Era su primer día como nombrado como alcalde de Kunduz de los talibanes, y Gul Mohammad Elias estaba en una ofensiva encantadora.
El domingo pasado, los insurgentes tomaron el control de la ciudad al norte de Afganistán, en ruinas después de semanas de combate. Las líneas de electricidad estaban caída, el suministro de agua, alimentado por generadores, no llegó a la mayoría de los residentes. La basura y los escombros cubrieron las calles.
Los funcionarios públicos que podían arreglar esos problemas estaban escondidos en sus casas, aterrorizados por los talibanes. Así que el comandante insurgente convertido en alcalde convocó a algunos a su nueva oficina para persuadirlos de volver al trabajo.
“Les dije que nuestro yihad no es con el municipio, nuestro yihad es en contra de los ocupantes y quienes los defienden”, aseguró Elias al New York Times por teléfono.
Paro día con día, las oficinas municipales permanecían casi vacías. Elías se frustraba y su retórica se hacía más estricta.
Los combatientes talibanes comenzaron a ir puerta por puerta, buscando a trabajadores urbanos ausentes. Cientos de hombres armados colocaron puestos de control en la ciudad. En la entrada del Hospital regional apareció un aviso en la parad: Los empleados deben regresar al trabo o enfrentar el castigo de los talibanes.
Justo una semana después de la caída de Kunduz, la primera de varias ciudades que tomaron los talibanes con una velocidad impresionante, los insurgentes tienen el control efectivo de Afganistán. Y ahora deben funcionar como administradores que proveen de servicios básico a cientos de miles de personas.
La experiencia de los habitantes de Kunduz ofrece una idea de cómo pueden gobernar los talibanes y de lo que podría ocurrir en el resto del país.
En sólo unos días, los insurgentes, frustrados por sus esfuerzos fallidos para engatusar a los servidores públicos de regresar a trabajar, comenzaron a sembrar el terror, informaron habitantes consultados por teléfono.
“Estoy asustado porque no sé que pasará y que harán”, dijo uno que pidió no ser identificado por miedo a represalias de los talibanes. “Tenemos que sonreírles porque tenemos miedo, pero estamos profundamente infelices”.
Tres días después de que los talibanes tomaron el control en Kunduz, Atiqullah Omarikhil, un servidor público, recibió la llamada de un combatiente insurgente que le dijo que fuera a su oficina. El alcalde de Kunduz quería hablar con él, dijo.
Omarkhil se ha quedado en casa desde la retirada de las fuerzas gubernamentales, mientras los insurgentes inundaban las calles y una sensación de malestar se apoderó de la ciudad golpeada. Él ha experimentado dos momentos similares antes, cuando los talibanes tomaron Kunduz brevemente en 2015 y de nuevo en 2016. Ambas veces, los insurgentes fueron rechazados con tanques estadounidenses.
Pero esta vez, días después de que los talibanes tomaran el control, todo el ejército afgano encargado de reclamar la ciudad se rindió ante los insurgente. Entregaron sus armas y sus vehículos en una clara señal de Kunduz no sería rescatada.
Cuando Omarkhil llegó a la oficina municipal, el extenso complejo parecía inquietantemente intacto por la guerra.
Todos los vehículos del gobierno, camiones de basura y computadoras estaban exactamente donde los habían dejado antes de que los talibanes tomaran el control y los jóvenes combatientes, conocidos por saquear las ciudades tomadas, entraran a la ciudad. El único signo de cambio fueron los espacios blancos en las paredes donde habían estado las fotos del Presidente Ashraf Ghani. En cambio, se habían colgado banderas blancas de los talibanes.
Dentro del edificio, Omarkhil se unió a ocho empleados municipales y Elias, el comandante talibán, les ordenó regresar a trabajar para mejorar la moral de la gente. Al compartir su número celular, les dijo que llamaran en caso de tener problemas con los combatientes talibanes.
“Hemos capturado la ciudad, y ahora podemos asegurarle a la gente que les daremos los servicios básicos”, dijo Omarkhil, quien fue entrevistado por teléfono, al citar a Elias.
A mitad de la reunión, un comerciante suplicó al guardia talibán para ver al alcalde. Como cientos de otros, su kiosko había sido casi destruido por completo por el fuego en el último embate de los talibanes. Dijo que los comerciantes temían que sus tiendas fueran saqueadas, querían la promesa de los talibanes de que podían regresar al mercado por sus cosas de forma segura, dijo Omarkhil.
El alcalde cumplió, e incluso reembolsó los gastos del taxi o autobús en el que trasladaron sus mercancías, señaló.
Por el resto del día, Elias se reunió con otros líderes municipales para tratar de restaurar los servicios.
En la corporación estatal de agua y alcantarillado, exigió que se restableciera el suministro de agua. Cuando el gerente le dijo que las líneas eléctricas primero debían ser reparadas, le ordenó al director del departamento de electricidad que obligara a sus empleados a regresar.
En departamento local de salud, el nuevo director talibán transmitió el mismo mensaje al personal del hospital. Los combatientes insurgentes dieron agua al personal sanitario y ofrecieron 500 afganis, alrededor de seis dólares, a cada guardia del hospital para pagar la cena de esa noche.
Hubo algunos avances. Los camiones del gobierno comenzaron a recoger la basura de las calles, y los trabajadores repararon las líneas de electricidad. Pero la nueva normalidad llegó con una sensación de inquietud.
Casi todas las tiendas en Kunduz estaban cerradas. Los comerciantes, temerosos de que sus tiendas pudieran ser saqueadas por los combatientes talibanes, se habían llevado sus productos a casa. Cada tarde las calles se vaciaban de residentes, temían ataque aéreos cuando los aviones del gobierno zumbaban en el cielo. Y cerca de 500 combatientes estaban apostados alrededor de la ciudad, ocupando puestos de control en cada esquina.
“La gente está asustada, no están felices, y si alguien dice que la gente está feliz, está mintiendo”, dijo un servidor público de la dirección de salud pública. “Todos se preguntan ¿Qué pasará con nuestro futuro?”.
Para el final de la semana, los temores de muchos residentes se estaban haciendo realidad.
En el hospital regional, los combatientes talibanes se apoderaron de la lista de los números de teléfono de los empleados y las direcciones de sus casas y comenzaron a llamarlos, exigiéndoles que regresaran a trabajar, dijo un trabajador sanitario que prefirió permanecer en el anonimato por temas de seguridad.
Otro, que había huido a Kabul, recibió una llamada de combatientes talibanes exigiéndole que volviera a trabajar. Se subió a un autobús a Kubuz a media noche y fue directamente al hospital cuando llegó.
En el hospital, los talibanes armados hicieron un chequeo de asistencia. Por miedo, dijo el trabajador, el personal femenino usaba burkas azules celeste para asistir en las cirugías y atendían a los heridos de ataque aéreos que aun astillaban la ciudad por las tardes.
“Dentro hospital están armados, en el patio del hospital están armados”, dijo el funcionario de salud. “Incluso los talibanes enfermos entran en el hospital con armas”.
En el edificio municipal, Elias llamó a otra reunión con los funcionarios públicos el miércoles, esta vez, con combatientes armados a su lado. A los directores de prensa se les dijo que se quedaran en casa, al igual que a la mujeres que trabajaban para el gobierno. Se prohibió la venta de bebidas alcohólicas y pollo congelado no halal, anunció el nuevo alcalde. Al parecer, el estricto gobierno de los talibanes había regresado.
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