[Advertencia: Esta reseña revela detalles de la trama]
Si sabes que a estas alturas ya deberías haber visto la exitosa serie surcoreana de Netflix El juego del calamar, pero has tenido la suerte o la prudencia de no hacerlo, acá comentaremos algunas de las cosas que te estás perdiendo.
El diseño de producción y el vestuario son llamativos —aunque no especialmente interesantes— y es posible que los hayas visto en las redes sociales. Las escaleras tipo Escher y la decoración a gran escala con forma de baúl de juguetes, junto con los uniformes monocromáticos y las máscaras amenazadoras, recuerdan a proyectos distópicos como El prisionero, El cuento de la criada y la propia La casa de papel de Netflix. Su capacidad de convertirse en memes ha sido claramente un factor en la sorprendente omnipresencia de la serie desde su estreno el 17 de septiembre.
(No se ha anunciado una segunda temporada, pero apostar en contra sería tan imprudente como confiar en uno de los desesperados estafadores de la serie durante un juego de canicas).
También está el elemento del juego, que parece haber sido el principal atractivo para los adolescentes de mi propia casa. Los desventurados protagonistas de la historia, secuestrados en una isla remota, se ven obligados a jugar versiones elaboradas y mortales de juegos de la infancia, algunos familiares para los espectadores occidentales (tira y afloja, luz roja-luz verde) y otros, como el juego del calamar que le da título a la serie, son específicos de Corea. Las alianzas se forman y cambian; los jugadores revelan su verdadera esencia; los perdedores son inmediatamente asesinados a balazos. Los seis juegos, repartidos en nueve episodios, evocan tanto las competencias de la telerrealidad —Survivor pero con armas— como los placeres más puramente cinéticos de los deportes en televisión y los deportes electrónicos.
Pero, ¿de qué trata El juego del calamar? Cuando se mira más allá de los adornos y la acción, lo que se ve es un melodrama de amistades totalmente tradicional y predecible. El grupo central de jugadores está sacado del manual de las películas de guerra de Hollywood: el líder fuerte y silencioso, la forastera malhumorada, el gángster violento, el viejo bondadoso y el gentil ingenuo que sirve como una suerte de portavoz del público.
Son los 12… no, mejor los seis del patíbulo, y su progreso en la historia no trae sorpresas. Mueren exactamente en el orden que cabría esperar, en función de su importancia para la mecánica de la trama.
Ese tipo de previsibilidad es prácticamente un motivo en El juego del calamar, tanto que parece intencionado. La identidad del maestro de juegos enmascarado es obvia durante gran parte de la temporada, aunque se supone que es un misterio. La decisión de que la muerte de un personaje especialmente simpático suceda fuera de la pantalla, algo inusual en una serie que hace hincapié en los asesinatos extremadamente gráficos, es una señal obvia de que esa persona volverá a aparecer. Un giro en la estructura del juego de las canicas —un recurso argumental que contribuye a que el sexto episodio sea notoria y vergonzosamente manipulador, y que también lo ha convertido en uno de los favoritos del público y de la crítica— se ve venir desde un kilómetro de distancia.
Los llamativos efectos visuales, la atracción visceral de los juegos, el atractivo de los elementos de ciencia ficción y misterio y la tranquilizadora familiaridad de las viejas fórmulas narrativas contribuyen, estoy seguro, a la popularidad de El juego del calamar. (Dada la reticencia de Netflix a compartir cifras, su audiencia real es un misterio mayor que cualquier otra cosa de la serie). Pero lo que probablemente la pone en la cima es el aspecto que más me disgusta: su pretensión de relevancia social contemporánea, un fino barniz de pertinencia destinado a justificar la implacable carnicería que es la característica más evidente de la serie.
Los jugadores —un trabajador automotriz desempleado, una desertora norcoreana, un banquero de inversiones estafador— son todos deudores, abatidos por las circunstancias y la debilidad, y lo suficientemente desesperados como para participar en los escenarios de matar o morir ideados por los creadores del juego, invisibles pero presumiblemente autocráticos. (El premio potencial, que se acumula en una esfera de cristal a medida que los concursantes son eliminados, es de decenas de millones de dólares). El montaje es un comentario sobre la rígida estratificación de clases de Corea del Sur, y una alegoría bastante obvia: perdedores en el juego amañado de la economía coreana, los jugadores tienen la oportunidad de ganar en el ámbito (supuestamente) más basado en el mérito e igualitario del juego del calamar, pero corren el riesgo de sufrir una muerte casi segura.
Pero hay una diferencia entre hacer referencia a algo y realmente esclarecerlo, o usarlo como base de un drama auténticamente humano. El juego del calamar no tiene nada que decir sobre la desigualdad y el libre albedrío más allá de las obviedades, y sus personajes son conjuntos superficiales de clichés familiares y de combate, puestos endeblemente sobre una premisa patentemente ridícula. (Los miembros del reparto, encabezados por las estrellas surcoreanas Lee Jung-jae y Park Hae-soo, se esfuerzan bastante —y con cierto éxito— para darles a los jugadores algunos matices reales de emoción). Su objetivo, común en estos momentos, es congraciarse con su público confirmando sus ideas aceptadas. Al igual que otro éxito reciente de Corea del Sur, la película de Bong Joon Ho ganadora de un Oscar, Parásitos, la serie lo consigue con creces.
Y lo que también consigue, por supuesto, es dar cobertura a la violencia, que es más que ligeramente enfermiza en su escala, su presentación gráfica y su calculada gratuidad. Mucho antes de que el héroe, Gi-hun (Lee), participara en el juego del último episodio con un cuchillo de carne clavado en la mano, yo ya estaba harto. Los defensores pueden argumentar que la combinación de la diligencia empresarial y la exageración caricaturesca en los asesinatos tiene una resonancia estética y temática, pero nada en la pantalla apoya esa opinión. Hay poco miedo y aún menos emoción, solo la satisfacción logística del recuento de cadáveres.
El director y guionista de El juego del calamar, Hwang Dong-hyuk, es un director de largometrajes (The Fortress, Silenced) que con este proyecto debuta en las series de televisión. Él y su equipo de cámara mantienen la historia legible y las imágenes rutinariamente bien compuestas, y escenifica la acción con aburrida competencia. Pero no tiene un estilo distintivo, lo que se nota especialmente porque la serie es un claro retroceso a una generación ligeramente anterior de películas surcoreanas de directores como Park Chan-wook y Kim Ki-duk, cuyo garbo estilístico e ingenio mordaz les permitía hacer que la violencia exagerada se sintiera como un elemento orgánico en sus historias. En El juego del calamar, solo hay calorías vacías y sangrientas.
© The New York Times 2021