La mostaza está muy presente en la cultura francesa. “Me hierve la sangre” se traduce en francés por la expresión “la moutarde me monte au nez”, es decir: “la mostaza se me sube a la nariz”. Y como atestigua el Día de la Bastilla, cuando eso ocurre en Francia, el efecto puede ser devastador.
Mientras Francia celebraba el jueves su fiesta nacional más importante, la conmemoración del asalto a la prisión de la fortaleza de la Bastilla en 1789, que desencadenó la Revolución Francesa, la misteriosa desaparición de la mostaza de los estantes de los supermercados ha provocado, si no una revuelta, al menos una profunda inquietud.
Privada del condimento que da gracia a un steak frites, vida a una salchicha a la parrilla, profundidad a una vinagreta y riqueza a la mayonesa, Francia ha buscado alternativas con silenciosa desesperación. El rábano picante, el wasabi, la salsa Worcestershire e incluso las cremas de roquefort o de chalotas han surgido como contendientes.
Pobres contendientes, hay que decirlo. El problema es que la mostaza de Dijon es tan insustituible como imprescindible. Es posible que la mantequilla o la crema de leche de calidad única sean más esenciales en la cocina francesa, pero muchas salsas untuosas se marchitan en la insipidez sin la mostaza. En Lyon, la idea de una salchicha de menudos, o andouillette, sin su salsa de mostaza es tan inconcebible como un queso sin la compañía del vino.
Otro problema: resulta que la mostaza de Dijon se compone en gran parte de ingredientes que no proceden de esa encantadora capital de la región de Borgoña. Una tormenta perfecta ocasionada por el cambio climático, una guerra europea, problemas de suministro debido al COVID y el aumento de los precios han dejado a los productores franceses sin las semillas marrones que hacen que su mostaza sea mostaza.
La mayor parte de esas semillas marrones —al menos el 80 por ciento de ellas, según Luc Vandermaesen, director de la gran fábrica de mostaza Reine de Dijon y presidente de la Asociación de Mostaza de Borgoña— vienen de Canadá. Una ola de calor en las provincias de Alberta y Saskatchewan, que los científicos dijeron que habría sido “prácticamente imposible” sin el calentamiento global, redujo la producción de semillas en un 50 por ciento el año pasado, al mismo tiempo que el aumento de las temperaturas afectó duramente a la pequeña cosecha de Borgoña.
“El principal problema es el cambio climático y el resultado es esta escasez”, dijo Vandermaesen en una entrevista. “No podemos responder a los pedidos que recibimos, y los precios de venta al público han subido hasta un 25 por ciento como reflejo de la subida del costo de las semillas”.
Su empresa recibe al menos 50 llamadas diarias de personas que buscan mostaza. Antes de la desaparición de la mostaza no había llamadas de este tipo. La gente incluso acude a la sede de la empresa en Dijon (no es una operación de venta al por menor) en su frenética búsqueda de mostaza. Carrefour, una de las principales cadenas de hipermercados francesas e internacionales, se ha visto obligada a desmentir los rumores que corren por Twitter de que está almacenando mostaza para subir los precios. Cocineros como Pierre Grandgirard, en Bretaña, han recurrido a internet para conseguir mostaza con las personas que todavía tienen.
En la mayoría de las tiendas, los estantes de mostaza ya se han vaciado. Donde hay algo de mostaza, algunos carteles dicen que la venta está “limitada a un envase por persona”. El minorista Intermarché, disculpándose por las molestias causadas, explica en otro cartel colocado en un estante que “una sequía en Canadá” y el “conflicto de Ucrania con Rusia” han creado la “penuria” de mostaza, como la llaman los franceses.
Para los franceses, que se enorgullecen de su mostaza, la noción de que rara vez es un producto totalmente local y que más bien depende del tipo de cadena de suministro multinacional interrumpida por la pandemia, también ha sido un shock.
La guerra en Ucrania ha complicado aún más las cosas. Tanto Rusia como Ucrania son grandes productores de semillas de mostaza, pero generalmente no de las semillas marrones, o Brassica Juncea, utilizadas en la clásica mostaza de Dijon. Las semillas, principalmente amarillas, producidas en los dos países en guerra, son populares en países como Alemania y Hungría, que prefieren un condimento más suave.
Como los granos de mostaza amarilla han sido víctimas de la guerra, lo que ha empujado a los países que dependen de ellos a buscar otros tipos de mostaza, la “presión sobre el mercado de la mostaza ha aumentado, haciendo subir los precios”, dijo Vandermaesen.
Francia consume alrededor de un kilo de mostaza al año por habitante, lo que la convierte en el mayor consumidor del mundo. Aunque hay indicios de escasez en otros países, como Alemania, la crisis de la mostaza francesa es única por sus dimensiones, en parte porque Francia depende en gran medida de Canadá para sus semillas.
En la crisis, por supuesto, está la oportunidad. Paul-Olivier Claudepierre, copropietario de Martin-Pouret, proveedor de mostazas y vinagres íntegramente franceses, declaró al diario Le Monde que había llegado el momento de “relocalizar la producción”.
“Cultivamos, a miles de kilómetros, una semilla que vamos a cosechar, llevar a un puerto, transportar a través del océano en contenedores, para transformarla en casa”, dijo. “Eso cuesta mucho, ¡y deja una gran huella de carbono!”.
Vandermaesen dijo que Borgoña se ha embarcado en un esfuerzo concertado para aumentar la producción, aunque no pueda igualar “las grandes zonas de producción de Alberta y Saskatchewan”. Uno de los problemas a los que se enfrentan los productores de Borgoña es que la Unión Europea ha prohibido un insecticida que desde hace tiempo se utiliza para combatir el escarabajo de la pulga negra, una plaga.
Por ahora, parece que Francia debe aprender a vivir sin mostaza, un cambio doloroso. Se dice que María Antonieta, la reina de Francia en la época de la revolución, comentó: “Que coman pastel”, cuando le dijeron que los campesinos se morían de hambre sin pan. (Si realmente lo hizo, antes de ser guillotinada en 1793, es otra cuestión).
“Que coman wasabi”, es una frase que el presidente Emmanuel Macron probablemente haría bien en evitar.
© The New York Times 2022