Una mujer se bajó de la ambulancia llorando y con las manos llenas de sangre. Los médicos de la policía la llevaron al interior de su puesto de primeros auxilios mientras la mujer pedía ayuda para su esposo, quien yacía en la ambulancia.
“Por favor, Dios, déjalo vivir”, suplicó la mujer, Olha. “Ni te imaginas la persona que es. Tiene un corazón de oro”.
Pero los camilleros ya habían cesado la atención. El esposo de Olha, Serhii, murió al mediodía del martes 24 de mayo. Es otra víctima del incesante bombardeo de artillería y disparos que las fuerzas rusas han lanzado sobre esta ciudad en el frente de guerra durante tres meses.
Severodonetsk, una ciudad minera e industrial, se encuentra en el corazón de la región del Donbás en Ucrania oriental, lo que la coloca directamente en la mira de Moscú. Las fuerzas rusas, repelidas en la capital, Kiev, han volcado toda la fuerza de su estrategia hacia al este. El objetivo es apoderarse de una gran parte del territorio que está junto a la frontera rusa, aunque eso ha tenido cierto costo para ellos.
Severodonetsk también es estratégicamente crítica para los ucranianos, quienes han pasado semanas defendiéndola de manera feroz. A principios de este mes, las fuerzas rusas sufrieron grandes pérdidas cuando intentaban cruzar el río Síverski Donets y solidificar su posición.
En Severodonetsk, eso ha significado meses de trauma a medida que Moscú ha intentado rodear la ciudad y asediarla. En la actualidad, las fuerzas rusas están apostadas en tres lados.
Viajar a Severodonetsk es peligroso. Para poder llegar aquí el martes 24 de mayo, un equipo de The New York Times condujo con escolta policial a través de pequeños pueblos y campos para evitar disparos de artillería desde las posiciones rusas y luego pasó a gran velocidad por un puente de un solo carril, que es la única ruta de acceso que le queda a la ciudad.
En casi todas las calles, había escombros causados por los bombardeos rusos.
Las aletas de los cohetes sobresalían de los cráteres en el asfalto. Un poste eléctrico destruido y sus cables colgaban del otro lado de la calle. Coches quemados, destrozados por la metralla y a veces volcados, yacían abandonados dondequiera que los hubiera arrojado una explosión. Un camión colgaba de forma precaria al costado de un puente.
Para los policías de Severodonetsk, era solo otro día más.
Los agentes han mantenido una presencia policial en la ciudad, así como en la ciudad vecina de Lysychansk. Le han llevado suministros a los habitantes que quedan, han recogido a los muertos y heridos y han evacuado a las personas lejos del frente de batalla.
“Muchos de ellos eran tipos normales, pero cuando comenzó la guerra se convirtieron en héroes”, afirmó el jefe de policía de la región de Lugansk, Oleh Hryhorov, sobre sus elementos. “Muchos de ellos se han quedado porque de verdad comprenden que es su deber”.
Aunque gran parte de la región de la que Hryhorov es responsable ha sido ocupada por las fuerzas rusas, ha logrado mantener un cuartel general en Severodonetsk y comanda una fuerza compuesta principalmente por nativos de las regiones orientales de Lugansk y Donetsk, las cuales Rusia reclama como propias. Muchos de ellos perdieron sus hogares hace ocho años en la guerra en Ucrania oriental y ahora lo han vuelto a perder todo, afirmó.
Mientras las fuerzas militares ucranianas luchan por defender la ciudad, con artillería y tanques para repeler los avances rusos, la fuerza policial ha intentado atender las necesidades de la población civil. Dentro de un galpón, un grupo de trabajadores elaboraba listas de quiénes necesitaban ayuda y quiénes buscaban evacuación. Una hilera de mantas sobre tablas de madera fungía como puesto de primeros auxilios. En el patio, la gente llenaba baldes de agua de un camión cisterna.
Mientras tanto, los rusos han incrementado sus bombardeos en los últimos días y, según el jefe de la policía, parece inminente que realizarán un nuevo ataque.
Ahora, incluso los civiles que habían optado por quedarse en sus hogares y que habían rechazado ofertas de evacuación están pidiendo ayuda para salir, aseguró Hryhorov. La policía está sacando en la actualidad entre 30 y 40 personas al día.
El peligro también es cada vez mayor para sus oficiales, que suman más de 100 en los dos asentamientos. El martes 24 de mayo, Hryhorov sostuvo una reunión con su personal para elaborar una estrategia sobre qué hacer en caso de que los rusos los rodearan.
Por ahora, se quedarán donde están, afirmó, ya que no hay nadie más que pueda ayudar a la población.
De una población previa a la guerra de 100.000 habitantes, todavía quedan miles en la ciudad. Muchos de ellos viven en sótanos y refugios antibombas comunales. Otros siguen en sus apartamentos o pequeñas cabañas de madera en medio de jardines y calles arboladas. Algunos son pensionistas. Otros carecen de los medios —o las ganas— para escapar. Otros incluso simpatizan con el gobierno ruso.
Muchos parecían estar simplemente abrumados por los acontecimientos.
Mientras un equipo de oficiales descargaba suministros de alimentos para las familias de los bloques de apartamentos que están en la parte vieja de la ciudad, dos mujeres se le acercaron al comandante de la policía. Querían ser evacuadas, pero cuidaban a sus madres, quienes estaban confinadas en sus camas debido a accidentes cerebrovasculares.
“No tengo nada de dinero, ni siquiera monedas”, afirmó Viktoriya, de 49 años, mientras comenzaba a llorar. “No tengo familiares ni adónde ir”.
Viktoriya había estado en contacto con un grupo de ayuda estadounidense que se había ofrecido a ayudarla cuando la ciudad todavía tenía conexiones de teléfono e internet. Sin embargo, contó, nunca llegaron. Su madre, Valentina, tiene 87 años y no puede caminar.
Mientras hablaba, el disparo de un francotirador pasó silbando muy cerca de sus cabezas. El comandante de la policía se agachó y se dio la vuelta para buscar el lugar del impacto. Sin embargo, las dos mujeres parecieron hacerle caso omiso al disparo, así como a las explosiones que sonaban cerca.
© The New York Times 2022