El chico con el que salgo tiene dos novias. ¿Debería ser la tercera?

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BC-MODERN-LOVE-POLYAMORY-ART-NYTSF — No caption. (Brian Rea/The New York Times) — FOR USE ONLY WITH MODERN LOVE STORY SLUGGED BC-MODERN-LOVE-POLYAMORY-ART-NYTS FOR APRIL 23, 2021. ALL OTHER USE PROHIBITED.
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Especial para Infobae de The New York Times.

MI MENTE PODÍA RACIONALIZAR EL POLIAMOR, PERO MI CORAZÓN SE REBELÓ.

Llevaba unos minutos deambulando por la licorería cuando el dependiente se acercó y me preguntó si necesitaba ayuda. Consideré relatarle mi situación.

“Hola”, le dije. “Estoy comprando vino para una cena con mi novio y sus dos parejas, a quienes voy a conocer por primera vez. ¿Por casualidad no tendrán un vino blanco que diga: ‘Lo siento, por favor, piensen que soy agradable’?”.

En vez de eso, dije: “Solo estoy mirando”.

El dependiente sonrió y se alejó.

Salir con alguien que ya tenía una relación romántica establecida tenía sus ventajas. Al haber navegado durante años por el complicado terreno del poliamor, Juhana era un excelente comunicador y tenía una gran capacidad emocional, lo que contrastaba con los hombres monoamorosos con los que había salido antes. Además, no quería renunciar al tiempo de mis proyectos o amigos, así que fue un alivio que la relación se limitara a días concretos de la semana: lunes y jueves, cuando la pareja de Juhana tenía planes regulares.

En esos días, a veces visitaba el departamento que compartían, un piso aireado en un suburbio boscoso de Helsinki, donde las ventanas daban a un mar de árboles. Allí, Juhana cocinaba para mí. Era de los que compraban sales aromatizadas en tiendas especializadas y afilaban sus propios cuchillos, con los que picaban y machacaban el ajo hasta convertirlo en pasta.

Se notaba que estaba orgulloso de esa habilidad, como si fuera algo que marcaba la edad adulta propiamente dicha, adquirida justo después de un puente que yo, a los 27 años, aún no había cruzado.

Aunque sus parejas no estaban allí, tampoco estaban del todo ausentes. Comimos nuestras hamburguesas de tofu en una mesa entre los autorretratos de su pareja residente y las plantas de su segunda pareja, que, dispuestas en una línea desordenada, extendían sus ramas hacia mí, marchitas.

Entre bocado y bocado, Juhana me contó que sus parejas se habían burlado de él por hablar tanto de mí. “Me preguntaron si pensaba llevarte a cenar pronto. Para presumirte”.

Pasé por alto la pregunta con una ligera risa. Mis intenciones no eran muy serias. Dudaba que las parejas de Juhana y yo nos conociéramos.

Hasta que un día me miró desde el sillón de mi habitación, donde le gustaba sentarse a leer, y dijo: “Maldita sea, supongo que me estoy enamorando de ti”.

Como si sus palabras fueran un catalizador químico, mis visiones de nuestra relación empezaron a metamorfosearse de salidas a restaurantes y viajes casuales a la construcción de un hogar.

Esas visiones no incluían a sus parejas, que cada vez me resultaban más difíciles de ignorar. Aparecían en las conversaciones. Sus fotos dominaban el teléfono de Juhana. A veces, una de ellas llamaba mientras estaba conmigo y, después de alguna conversación, bajaba el celular y decía: “Te manda saludos”.

Me quedaba mirando su rostro expectante, mudo. ¿Qué podía decir? “Hola, no te conozco, pero estoy en la cama con tu novio. Fantaseo con que te deje. Estoy celosa. Desearía que no existieras”.

Decir algo más me parecía poco sincero, así que no dije nada. Poco a poco, como sus mensajes bienintencionados quedaban sin respuesta, dejaron de hacerlo.

A menudo me preguntaba qué me pasaba. Exceptuando algunos textos religiosos —y la literatura romántica que poblaba mi estantería—, ¿dónde se decretaba universalmente que una relación amorosa solo podía implicar a dos personas? Algunas investigaciones sugieren que a los niños criados en “polígonos” estables les va bien. Las personas con matrimonios abiertos concedían entrevistas optimistas e ilustradas. Las estadísticas sobre el engaño parecían apoyar la idea de que los humanos, al igual que la gran mayoría del reino animal, no estaban “equipados” para la exclusividad.

Aunque mi mente aceptaba ese razonamiento, mi corazón —impulsado por las Austen y Brontë de mi estantería— se rebelaba.

¿Por qué la comunidad poliamorosa había reformulado el subidón del enamoramiento como “energía de la nueva relación” (NRE, por su sigla en inglés)? ¿Por qué alguien se empeñaría en convertir el amor en algo parecido a una empresa emergente, con su propia jerga energética y abreviada? ¿Y cómo podía Juhana animarme a buscar otras relaciones? ¿Realmente le inspiraba tan poca emoción que no le importaría que saliera con otra persona?

