Brasil supera las 500.000 muertes por covid y la tragedia no amaina

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A woman who lives by the Manacapuru River receives a COVID-19 vaccination from a health care worker in the Amazon region of northwestern Brazil, June 9, 2021. The governmentÕs failure to acquire a large number of vaccines early this year left Brazil, which has surpassed the grim milestone of 500,000 COVID-19 deaths, vulnerable to an explosive second wave powered by more contagious variants. (Mauricio Lima/The New York Times)
A woman who lives by the Manacapuru River receives a COVID-19 vaccination from a health care worker in the Amazon region of northwestern Brazil, June 9, 2021. The governmentÕs failure to acquire a large number of vaccines early this year left Brazil, which has surpassed the grim milestone of 500,000 COVID-19 deaths, vulnerable to an explosive second wave powered by more contagious variants. (Mauricio Lima/The New York Times)

Especial para Infobae de The New York Times.

RÍO DE JANEIRO — Los brasileños se recuperaban del Carnaval en los embriagadores días de febrero de 2020 cuando los primeros portadores conocidos del nuevo coronavirus volaron a casa desde Europa, sembrando la semilla de la catástrofe.

En Brasil, la nación más grande de América Latina, el virus encontró un terreno extraordinariamente fértil, lo que aceleró el brote que ha convertido a Sudamérica en el continente más afectado del mundo.

Recientemente, Brasil superó las 500.000 muertes oficiales por COVID-19, el segundo total más alto del mundo, por detrás de Estados Unidos. Alrededor de uno de cada 400 brasileños ha muerto a causa del virus, pero muchos expertos creen que la cifra real de muertes puede ser mayor. Con algo más del 2,7 por ciento de la población mundial, Brasil representa casi el 13 por ciento de las víctimas mortales registradas, y la situación en ese país no se calma.

El presidente Jair Bolsonaro ha liderado una respuesta sorprendentemente indolente, desdeñosa y caótica a la crisis del coronavirus que ha dejado a Brasil más pobre, más desigual y cada vez más polarizado. Las medidas de distanciamiento social han sido puntuales y mal aplicadas, el presidente y sus aliados han promovido tratamientos ineficaces y durante meses el gobierno no logró adquirir un gran número de vacunas.

“Como brasileña, es espantoso ver cómo el retroceso tras tres décadas de logros sanitarios se produce tan rápidamente, con consecuencias devastadoras”, dijo Marcia Castro, directora del Departamento de Salud Global y Población de la Universidad de Harvard.

A medida que el virus comenzó a extenderse desde las grandes ciudades hasta los rincones más remotos de Brasil el año pasado, cobró un número especialmente elevado de víctimas en la región amazónica. En enero, los pacientes del estado de Amazonas murieron asfixiados después de que el gobierno tardara en atender las advertencias sobre la escasez de oxígeno.

Ahora que el país se esfuerza por vacunar a la gente, las aldeas aisladas de la región, situadas en lo más profundo de la selva y a las que a menudo sólo se puede acceder por vía fluvial, siguen presentando un desafío único.

Bolsonaro ha dicho a los brasileños en repetidas ocasiones que no tienen nada que temer. El distanciamiento social, los confinamientos y las restricciones de viaje que se convirtieron en la norma en otros lugares eran reacciones exageradas que devastarían la economía de Brasil, advirtió.

“En mi caso particular, debido a mi historial como deportista, en caso de que me contaminara el virus, no tendría que preocuparme”, dijo Bolsonaro en marzo del año pasado. “No sentiría nada o estaría, como mucho, afectado por una gripecita o un resfriadito”. (Más tarde dio positivo en la prueba del virus y parecía tener solo síntomas leves).

Esa actitud displicente alarmó a los médicos de Brasil, que tiene un sólido historial de búsqueda de soluciones innovadoras a los problemas persistentes de salud.

Bolsonaro despidió a su primer ministro de Salud en abril del año pasado, después de que se hicieran públicas sus discrepancias sobre la contención del virus. El siguiente ministro duró apenas un mes, ya que no estaba dispuesto a acatar el efusivo apoyo de Bolsonaro a la hidroxicloroquina, una píldora contra el paludismo que no ha demostrado ser eficaz en el tratamiento para la COVID-19.

