola con preguntas: ¿qué me pasaba? ¿Encontraría alguna vez el amor?
Ella entrecerró los ojos. “Mira dónde estás, con esta gente increíble”, me ordenó. “Cállate y disfruta”.
Sus palabras parecían una bofetada, de esas que te despiertan.
“Quizá si dejaras de deprimirte, verías lo que tienes delante de las narices”, agregó, señalando colina abajo hacia donde estaba sentado Kevin.
“De ninguna manera”, le dije. “Es mi amigo”.
“Exacto”. Se levantó, se quitó los pantalones de nieve y se fue a explorar.
Kevin se acercó y nos sentamos en silencio, a observar cómo los pingüinos se ofrecían piedrecitas unos a otros con la esperanza de ganarse una pareja. Al cabo de unos minutos, se sacó del bolsillo del pecho dos galletas envueltas en plástico y me dio mi favorita, de mantequilla de cacahuete.
Algo crujió, plumoso, en mi caja torácica: afecto, sí, pero también miedo.
Las palabras de Nikki se me quedaron grabadas. Se hizo imposible ignorar la generosidad, el entusiasmo y las agallas de Kevin, y yo también empecé a trazar mi propio cambio personal. Me reía mucho y a menudo, escuchaba con amabilidad los problemas de los demás y siempre era la última en abandonar la pista de baile. Después de meses de trabajar y reír con amigos, había empezado a gustarme de nuevo.
En Navidad, el sol permaneció todo el día en espiral sobre nosotros. Los carpinteros acogieron en su taller la Galería de Arte Alternativo de McMurdo una celebración del arte hecho con basura y objetos recuperados. Kevin me había invitado a ir con él, y yo estaba nerviosa mientras terminaba de trabajar. Fregando retretes, examiné mi inquietud. Temía que abrir mi corazón solo me trajera más dolor y rechazo.
Después de cenar, Kevin y yo subimos la colina, chocando los hombros mientras caminábamos sobre roca volcánica helada. En el patio de la carpintería, la gente hacía cabriolas en los juegos infantiles para adultos construidos con restos de madera. Dentro había paisajes textiles hechos con prendas desechadas, un teléfono con cable programado para hacer música con pitidos de botón y un tejido hecho con cinta VHS negra.
En cada artefacto revivido vi mi propia vida, bella e imperfecta, y supe que merecía la misma resurrección amorosa.
Bajo cientos de pajaritos de papel hechos con correo antiguo, me rendí por fin, y mi futuro marido y yo nos besamos entre la basura mientras un grupo de conserjes entraba en la tienda y se reía —no de nosotros, sino con nosotros— de la alegría sobrenatural de todo el asunto.