La complicada geometría de un trío

En una pareja, una línea recta conecta los puntos. Con tres personas en una relación, surgen muchas más configuraciones

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La complicada geometría de un trío (Getty Images)
La complicada geometría de un trío (Getty Images)

En una cama matrimonial pueden dormir con comodidad dos hombres adultos. Pueden caber tres si no te importa acurrucarte, o despertarte con ruidos extraños en la oscuridad.

Una mañana de julio, abrí los ojos y vi a mi novio besándose con el chico que vivía con nosotros desde hacía un mes. Como no me gusta mucho el sexo antes de cepillarme los dientes, sonreí, murmuré “sexi” y me di la vuelta.

Ese verano esa se convirtió en nuestra forma de dormir: mi novio, nuestro nuevo amante y yo. Si añadimos nuestro chihuahua a los pies de la cama, el espacio era muy reducido. Es un milagro que no nos faltara el sueño. De hecho, sentíamos lo contrario. Después de seis turbulentos años juntos, mi novio y yo nos estábamos enamorando de nuevo. No del otro, exactamente, sino de este Tercero.

Mucho antes de conocer al Tercero, nuestra relación se había convertido en repeticiones del mismo drama, nuestras peleas ensayadas a través de años de repetición. Pero ahora teníamos una estrella invitada. Con un nuevo guión en nuestras manos, nos preguntamos, ¿podría ser este nuestro regreso?

Mi novio y yo nos conocimos en una cita a ciegas en Washington D. C. cuando yo era estudiante de segundo año de universidad. Era alto, inteligente, guapo, años mayor que yo y se reía de mis chistes. Se ajustaba a lo que buscaba y además pagaba la cuenta. A la mañana siguiente, le dije a mi compañera de piso: “Creo que es el indicado” (lo cual, hay que reconocerlo, era una locura). A finales de mes, ya pasábamos todas las noches juntos.

Era mi primera relación y la suya, así que pasamos por varias primeras veces juntos: la primera pelea, el primer “te quiero”, el primer encuentro con los padres y, después de año y medio, la primera infidelidad. Intentamos romper, pero la intensidad (o la locura) de nuestro amor era adictiva. Pasé muchas noches llorando de modo performativo en la biblioteca antes de volver a llamarlo.

Tras la graduación, estaba decidido a mudarme a Los Ángeles y convertirme en director de cine. Ese plan tenía varias fallas. En primer lugar, no tenía en cuenta a mi novio. Con toda la ilusa confianza de un estudiante de último año de universidad, no veía ningún problema. Mi época de estudiante terminaba y ahora empezaba la vida real. A él no le gustó.

Intentamos romper de nuevo, pero cruzamos juntos el país: él a San Francisco para estudiar derecho y yo a la ciudad de Los Ángeles. Cuando volvimos a instalarnos en la Costa Oeste, volvimos a intentar romper. Él quería compromiso; yo, espacio. Pasamos un año separados, pero cuando él aceptó prácticas de verano en Los Ángeles (¿coincidencia?), decidimos volver a intentarlo.

En otoño, se había transferido a la Universidad de California y habíamos firmado un contrato de alquiler de una habitación en West Hollywood. Adoptamos a un perro. Discutimos en Ikea. Abrimos la relación.

Para mí era importante rechazar todas las estructuras heteronormativas (léase: quería acostarme con otras personas) y mi novio accedió a regañadientes. A pesar de nuestro nuevo acuerdo, en muchos aspectos éramos la misma pareja, solo que más vieja y quizá un poco más bronceada.

Entra el Tercero. Era un sudoroso día de junio y estábamos en una fiesta en la piscina de la aplicación de citas gay para la que trabajo. Los bailarines se movían junto a la cabina del DJ, más de un compañero de trabajo llevaba trusa y la barra libre era fuerte. El ambiente estaba preparado para el amor.

Mi compañero de trabajo me presentó a su amigo de la Costa Este, que estaba haciendo prácticas en una cadena de televisión de Los Ángeles durante el verano. El amigo me pidió que le tomara una foto en un flotador de piscina con forma de cisne (¿mencioné que somos gays?). Me pareció que había algo especial en la manera en que atraía mi mirada. Bueno, eso y que era adorable. Mi novio estuvo de acuerdo. Esa noche, vino a casa con nosotros.

Habíamos intentado hacer tríos antes, pero rara vez con éxito, y nunca con un participante repetido. Siempre me había parecido que la experiencia era un peligroso acto de equilibrio al demostrar el mismo deseo para mi pareja y para el recién llegado. Era un teatro desafiante que me llevaba tan adentro de mi propia cabeza que era incapaz de estar presente.

Pero con este hombre, fue diferente. En una rara hazaña de química sexual; nadie se quedó fuera.

