Durante semanas, después de que militares rusos se llevaron por la fuerza a su hijo adolescente de la escuela en otoño de 2022, Natalya Zhornyk no tenía ni idea de dónde estaba o qué le había ocurrido.Pero recibió una llamada.
“Mamá, ven a buscarme”, le dijo su hijo Artem, de 15 años, que recordó el número de teléfono de su madre y le pidió prestado el móvil al director de su escuela.
Zhornyk le hizo una promesa: “Cuando se calmen los combates, iré”.
Los soldados rusos se habían llevado a Artem, y a una decena de sus compañeros, y los habían trasladado a una escuela ubicada al interior del territorio ucraniano ocupado por Rusia.
Aunque Zhornyk, de 31 años, se sintió aliviada al saber dónde estaba retenido, llegar hasta allí no sería fácil. Estaban en zonas distintas del frente de la guerra, y los cruces fronterizos de Ucrania al territorio ocupado por Rusia estaban cerrados.
Pero meses después, cuando una vecina logró traer a uno de los compañeros de colegio de su hijo, se enteró de la existencia de una organización benéfica que ayudaba a las madres a traer a sus hijos a casa.
Como ahora es ilegal que los hombres en edad militar abandonen Ucrania, en marzo, Zhornyk y un grupo de mujeres ayudadas por Save Ukraine completaron un angustioso viaje de más de 4800 kilómetros a través de Polonia, Bielorrusia y Rusia para entrar en el territorio ocupado por las tropas del Kremlin, en el este de Ucrania y Crimea, y recuperar a Artem y a otros 15 jóvenes.
En los 13 meses transcurridos desde la invasión, miles de niños ucranianos han sido desplazados o trasladados por la fuerza a campamentos o instituciones ubicadas en Rusia o en territorios controlados por ese país, un acto que Ucrania y los defensores de derechos han condenado como crímenes de guerra.
El destino de esos niños se ha convertido en una suerte de forcejeo desesperado entre Ucrania y Rusia y fue el fundamento de la orden de arresto emitida el mes pasado por la Corte Penal Internacional que acusa al presidente ruso Vladimir Putin y a Maria Lvova-Belova, su comisionada para los derechos del niño, de transferirlos de manera ilegal.
Cuando están bajo el control ruso, los niños son sometidos a procesos de reeducación, acogida y adopción por parte de familias rusas, prácticas que han generado una preocupación especial aun en medio de la carnicería que ha matado y desplazado a tantos ucranianos.
Funcionarios ucranianos y organizaciones de derechos humanos han descrito estos traslados forzosos como un plan para robarle a Ucrania toda una generación de jóvenes, convertirlos en ciudadanos rusos leales y así erradicar la cultura ucraniana hasta el punto de cometer un genocidio.
Meses de miedo y ansiedad
Nadie sabe el número total de niños ucranianos que han sido trasladados a Rusia o a los territorios ucranianos ocupados por las tropas rusas. El gobierno ucraniano ha identificado a más de 19.000 niños que, según dice, han sido trasladados a la fuerza o deportados, pero quienes investigan esa situación dicen que la cifra real se acerca a los 150.000.
Rusia ha defendido el traslado de los niños como un esfuerzo humanitario para rescatarlos de la zona de guerra, pero se ha negado a cooperar con Ucrania o las organizaciones internacionales para localizar a muchos de ellos. Después de que la CPI dictara la orden de detención contra Lvova-Belova, ella declaró que los familiares podían ir a recoger a sus hijos, pero que solo 59 estaban esperando volver a casa, una afirmación que los funcionarios ucranianos han calificado como absurda.
Para los miles de niños trasladados, algunos procedentes de familias desestructuradas y desfavorecidas, estar tanto tiempo lejos de casa ha sido un calvario. Algunos lloran cuando llaman a casa y, según dicen sus padres, no pueden hablar libremente.
Los padres, que ya viven la adversidad de la ocupación rusa, los desplazamientos y los bombardeos, han tenido que soportar meses de ansiedad, temerosos de que sus hijos sean enviados más lejos o dados en adopción en Rusia.
Y también sienten culpa. Algunos enviaron a sus hijos a campamentos de verano en la península de Crimea, y les aseguraron que regresarían en dos semanas. Otros simplemente cedieron ante la presión de funcionarios y soldados y permitieron que se llevaran a sus hijos. Todos se sintieron culpables cuando no se los devolvieron.