Entonces, el presidente puso al frente del ministerio a Eduardo Pazuello, un general del ejército sin experiencia en atención a la salud. Los legisladores le reprochan haber permitido que el brote se saliera de control este año, llevando al sistema de salud al punto de colapso.

Incluso después de todas las duras lecciones que se han aprendido y los ajustes que se han hecho, los hospitales de ciudades como Campo Grande, en el muy afectado estado occidental de Mato Grosso do Sul, están desbordados.

La pandemia disminuyó en el otoño, se agravó durante el invierno y estalló en la primavera. El recuento oficial de muertes en Brasil fue de menos de 400 al día a principios de noviembre, pero se disparó a más de 3000 al día a principios de abril, una tragedia de una escala que pocos habrían predicho.

En las últimas semanas, el número de muertos diarios ha superado los 2000, y los nuevos casos están aumentando de nuevo.

Lidiar con la muerte se ha convertido en una rutina para Maurício Antonio de Oliveira, de 51 años, supervisor de la funeraria del Grupo Eden en São Paulo. Pero, tras 15 meses de pandemia, no se ha acostumbrado a la particular crueldad que la covid inflige a las familias de los fallecidos.

En Brasil es normal ver los ataúdes abiertos, lo que permite a los dolientes dar un último adiós. Pero estos funerales están prohibidos para las víctimas de covid.

“Es muy cruel porque la persona con covid es hospitalizada y ya no la ves más”, dice. “Quieren ver a su ser querido, pero no hay manera”.

En abril del año pasado, muchas unidades de cuidados intensivos de los hospitales estaban sobrecargadas, lo que hacía que las familias tuvieran que luchar por conseguir camas, o incluso sillas, en las abarrotadas salas de emergencias.

Francis Albert Fujii, médico de emergencias en São Paulo que ayuda a transportar a los pacientes en estado crítico a los hospitales, pasó los primeros meses de la pandemia enclaustrado en su apartamento cuando no estaba trabajando. Fujii, de 41 años, divorciado y padre de dos hijos, se perdió los acontecimientos familiares y pasó un año y medio sin ver a su madre.

El virus mató a dos de sus compañeros de trabajo, un médico y un enfermero.

“Mi mayor temor ni siquiera era enfermar”, dijo, “era contagiar a alguien”.

Las cosas se calmaron a finales de año, pero entonces llegó la segunda ola, mucho peor que la primera.

“Llevamos 15 meses en esta batalla y no hay forma de salir de la crisis”, dijo. “Estoy muy triste por la situación en la que nos encontramos. Necesitamos un liderazgo que crea en la enfermedad y se tome la situación en serio”.

Durante las recientes audiencias del Congreso sobre la pandemia, un ejecutivo de Pfizer dijo que el año pasado los funcionarios ignoraron las repetidas ofertas de Pfizer para vender su vacuna para la covid a Brasil.

La escasez de vacunas ha hecho que los gobernadores, alcaldes y líderes del sector privado se esfuercen por llegar a sus propios acuerdos con los proveedores.

Bolsonaro ha expresado escepticismo y a veces ambivalencia sobre la importancia de las vacunas, y en una ocasión bromeó diciendo que los fabricantes de vacunas no serían responsables si las personas inoculadas se convirtieran en cocodrilos.

“Definitivamente, esto se ha gestionado mal”, dijo Carla Domingues, una epidemióloga que dirigió el programa nacional de inmunización de Brasil de 2011 a 2019. “No creíamos en la necesidad de la vacunación, y ni siquiera creíamos que iba a haber una segunda ola”.

A finales de marzo, mientras las muertes se disparaban, solo el 7 por ciento de los brasileños habían sido vacunados al menos parcialmente. La campaña se ha acelerado desde entonces —alrededor del 30 por ciento de la población ha recibido al menos una dosis—, pero aún le queda mucho por hacer.

La creciente presión política no ha llevado al gobierno a corregir el rumbo ni a asumir la responsabilidad por los errores cometidos. De hecho, el gobierno de Bolsonaro ha combatido enérgicamente los esfuerzos para frenar la transmisión, luchando, por ejemplo, por el derecho de las iglesias a celebrar servicios este año, incluso cuando los hospitales tenían que rechazar a los pacientes.

La ira por la respuesta ha incitado grandes manifestaciones. La rabia de los manifestantes es evidente en la palabra más utilizada en carteles y grafitis para denunciar las acciones y la inacción de Bolsonaro: genocidio.

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