Al poco tiempo, ya pasaba todas las noches con nosotros. Mi novio lo llevaba a sus prácticas por las mañanas y nos reuníamos por las noches para cenar. Los fines de semana íbamos juntos a clases de spinning, nadábamos en el Pacífico, comíamos helados y bailábamos en fiestas de almacenes. Con toda su energía juvenil y su optimismo, el Tercero había resucitado nuestra alegría de vivir. Este era nuestro verano del amor.

Las reglas estaban poco definidas, es decir, no había ninguna. Mi novio y yo no hablábamos de lo que estaba ocurriendo, más allá de un jadeante “¿No es increíble?”. Sabíamos que la pasantía del Tercero terminaría en agosto de todos modos, entonces, ¿por qué preocuparse? No había tiempo que perder.

A mediados de julio, me di cuenta de que nos estábamos enamorando. Estábamos en un restaurante de tapas en el centro y el Tercero contaba una historia de su infancia. Volteé a ver como mi novio lo miraba fijamente mientras sonreía. Su expresión denotaba tal enamoramiento que por un momento quise borrar su sonrisa de un golpe, pensando: “Ya no me miras así”. Pero luego parpadeé y me di cuenta de que yo tenía la misma expresión tonta.

Los dos estábamos cometiendo el mismo delito al mismo tiempo, así que todo sería perdonado, ¿no?

No exactamente. Cuando nuestro chat grupal se quedó en silencio una tarde mientras estaban juntos, me encontré corriendo a casa desde el trabajo temprano con la esperanza de atraparlos “haciéndolo”. Nunca pasó así, pero comencé a resentir sus idas en auto para trabajar juntos. Empecé a revisar la transmisión de video en vivo de la cámara del dispensador de golosinas de nuestro perro en la sala de estar. Los celos asomaban su atroz cabecita, aún más grotesca por la culpa de saber que yo también ansiaba pasar tiempo a solas con el Tercero.

La geometría de un trío es compleja. Con una pareja, solo hay una línea recta que conecta dos puntos. Pero al introducir un tercer punto, surgen muchas más configuraciones, de las cuales solo una es un triángulo equilátero.

Aunque el Tercero durmió entre nosotros en la cama, se sentó frente a nosotros durante la cena y caminó entre nosotros tomándonos las manos, los ángulos en nuestro trío siguieron cambiando.

Una tarde, descubrí que mi novio le había comprado al Tercero unos zapatos nuevos de ciclismo. Fue un corte poco profundo, seguro, pero resultó, para mí, un impulso compartido de acercar al Tercero a nuestros respectivos lados del triángulo. Sin mencionar: ¿Dónde estaban mis zapatos?

Poco a poco, nuestros conflictos de temporadas pasadas empezaron a reproducirse. A principios de agosto, nuestras peleas se intensificaron tanto que una noche tuvimos que salir a la calle. “Nos estamos avergonzando”, dije furioso. Mi novio se paseaba por la acera, lleno de ira, mientras yo lo acosaba con preguntas. Los paseantes nocturnos de perros se habían detenido a mirar cuando mi novio dijo: “¡Me hace sentir como tú lo hacías antes!”.

Fue una de esas feas frases que dices sin querer durante una pelea y que sacuden a ambas partes con su precisión. Los dos sabíamos que era verdad, y yo lo entendía perfectamente porque me sentía igual.

El verano terminó. Llegó la hora de que el Tercero volara de regreso a casa. Lo dejamos en el aeropuerto e intercambiamos despedidas llenas de lágrimas no solo para la terna, sino también, debíamos saberlo, para nosotros como pareja. Nos metimos en la 405 en el descapotable naranja brillante de mi novio y sollozamos todo el camino a casa.

El Tercero trajo una luz a la oscura y polvorienta habitación de nuestra relación. Esa luz nos despertó, nos dio energía, nos hizo vulnerables de nuevo. Pero también iluminó algunas cajas que habíamos intentado mantener escondidas durante años. Cajas tan llenas de resentimientos que harían sonrojar incluso a un acaparador. Antes de ser un trío, podíamos ignorar nuestros problemas, archivarlos. Pero una vez que teníamos un testigo, ya no podíamos negar la evidencia.

Ese agosto, rompimos, y esta vez se mantuvo la ruptura. Nos rompieron el corazón tres veces, pero cambiamos. Ese último verano juntos nos recordó lo hermoso que puede —y debe— ser el amor.

Tras la ruptura, me mudé a un departamento de una habitación. Esta vez, opté por una cama grande, toda para mí.

A veces la miro y me avergüenza su sugerencia de que la llenaré con múltiples amantes en diversas coreografías sexuales. Pero, la mayor parte del tiempo, paso las noches solo, durmiendo en el centro. Me desparramo.

© The New York Times 2022

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