“Me sentí completamente perdida. Me carcomía por dentro”, afirmó Yulia Radzevilova, que trajo a su hijo, Maksym Marchenko, de 12 años, en marzo después de pasar cinco meses en un campamento en Crimea. “Nadie me apoyó. Mi familia, mis padres, mis amigos empezaron a acusarme”.
Pero otros niños fueron trasladados sin previo aviso o, como Artem, simplemente desaparecieron.
Artem viajó a su escuela en Kupiansk el 7 de septiembre —justo cuando los militares ucranianos estaban expulsando a la ocupación rusa— para recuperar algunos documentos que necesitaba para poder asistir a la universidad. Ese día no regresó ningún autobús, así que se quedó a pasar la noche. Al día siguiente, aparecieron los soldados rusos y lo subieron, junto con otros estudiantes, a camiones militares.
“Eran rusos”, relató Artem en una entrevista. “De camuflaje, con kalashnikovs”. Dijo que pensó en huir por la pared trasera de la escuela, pero los profesores se aseguraron de que todos los niños abordaran el vehículo.
Cuando no regresó a casa, su madre trató de ir a Kupiansk para encontrarlo, pero no lo logró debido a los fuertes bombardeos. Durante tres semanas, no hubo electricidad ni servicio telefónico en su aldea por los enfrentamientos. Sin saber su paradero, ella lo reportó como desaparecido con la policía.
Luego, Artem la llamó por teléfono. Le contó que él y sus compañeros de escuela, de 7 a 17 años, fueron trasladados a la ciudad de Perevalsk, ubicada en el este de Ucrania y ocupada por tropas rusas, donde los dejaron en un internado.
Estaba a pocas horas en auto, pero es un territorio cerrado por la guerra.
“Fue difícil”, señaló Zhornyk, mientras sacudía su cabeza, “muy difícil”.
Buscando a un niño con autismo
En el sur de Ucrania, Olha Mazur emprendió una búsqueda aún más difícil. Su hijo, Oleksandr Chugunov, de 16 años y a quien le dicen Sasha, vivía en una escuela residencial para niños con discapacidad ubicada en Oleshky, al otro lado del río Dniéper de la ciudad de Jersón, donde ella habita. Sasha es autista y no puede hablar, explicó.
La última vez que vio a su hijo fue en verano. Jersón todavía estaba ocupada y se había puesto a un director ruso a cargo de la escuela. Luego bombardearon el puente que cruza el Dniéper y ya no pudo viajar para verlo. En noviembre, vio en internet una lista que lo nombraba entre los niños que fueron trasladados a Crimea por los rusos.
Estaba aliviada y preocupada al mismo tiempo. “Estoy agradecida de que esté vivo”, dijo, pero la escuela nunca le informó lo que estaban haciendo y Sasha no tenía forma de comunicarse con ella.
Los padres de niños que estaban en varios campamentos de verano y escuelas comenzaron a enterarse a través de llamadas telefónicas con sus hijos que las instituciones los dejarían ir a casa, pero solo si sus padres iban a recogerlos en persona.
Muy pocas madres tenían los medios para emprender ese viaje. Pero hay varios grupos de caridad que ayudan a hacerlos, y Zhornyk había oído hablar de uno, Save Ukraine.
Fundada después del ataque de las fuerzas rusas en 2014, esa organización fue creada para trasladar a niños y a sus familias de las áreas ocupadas y lugares de intensos combates a refugios o nuevos hogares. Después de que los niños se quedaron varados en territorio ocupado por Rusia el otoño pasado, el grupo comenzó a organizar misiones de rescate. Las madres emprendieron ese viaje de más de 4820 kilómetros a través de Polonia, Bielorrusia y Rusia y atravesaron los territorios de Ucrania y Crimea, que están bajo el control de las tropas rusas.
Tuvieron que sortear controles fronterizos y policiales hostiles a lo largo de la ruta, que incluye un vuelo de Bielorrusia a Moscú, incluidas nueve horas de interrogatorio de los oficiales de inmigración en el aeropuerto. Desde Moscú, condujeron más de 1600 kilómetros hasta Crimea. Zhornyk se separó para ir a Perevalsk y buscar a Artem. Luego, todo el grupo viajó de regreso hasta Ucrania a través de Bielorrusia.
(c) The New York Times
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