Especial para Infobae de The New York Times.
En un notable acto de rebeldía, miles de cubanos salieron a la calle hace dos semanas al grito de “¡No tenemos miedo!“. Muchos están ahora atemorizados.
La valentía que muchos cubanos mostraron cuando salieron a las calles hace dos semanas —cantando “¡Abajo la dictadura!” y “¡No tenemos miedo!”— se ha convertido en temor para muchos.
Cientos de personas han sido detenidas, dicen los defensores de derechoss, y un número desconocido de ellas siguen retenidas. La policía tiene rodeada las casas de los activistas. Y entre los críticos del gobierno, hay una sensación generalizada de que la represión está lejos de terminar.
Maykel González, periodista independiente detenido tras las protestas del 11 de julio, se aventuró a salir de su casa en contadas ocasiones en los últimos días, asustado por la vigilancia y el acoso que sufren otros manifestantes.
“Temo que en cualquier momento tocan la puerta”, dijo González, de 37 años. “El temor preside cada día cuando me levanto”.
Cuando los cubanos, espoleados por una grave crisis económica, estallaron en una inusual ola de concentraciones públicas, los críticos del gobierno en la isla y en el extranjero esperaban que el acto de desafío obligara a los gobernantes autoritarios de la isla a adoptar reformas políticas y económicas.
En cambio, la respuesta de las autoridades ha sido draconiana. Los medios de comunicación estatales denuncian a los manifestantes como vándalos y saqueadores. Los agentes de policía han ido de puerta en puerta practicando detenciones, según han declarado los activistas de derechos humanos y los manifestantes.
Se calcula que unas 700 personas están retenidas por el gobierno, según las organizaciones de derechos humanos. En algunos casos, sus familias pasaron días sin saber dónde estaban sus seres queridos, o cuál era su situación legal. En otros, los manifestantes han sido condenados en juicios sumarios que no requieren la presencia de un abogado defensor, según los activistas de derechos humanos.
La represión ha paralizado, al menos por ahora, el espíritu rebelde que se apoderó de la isla durante unas horas aquel reciente domingo, cuando miles de cubanos coreaban “¡Libertad!”.
Y el temor es el sentimiento predominante entre muchos de los que protestaron.
“Hay una campaña feroz tratando de pasar a todos como delincuentes”, dijo Elaine Díaz, fundadora de Periodismo de Barrio, un medio de comunicación independiente que ha publicado videos y pódcasts con testimonios de primera mano de los manifestantes detenidos. “Pasamos de una etapa de miedo a una etapa de terror”.
En entrevistas, las personas que protestaron y sus familiares describieron conversaciones en pánico dentro de las casas y entre los vecinos sobre la forma que podría tomar la represión en los próximos días. Los cubanos empleados por el Estado se preocupan por la seguridad de su trabajo. Aquellos con familiares detenidos expresaron su temor a que hablar de ello les llevara a un trato más duro para sus seres queridos.
“Esta práctica de detenciones tiene un efecto ejemplarizante”, dijo Laritza Diversent, directora de Cubalex, una organización de derechos humanos iniciada en Cuba, pero ahora con sede en Estados Unidos, que proporciona ayuda legal a los disidentes. “El resto de la sociedad se inhibe a volver a realizar una protesta”.
Las autoridades cubanas se vieron sorprendidas por el alcance y la magnitud de las manifestaciones del 11 de julio. El presidente Miguel Díaz-Canel llamó a los partidarios del gobierno a retomar las calles, haciendo explícitamente “un llamado al combate”.
Al día siguiente, el presidente adoptó un tono más conciliador, reconociendo las privaciones y la angustia que sufren muchas familias cubanas. Las protestas fueron alimentadas por una crisis económica que se agravó cuando la pandemia cerró el turismo, dejando a muchos cubanos desempleados y hambrientos.
Funcionarios del gobierno cubano afirman que todas las investigaciones y detenciones derivadas de las protestas del 11 de julio —que incluyeron saqueos, ataques a policías y actos de vandalismo— se han llevado a cabo legalmente.
“No existen en Cuba cárceles secretas”, dijo el coronel Víctor Álvarez Valle, un alto funcionario del Ministerio del Interior, en una entrevista transmitida por un canal de televisión estatal. Dijo que a los cubanos detenidos tras las manifestaciones se les ha permitido comunicarse con sus seres queridos y tendrán acceso a abogados defensores.