“Estoy dispuesto a soportar la incomodidad, porque tú lo vales”, me respondía.

Sin embargo, ¿por qué no podía estar dispuesto a soportar la incomodidad de privarse de otra persona? ¿Por qué, quería saber, era un dolor fundamentalmente más aceptable que el otro?

Sometí a Juhana a dolorosas conversaciones y a muchas crisis durante las cuales le exigía que rompiéramos, que rompiera con sus parejas y que no rompiera con sus parejas, a menudo en la misma conversación.

Después de una semana especialmente turbulenta, mientras estábamos emocionalmente agotados en mi futón, le pregunté a Juhana qué pensaban sus parejas de mí. Dudó.

“Bueno, principalmente están contentas de que nos hayamos encontrado”, dijo. “Pero ahora son un poco más cautelosas. Tienen miedo de que seas manipuladora”.

Repetí todas las ideas que tenía de mí misma: aventurera, de mente abierta, creativa. Me escuece que se añada maquiavélica a esa lista.

“Creo que me gustaría conocer a tus parejas”, dije. “¿Tal vez podríamos tener esa cena algún día? Yo llevaré el vino”.

“Ellas prefieren el blanco”, dijo Juhana. Él sabía que, si me daban a elegir, yo optaría por el tinto.

Así es como acabé en aquella licorería, mirando las relucientes filas de botellas importadas de Chile y Sudáfrica. Mi situación era como la de otro país extranjero, en cuyo territorio había tropezado, me había sentido estúpida y me había perdido.

Me imaginé la cena. ¿Se rodearían la cintura la una a la otra mientras acomodaban los platos traídos de la cocina? ¿Estarían frente a mí en fila, como si se tratara de una entrevista? ¿Sus novias se pintarían los labios, se reirían de mis chistes, servirían el postre? Me mirarían, como en mi pesadilla recurrente, lentamente y se volverían hacia Juhana, como si preguntaran: “¿Ella?”.

Después, intentaría comprender lo que significaba todo aquello y lo que quería. Tal vez entendería lo que era realmente el amor, si significaba aferrarse o soltar.

Al principio de nuestra relación, Juhana se preguntaba si era poliamoroso en verdad. Tal vez la intensidad de sus sentimientos, su determinación, significaba algo. “Si fuera libre, ¿seríamos exclusivos?”, decía.

Jugó con esa idea durante semanas, expresando la esperanza de que un rayo de claridad lo impulsara en algún momento a tomar una decisión. Sin embargo, no se produjo ese milagro.

Juhana era religioso de maneras en que yo no lo era. Pensaba a menudo en cómo decía que a veces luchaba con su fe, pero que al final, todos los días día, tomaba la decisión de creer.

¿Por qué, me preguntaba, esa elección no era aplicable también al amor?

Al final, la cena no llegó a celebrarse. Se fijó una fecha provisional y se pospuso debido a un conflicto de horarios con su segunda pareja. La Navidad llegó y se fue. Rompí con Juhana y me bebí el vino que había comprado para la cena. Durazno blanco, albaricoque, Netflix, desamor.

Semanas después, hablamos. Juhana había llegado a la conclusión de que la disposición para el poli o monoamor era algo innato, como la orientación sexual. Tal vez fuera incluso genético, del mismo modo que los monógamos topillos alpinos y sus primos promiscuos, los topillos de la pradera, tenían diferentes cantidades de emisores de oxitocina o receptores de vasopresina en sus cerebros.

“No habríamos funcionado porque somos demasiado diferentes”, dijo. “Yo soy poliamoroso y tú eres monoamorosa. No es culpa de nadie”.

No obstante, mi propio amor se parecía menos a algo basado en la ciencia y cada vez más a una fe. No era que no pudiera amar a varias personas simultáneamente, sino que no lo haría. No porque pensara que era éticamente incorrecto o poco práctico o demasiado difícil, sino porque era un sacrilegio para la idea de amor que poseía.

Mientras que el poliamor reconoce la belleza de un catálogo de parejas con las que puedes expresar diferentes facetas de ti mismo, una visión monoamorosa y monoteísta eleva a un amante por encima de todos los demás.

Los discípulos de ambos credos se someten a cierto grado de sufrimiento: el poliamoroso debe lidiar con los celos, la programación infinita y las complejas dinámicas interpersonales, y el monoamoroso debe aceptar la falta de diversidad y novedad y la gravedad del compromiso en una cultura de demasiadas opciones. Tal vez para los que no somos topillos, el requisito previo para preferir y prosperar en cualquier forma de relación es simplemente creer en ella.

No creo que hubiera descubierto en la cena lo que esperaba, como tampoco apareció un rayo de claridad para Juhana. Creo que en el amor no hay respuestas, sino decisiones tomadas en ausencia de una verdad objetiva.

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