Especial para Infobae de The New York Times.
El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II, padre del príncipe Carlos y patriarca de una turbulenta familia real que él intentó que no fuera la última de Gran Bretaña, murió el viernes en el castillo de Windsor, en Inglaterra. Tenía 99 años.
Su muerte fue anunciada por el Palacio de Buckingham, que dijo que había fallecido en paz.
Felipe había sido hospitalizado varias veces en los últimos años por diversas dolencias, la última de ellas en febrero, dijo el palacio.
Murió justo cuando el palacio de Buckingham estaba de nuevo en plena turbulencia, esta vez por la explosiva entrevista en televisión de Oprah Winfrey el mes pasado con el nieto de Felipe, el príncipe Enrique, y la esposa birracial de Enrique, Meghan. La pareja, autoexiliada en California, lanzó acusaciones de racismo y crueldad contra los miembros de la familia real.
Como “primer caballero del país”, Felipe trató de guiar hacia el siglo XX a una monarquía cubierta con la parafernalia del XIX. Pero a medida que la pompa se vio eclipsada por el escándalo, y las bodas reales fueron seguidas de divorcios sensacionales, su misión, tal como él la veía, cambió. Ahora consistía en ayudar a preservar la propia corona.
Y sin embargo, la preservación —de Reino Unido, del trono, de siglos de tradición— siempre había sido la misión. Cuando este alto y apuesto príncipe se casó con la joven princesa heredera, Isabel, el 20 de noviembre de 1947 —él a los 26 años, ella a los 21—, un maltrecho país aún recuperaba de la Segunda Guerra Mundial, el sol casi se había puesto en su imperio, y la abdicación de Eduardo VIII por su amor a Wallis Simpson, una estadounidense divorciada, aún resonaba una década después.
La boda prometía que la monarquía, al igual que la nación, sobreviviría, y ofrecía esa seguridad casi como en un cuento de hadas: con magníficos coches de caballos resplandecientes de oro y una multitud de súbditos que los adoraban, dispuestos a lo largo del camino entre el Palacio de Buckingham y la Abadía de Westminster.
Además, fue un emparejamiento muy sincero. Isabel le dijo a su padre, el rey Jorge VI, que Felipe era el único hombre al que podría amar.
Felipe ocupaba un lugar peculiar en la escena mundial como marido de una reina cuyos poderes eran en gran medida ceremoniales. Era esencialmente una figura secundaria que la acompañaba en las visitas reales y a veces la sustituía.
Y, sin embargo, asumió su papel real como un trabajo que había que hacer. “Tenemos que hacer que esto de la monarquía funcione”, se dice que dijo.
Siguió haciéndolo hasta mayo de 2017, cuando, a los 95 años, anunció que se retiraba de la vida pública; su última aparición en solitario se produjo tres meses después.
Pero no se desvaneció del todo del ojo público. Reapareció en mayo de 2018, cuando se unió a la soleada pompa de la boda de Enrique y Meghan, saludando a las multitudes que se alineaban en las calles desde el asiento trasero de una limusina, con la reina a su lado, y subiendo a grandes zancadas los escalones de la capilla de San Jorge en el castillo de Windsor con un chaqué definido.
Para entonces había resurgido como una especie de figura de la cultura pop, que toda una nueva generación conoció a través de la exitosa serie de Netflix The Crown, un drama de época que ha trazado los acontecimientos de Reino Unido en la posguerra a través del prisma de su turbulento matrimonio real. (Matt Smith interpretó al príncipe de joven, y Tobias Menzies en la madurez).
Facetas públicas y privadas
En público Felipe solía mostrarse ataviado con traje militar de gala, un emblema de sus títulos de alto rango en las fuerzas armadas y un recordatorio tanto de su experiencia de combate en la Segunda Guerra Mundial como de su linaje marcial: era sobrino del líder de guerra Lord Mountbatten.
Muchos veían a Felipe como un personaje casi siempre distante, aunque ocasionalmente indiscreto en público, dado a irritar a los ciudadanos con comentarios fuera de lugar, calificados de inconscientes, insensibles o algo peor. A un político británico negro se dice que le comentó: “¿Y de qué parte exótica del mundo vienes?”.
