El 11 de marzo la casa de subastas Christie’s vendió por cerca de 70 millones de dólares Everydays — The First 5000 Days, de Beeple (nombre artístico de Mike Winkelmann). La obra es retrospectiva y consiste en un collage digital de las imágenes que Beeple había creado y compartido gratuitamente a diario durante los últimos trece años. El valor de la serie era sobre todo simbólico: se ha vuelto millonario al convertirse en una obra única.
Estamos viviendo una avalancha de subastas de obras de criptoarte y criptocultura, a partir de la transformación de archivos digitales en activos token no fungibles (NFT, por su sigla en inglés). A través de los mecanismos de las criptomonedas, un archivo informático queda almacenado en una cadena de bloques y se vuelve irrepicable. Así nace en la era digital la pieza singular y la edición limitada.
Se trata de una noticia relevante. Podría consolidar un nuevo tipo de coleccionismo que genera memoria y vínculo emocional con objetos culturales hechos de código y píxel. Lo mismo persiguen las nuevas experiencias irrepetibles en formato digital, como macrofestivales, conciertos o relaciones personales entre influencers y fans. Detrás hay dos necesidades humanas: la de poseer y la de sentirse singular. Era cuestión de tiempo que los ingenieros y los algoritmos encontraran el modo de satisfacerlas.
Casi cien años después de que Walter Benjamin escribiera su célebre ensayo El arte en la época de su reproductibilidad técnica —en el que analizó su mutación en la era del cine y la radio—, el blockchain ha devuelvo el aura a la obra de arte. Ya no es un aura vinculada con el ritual o con la lejanía, sino con la exclusividad y con el recuerdo. Ambos eran, hasta ahora, propios sobre todo de la cultura clásica. La entrada del mercado del arte y de las experiencias virtuales VIP en el reino del píxel impulsan la transición digital en marcha. Cada vez quedan menos manifestaciones artísticas y culturales que no tengan su traducción a la pantalla.
El capitalismo de plataformas ha puesto a nuestra disposición millones de canciones, películas, series, textos o pódcasts. Listas de reproducción infinita. Netflix o Spotify nos igualan, pero los lectores y espectadores necesitamos sentirnos singulares. Por eso en este cambio de década están triunfando los proyectos digitales que ofrecen una alternativa a los principales canales o sistemas de suscripción, vendiendo objetos o vivencias únicos.
Los eventos orales en Clubhouse, la aplicación que te permite escuchar charlas y conversaciones de gente interesante; las retransmisiones, también en directo, en Twitch, que ya cuentan con su propio star system e incluso han llegado a los partidos de La Liga española de fútbol; la oferta según niveles de suscripción de OnlyFans; las funciones de ópera en streaming, o las versiones en mundos virtuales de festivales icónicos: todas esas experiencias tienen en común con la obra de criptoarte su carácter irrepetible o, al menos, su naturaleza de reproductividad muy limitada.
Su normalización en los últimos meses, en el contexto de la pandemia, probablemente se deba a la ausencia de vida sensorial, de eventos con público. Estamos buscando formas de compensar —aunque sea en parte— lo que hemos perdido y echamos de menos. Y el capitalismo (más rápido que Flash) está convirtiendo en mercado esa latencia. Al mismo tiempo que corrige un defecto de nuestra vida digital: su carácter indistinto, difícil de recordar.
Todavía nos cuesta acordarnos con precisión de lo que vivimos a través de dispositivos y no en teatros, aulas, museos o espacios de lectura. Hacemos fotos de los encuentros en Zoom más importantes, pero esas fotos ingresan en una serie de series, en un archivo sin límites de jpgs sin nombre. Raramente los imprimimos. Ya casi no confeccionamos álbumes encuadernados. La vida digital tiene que encontrar sus propias singularidades también digitales. Por eso no sorprende que uno de los formatos que más éxito está teniendo en el ámbito de los token no fungibles sea la colección de cromos.
“Coleccionar es una forma del recuerdo”, escribió Benjamin, un gran coleccionista. Si William Shakespeare estuviera vivo, no escribiría en inglés para HBO, sino en código para Google o para WikiLeaks. Y si, en cambio, lo estuviera Benjamin, seguramente estaría comprando criptoarte y pensando sobre cómo la reproducción exponencial de todo tipo de discursos, obras, archivos nos está llevando a un punto de saturación.
Hemos visto ya las mejores series y se emiten pocas que merezcan realmente la pena. La mayor parte de los contenidos disponibles en las redes sociales, aunque nos puedan parecer entretenidos, sentimos que nos hacen perder el tiempo. Millones de lectores de todo el mundo están regresando a las librerías y las bibliotecas, porque su catálogo de experiencias de altísima calidad es inagotable. Como en los espectáculos de artes vivas o las películas en una sala, la relación con un libro nos parece íntima. Esa sensación eclipsa el origen industrial del objeto, su producción en serie.
Con su brutal capacidad adaptativa y expansiva, la cultura digital intuye que para seguir creciendo debe proporcionar ese sentimiento de intimidad, colmar nuestra pulsión de poseer, otorgarnos la posibilidad de coleccionar objetos y recuerdos únicos. Por eso, después de que las grandes plataformas tecnológicas hayan conquistado el mundo con su oferta audiovisual sin límites, la tercera década del siglo empieza con la explosión del criptoarte y de las experiencias premium. Con propuestas de una cultura digital fuera de serie.
*Jorge Carrión (@jorgecarrion21), colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Sus últimos libros publicados son Contra Amazon y Lo viral. Es el autor del pódcast Solaris, ensayos sonoros.
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