Especial para Infobae de The New York Times.
No logró quedarse donde quería. Pocos equipos podían pagarlo. Ni siquiera uno de los mejores jugadores de todos los tiempos pudo resistir las fuerzas económicas que mueven al deporte.
En esas frenéticas horas finales de abril, antes de que una camarilla de propietarios de los clubes más importantes de Europa revelara su plan para una superliga separatista ante un mundo desprevenido y poco receptivo, surgió un cisma en sus filas.
Una facción liderada por Andrea Agnelli, presidente de la Juventus y Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, quería anunciar el plan tan pronto como fuera posible. Agnelli, en especial, sentía personalmente la presión de estar actuando, de hecho, como doble agente. Todo, decían, estaba listo. Al menos tan listo como se podía.
Otro bando, enfocado en los grupos de dueños estadounidenses que controlan a los gigantes tradicionales de Inglaterra aconsejó ser precavidos. Los planes todavía tenían que pulirse. Todavía había que, por ejemplo, debatir cuántos sitios le darían a los equipos que calificaran para el campeonato. Sentían que era mejor esperar hasta el verano.
Si el primer grupo no se hubiera impuesto —si todo el proyecto no hubiera estallado y colapsado en la ignominia en 48 turbulentas horas– esta habría sido la semana, después de las olimpiadas pero antes del inicio de la nueva temporada, en la que habrían presentado esa visión elitista y egoísta para el futuro del fútbol.
Que la Superliga se viniera abajo, por supuesto, fue un bendito alivio. Que esta semana, más bien, se ha convertido en una ilustración distópica del lugar exacto en el que se encuentra el fútbol sugiere que no hay mayor solaz posible en el fracaso de la Superliga.
El jueves, el Manchester City rompió el récord de transferencias británico, al pagar a Aston Villa 138 millones de dólares por Jack Grealish, en lo que podría no ser el último fichaje del verano. El club tiene la esperanza de incorporar a Harry Kane, talismán del Tottenham y capitán de Inglaterra, por una tarifa que podría subir hasta los 200 millones de dólares.
Y luego, por supuesto, todo lo demás se opacó cuando se supo que Lionel Messi se iría, que tendría que irse, del F.C. Barcelona. Según las reglas de La Liga, las finanzas del club están en tal estado que no se pudo registrar física ni fiscalmente al mejor jugador de todos los tiempos para la próxima temporada. El Barca no tuvo más remedio que dejarlo ir. Messi no tuvo más remedio que irse.
Todo lo que ha pasado desde entonces ha sido tan sorprendente como surreal, pero tan predecible que parece inevitable.
Hubo una conferencia de prensa teñida de lágrimas, en la que Messi reveló que había ofrecido aceptar una rebaja del 50 por ciento en su paga para quedarse en el club que ha sido su hogar desde los 13 años, el equipo para el que anotó 672 goles en 778 partidos, en el que rompió todos los récords que había para romper, ganó todo lo que podía ganarse y se forjó una leyenda que tal vez jamás sea equiparada.
Tan pronto como terminó, aparecieron las primeras volutas de humo en París, que sugerían que tal vez sería el nuevo hogar de Messi. Al parecer, el París St.-Germain hacía números en la calculadora. Messi había estado en contacto con Neymar, viejo compadre, para hablar. Había llamado al mánager del club, Mauricio Pochettino, para averiguar cómo podría ser. El PSG estaba en contacto con Jorge, su padre y agente.
El martes sucedió. Todo estaba acordado: un salario con valor de 41 millones de dólares anuales, a lo largo de dos años y opción de un tercero. Al retirarse su efigie del Camp Nou para dejar un agujero entre las gigantografías de Gerard Piqué y Antoine Griezmann, Messi y Antonela Roccuzzo, su esposa, abordaban un avión en Barcelona, con todo empacado y listo para marcharse.
Jorge Messi aseguró a los periodistas en el aeropuerto que el trato estaba hecho. El PSG bromeó con un tuit. Messi aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget, cerca de la capital francesa, con esa sonrisa tímida y una camiseta que decía: Ici, C’est Paris (Aquí es París).
No era la jornada que muchos habían imaginado para él, jamás. Pero no tenía otra opción. O, más bien, el jugador para el que todo siempre había sido posible, por una vez tenía solo un limitado paquete de alternativas.
En esa elección restringida hay un retrato del fútbol moderno, y es muy claro. Lionel Messi, el mejor de todos los tiempos, no tiene verdadero control sobre dónde jugará sus últimos años. Ni siquiera él pudo resistir las fuerzas económicas que impulsan el juego.
