El ataque de las turbas violentas contra las instituciones democráticas de Brasil en la capital, Brasilia, el domingo 8 de enero, fue una repentina e importante prueba de la resiliencia del país. Y, al menos al principio, la notoria ausencia de seguridad policial fue un factor crucial mientras los simpatizantes del expresidente Jair Bolsonaro se acumulaban en el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio Presidencial.
Las razones de esa demora no están del todo claras, pero algunos altos funcionarios acusan ahora a las fuerzas de seguridad de la capital de demorar su movilización más por intención que por confusión.
El ministro de Justicia de Brasil, Flávio Dino, afirmó que hubo muchos menos oficiales presentes de los acordados en el plan de seguridad establecido días antes. Además, un juez del Supremo Tribunal Federal ha emitido una orden de arresto contra la máxima autoridad de seguridad de la capital. Varios videos que circularon en línea mostraron a los oficiales que estuvieron presentes aparentemente escoltando a los manifestantes en su camino a los edificios federales y deteniéndose para tomarse selfies con ellos.
Ya para el final del día, las cosas habían cambiado. Llegaron nuevos contingentes de oficiales y recuperaron el control de los edificios gubernamentales. Más de 1200 personas fueron detenidas, más de 700 de las cuales fueron acusadas de haber participado en la violencia. Las autoridades ahora han procedido a arrestar a los sospechosos de organizar o financiar los disturbios. Dos funcionarios de seguridad del gobierno también están acusados de fomentar los disturbios mediante negligencia criminal o complicidad.
Pero, para el momento en que comenzaron los arrestos, ya el daño estaba hecho. Las turbas saquearon edificios de las tres ramas del gobierno federal y vandalizaron valiosas obras de arte. La policía suele ser la primera línea de respuesta a este tipo de acciones masivas y eso les da un tremendo poder para influir en las consecuencias. Esas primeras horas fueron una perfecta demostración sobre la forma en que la inacción policial puede empoderar la violencia política y exacerbar las amenazas que representa para la democracia.
Eso podría ser particularmente cierto en Brasil, donde una de las preguntas vitales que enfrenta el gobierno recién elegido es cuánto tratar de reformar o restringir el sector de la seguridad.
El poder de la inacción estratégica
A juzgar por los objetivos declarados por los propios agitadores, el ataque violento en Brasilia fue un fracaso.
Ciertamente, Luis Inácio Lula da Silva se mantiene seguro en la Presidencia mientras que Bolsonaro sigue en Florida. Además, el ataque ha generado un amplio rechazo de la población y la condena de los legisladores. El lunes 9 de enero, los líderes de los tres poderes del gobierno emitieron una excepcional declaración conjunta en la que condenaron la violencia.
Es posible que el rechazo a los eventos del domingo desacredite a los partidarios de Bolsonaro y consuma la energía de su movimiento. Yanilda María González, politóloga de la Universidad de Harvard que estudia el orden público y la democracia en América, señaló que la oposición a la violencia en Brasilia dentro del gobierno, la opinión pública y la matriz de opinión de los medios de comunicación ha sido mucho más unificada que la reacción a los ataques del 6 de enero en Estados Unidos hace dos años. Si esa opinión se mantiene y el movimiento de protesta se fractura por la presión de la desaprobación, el riesgo de más episodios de violencia sería bastante bajo.
Pero eso podría cambiar, en particular ahora que el gobierno está comenzando a procesar a los cientos de personas arrestadas por participar en los disturbios. El nuevo gobierno “tiene que enjuiciar a esta gente y lo va a hacer”, afirmó Amy Erica Smith, politóloga de la Universidad de Iowa que estudia la política y la democracia de Brasil. “Pero enjuiciarlos podría ser también desestabilizador”.
También es importante saber que un golpe de Estado repentino no es la única manera en la que la violencia política puede socavar la democracia.
La policía en Brasil tiene un historial del uso de la inacción estratégica como herramienta política, afirmó González. Su investigación encontró que, por ejemplo, en São Paulo, en la década de 1980, la policía permitió que se desarrollaran disturbios durante una época de crisis económica para generar una sensación de pánico en la sociedad que presionara a los políticos. Y en 2013, luego de que el alcalde de São Paulo pospusiera los pagos de horas extras a la policía militar local, las fuerzas del orden fueron deliberadamente laxas en la vigilancia de un importante festival cultural, lo que provocó un incremento en la delincuencia y una serie de titulares negativos en la prensa para el alcalde.
Hoy, Smith percibe un riesgo de que las facciones pro-Bolsonaro dentro de la policía u otros servicios de seguridad puedan “quedarse de brazos cruzados” en lugar de detener la violencia política en el futuro.
¿'Tontos útiles’ para las fuerzas militares?
Una razón para ese tipo de inacción estratégica podría ser el apoyo a Bolsonaro, del cual se cree ampliamente que es el candidato predilecto de la base de la policía y las fuerzas militares. Pero otra motivación, quizás más probable, es que muchos dentro de la esfera de seguridad temen que las políticas de Lula puedan amenazar el estatus, los privilegios o las inmunidades de las fuerzas de seguridad.
“Las fuerzas de seguridad han salido impunes de muchas cosas en los últimos años. La violencia policial no ha tenido prácticamente ningún control”, afirmó Christoph Harig, investigador de la Universidad Técnica Braunschweig en Alemania que estudia el orden público y las relaciones entre civiles y militares en Brasil. “Hay demasiados casos de inocentes asesinados, en su mayoría por la policía, o a veces por las fuerzas militares en misiones internas, donde esos asesinos han terminado con sentencias muy leves. Esta impunidad es la que prevalece en muchos policías y militares brasileños”.
Lula no comparte esa afinidad política por las fuerzas de seguridad y ha dado señales de que quiere limitar el papel de los militares en la política. Muchos se preguntan hasta dónde llegará su reversión de las políticas de la era de Bolsonaro o si podría intentar ir más allá, como lo hizo en 2009, cuando propuso una comisión de la verdad para los casos de tortura y otros delitos en la era de la dictadura y una revisión de la ley que les proporcionó amnistía. (Lula se vio obligado a abandonar la propuesta luego de que varios oficiales militares de alto rango amenazaran con renunciar como protesta).
Harig señaló que los oficiales militares en Brasilia defendieron a los protestantes golpistas, calificándolos de “manifestantes pacíficos”, y les permitieron acampar frente a cuarteles militares mientras fueron aumentando sus números en las últimas 10 semanas. Eso protegió al movimiento golpista, aunque el propio liderazgo militar se negó a apoyar o ejecutar un golpe de Estado.
Eso podría representar una lección práctica para el gobierno, opina Harig, sobre la importancia de permanecer en buenos términos con los militares. Citó el nombramiento del gobierno de Lula de José Mucio como ministro de Defensa, quien es un civil, pero que es ampliamente percibido como amigo de los intereses militares, como una señal de que esa presión había sido efectiva.
“Creo que la gente en estos campamentos de protesta han sido una especie de ‘tontos útiles’ para los militares en las últimas semanas”, afirmó Harig. “No aceptarán nada que amenace sus privilegios institucionales”.
© The New York Times 2023
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