Pero la respuesta del estado ha sido punitiva, según los activistas de derechos humanos.
Diversent dijo que, hasta el lunes, su grupo y otros habían contabilizado 699 informes creíbles de detenciones relacionadas con las protestas del 11 de julio. Indicó que se trata de un recuento incompleto de las consecuencias judiciales.
Varias familias dijeron estar angustiadas ante la falta de información sobre la ubicación y la situación legal de sus familiares.
Alberto Turis Betancourt, de 43 años, dijo que él y su hermana Dailin Eugenia Betancourt se unieron espontáneamente a la multitud de manifestantes que recorrieron las ruinosas calles de La Habana Vieja ese domingo coreando consignas antigubernamentales.
Betancourt dijo que se escondió en una casa tras un altercado con manifestantes pro gubernamentales que lo escupieron. Cuando las calles se calmaron, se dio cuenta de que su hermana, de 44 años, había desaparecido. La familia tardó seis días en saber que Betancourt estaba detenida, acusada de alteración del orden público.
“Mi hermana no pertenece a ningún partido opositor, no tiene antecedentes penales”, dijo Betancourt. Es “una cubana normal”.
En los últimos días, Betancourt se ha enfrentado al riesgo de hablar públicamente sobre la difícil situación de su familia. Su mujer trabaja como enfermera y le preocupa que pueda poner en peligro su trabajo, dijo; también lo ha amonestado por compartir información sobre el caso en Facebook. Incluso los vecinos lo han instado a pasar desapercibido y guardar silencio.
“Pero es mi hermana, ¿qué más puedo hacer?”, dijo Betancourt en una entrevista telefónica. “Me la tienen presa y yo me estoy haciendo cargo de los dos niños de ella”.
Inmediatamente después de las protestas del 11 de julio, experimentados líderes de la oposición que han pasado años en la mira del aparato policial cubano dijeron que esperaban que el miedo hubiera perdido su prolongado y firme control sobre la isla.
Pero Annia Zamora, de 53 años, sonaba más desesperada que esperanzada al relatar los acontecimientos que llevaron a la detención de su marido, Armando Abascal Serrano, perteneciente al grupo opositor Partido por la Democracia Pedro Luis Boitel. La familia aún no sabe a qué cargos se enfrenta, dijo.
“El pueblo cubano es valiente, pero la represión en este momento es dura y sí se siente el efecto”, dijo. “Hay familias que no saben dónde están” sus seres queridos.
Entre los detenidos estaban Yarian Sierra Madrigal y Yéremi Blanco Ramírez, dos pastores evangélicos de la Iglesia Bíblica de la Gracia en Matanzas, ciudad portuaria al este de La Habana. Están bajo arresto domiciliario desde el 24 de julio. Jatniel Pérez, otro pastor, calificó su detención de desconcertante y alarmante.
“No son personas problemáticas”, dijo Pérez. “Lo que hicieron, lo hicieron de corazón”.
González, el periodista, todavía está procesando los acontecimientos del 11 de julio. Después de que el gobierno cortara el acceso a internet en gran parte de la isla ese día, salió a la calle con la intención de documentar lo que estaba ocurriendo para su medio de comunicación, Tremenda Nota, que se centra en las comunidades marginadas.
“Estando ahí, me dejé llevar por esa bola de nieve costabajo y me uní a la manifestación como un manifestante más”, dijo.
Cuando el grupo en el que se encontraba se acercó a la Plaza de la Revolución, un lugar emblemático y fuertemente vigilado de la capital, los agentes uniformados lo esposaron, dijo.
Cuando lo arrastraban hacia un vehículo, un agente le jaló el pelo, lo que hizo que sus lentes cayeran al suelo. González, que es miope, suplicó a los agentes que le dejaran recogerlos. En cambio, un le dio una patada a los lentes.
“La lectura que se puede hacer es una sola”, dijo. “La intención fue de castigar, de hacer daño”
Ernesto Londoño es el jefe de la corresponsalía de Brasil, con sede en Río de Janeiro. Antes fue escritor parte del Comité Editorial y, antes de unirse a The New York Times, era reportero en The Washington Post. @londonoe • Facebook