No podía quedarse donde quería, en Barcelona, porque el club se ha metido, de cabeza, en la ruina económica. Una mezcla de incompetencia de los ejecutivos y arrogancia de la institución son en gran parte responsables de eso, pero no totalmente.
Por supuesto, el club ha gastado mucho y mal en los últimos años. Ha malgastado el legado que Messi construyó con tanto esfuerzo. Pero lo hizo en un contexto en el que se le pidió y se esperaba que compitiera con clubes respaldados no solo por oligarcas y multimillonarios, sino también por Estados nacionales enteros, con sus ambiciones descontroladas y gastos irrestrictos.
La pandemia del coronavirus aceleró la calamidad así que el Barcelona ya no estaba en una posición en la que pudiera mantener a un jugador que quería quedarse. Cuando fue hora de que se marchara, él encontró un panorama en el que solo un puñado de clubes –no más de nueve— podían ofrecerle la oportunidad de competir por otro trofeo de la Liga de Campeones. Hacía tiempo que todos los demás habían quedado atrás, relegados a un estatus secundario.
Y de ellos, solo tres podrían estar cerca de comprometerse a darle un salario tan merecidamente gigantesco como el suyo. No se le debe criticar que quiera ganar lo que vale. Es el máximo exponente de su arte en la historia. Sería grosero exigirle que lo haga a bajo precio, como si fuera su deber entretenernos. Así que solo podían ser Chelsea o Manchester City o París.
Para algunos —y no solos a los que llevan al PSG cerca del corazón— será una posibilidad apetecible: la oportunidad de ver a Messi reunido con Neymar y no solo eso, alineado por primera vez con Kylian Mbappé, que muchos asumen será quien se quede con su corona en el mejor de los casos, y también con su viejo enemigo, Sergio Ramos.
Eso será cautivador, sin duda. E indudablemente redituable: las camisetas volarán de los estantes; lloverán los auspicios; se elevarán los rátings televisivos y tal vez llevarán consigo a todo el fútbol francés. Es posible que también sea exitoso en el campo de juego y no hay duda de que será un buen espectáculo. Pero eso no es garantía. Lo mismo pasa con el hundimiento de un barco.
Que los arquitectos de la Superliga llegaron, en abril, a la respuesta equivocada no está en duda. La visión del futuro del fútbol que presentaron era una que los beneficiaba y dejaba al resto, de hecho, en la ruina.
Pero la pregunta que suscitaron era correcta. La gran mayoría de esa docena de equipos sabía que el juego no era sostenible en su forma actual. Los costos demasiado elevados, los riesgos demasiado enormes. La carrera armamentista en la que se enzarzaron solo llevó a su destrucción. Reconocieron la necesidad de cambiar, incluso si en su desesperación y egoísmo no pudieron identificar la forma que debía adoptar el cambio.
Les preocupaba que no pudieran competir con el poderío y la fortuna de los dos o tres clubes que no estaban limitados por las mismas reglas que todos los demás. Sentían que la cancha ya no era pareja. Creían que, tarde o temprano, los primeros jugadores, y luego los trofeos, se fusionarían en torno al PSG, el Chelsea y el Manchester City.
Resultó más temprano que tarde que el PSG fichó a Messi. El City podría comprometer más de 300 millones de dólares solo en dos jugadores en cuestión de semanas mientras el resto del deporte intenta reponerse del impacto de la pandemia. El Chelsea ha gastado también 140 millones de dólares en un goleador. Esta es la semana en la que todos sus miedos, todas sus sombrías predicciones, han pasado.
No es que haya que tener simpatía, por supuesto. Esos mismos clubes no se preocuparon para nada por el balance competitivo mientras los desbalances les favorecieron. Nada ha dañado las posibilidades del cambio significativo tanto como su abortado intento de acorralar toda la riqueza posible del fútbol para sus propios fines.
Pero no son los únicos que pierden en esta situación. En abril, esas 48 horas tormentosas se sintieron como si el futbol hubiera logrado evitar la visión catastrófica de su futuro. El martes, cuando Messi aterrizó en París, al colisionar lo surreal con lo inevitable, era difícil ignorar la sensación de que solo había cambiado un futuro por el otro.
Rory Smith es el corresponsal principal de fútbol, con sede en Manchester, Inglaterra. Cubre todos los aspectos del fútbol europeo y ha reportado tres Copas Mundiales, los Juegos Olímpicos y numerosos torneos europeos. @RorySmith