Con el paso de los años, se corrió la voz de que Felipe, en privado, podía ser irascible y exigente, frío y dominante, y que, como padres, él y la reina, emocionalmente reservada, aportaban poca calidez al hogar.
Incluso, como muchos británicos pensaban que la familia real era cada vez más disfuncional, consideraron que Felipe era un actor bastante significativo en una coyuntura que hizo que muchos se cuestionaran precisamente lo que él e Isabel debían garantizar: la estabilidad de la monarquía.
Al parecer, Felipe no esperaba el tipo de escrutinio público que vino con los tiempos, cuando ventilar sus asuntos íntimos, incluso los de la reina, se convirtió en un elemento constante de la prensa sensacionalista, que él llegó a despreciar.
No hubo titulares más escandalosos que los del tumultuoso matrimonio y divorcio del príncipe Carlos y Lady Diana Spencer. Pero el propio Felipe resintió la mirada indeseada de los reflectores cuando la familia real fue criticada por una respuesta percibida como mezquina ante las efusivas muestras de dolor de Reino Unido por la muerte de Diana en un accidente automovilístico en París, en 1997.
También fue dolorosa para Felipe la revelación de que el príncipe Carlos, su hijo mayor, había hecho que se supiera que de niño había sido profundamente maltratado por un padre que lo menospreciaba una y otra vez, a menudo frente a amigos y familiares.
Una biografía de 1994, The Prince of Wales, por Jonathan Dimbleby con la colaboración del príncipe Carlos, señaló que mientras Felipe consentía “el comportamiento a menudo descarado y obstinado” de su hija, la princesa Ana, despreciaba abiertamente a su hijo, al que consideraba “un poco cobarde”.
Carlos, por su parte, “estaba intimidado por su padre”, que creía que lo había obligado a un “pésimo compromiso” con Diana, escribió Dimbleby.
Aunque la gloria que conoció fue en gran parte ajena, Felipe disfrutó sin embargo de los privilegios y prerrogativas de la corona británica, al vivir en el lujo, navegar en yates, jugar al polo y pilotear aviones. Y utilizó su posición para promover el bien común, al prestar su nombre y tiempo a causas como la construcción de campos de juego para los jóvenes británicos y la protección de la fauna en peligro de extinción.
También llevó la eficiencia en el Palacio de Buckingham, comprado originalmente por Jorge III, antepasado en común suyo y de Isabel. Felipe hizo instalar intercomunicadores, por ejemplo, para evitar la necesidad de emplear mensajeros.
En su casa mostró —para los estándares de palacio, en todo caso— un toque de normalidad. Cuando sonaba el teléfono, respondía él mismo, sentando un precedente real. Incluso un día anunció a la reina que le había comprado una lavadora. Al parecer, preparaba sus propios tragos, se abría las puertas y llevaba su propia maleta, diciendo a los lacayos: “Tengo brazos. No soy un maldito inútil”.
Envió a sus hijos a la escuela en lugar de que estudiaran con tutores en casa, como era costumbre en la realeza. Instaló una cocina en la suite familiar, donde freía huevos para desayunar mientras la reina preparaba el té; un intento, se decía, de proporcionar a sus hijos la apariencia de una vida doméstica común.
El príncipe Felipe tenía el pasaporte británico número 1 (la reina no necesita pasaporte) y cumplía con hasta 300 compromisos al año, entre ellos recibir al presidente Barack Obama y a su esposa, Michelle Obama, en el palacio de Buckingham en abril de 2009 y nuevamente en mayo de 2011. (No asistió cuando la reina se reunió con el presidente Donald Trump en diciembre de 2019 en Londres). Y estuvo en primera fila en los eventos reales, como la boda del príncipe Guillermo y Katherine Middleton en abril de 2011, vista en todo el mundo, y la visita de Isabel a la República de Irlanda, la primera de un monarca británico, al mes siguiente. Felipe fue el primer miembro de la familia real en ir a la Unión Soviética, representando a la reina en un viaje con el equipo ecuestre británico en 1973.
Para escapar de la vida de la corte, a Felipe le gustaba conducir rápido, relegando a menudo a su chofer al asiento trasero. Una vez, cuando la reina era su pasajera, un pequeño accidente dio lugar a grandes titulares. Finalmente renunció a su licencia de manejo en 2019, a los 97 años, después de que su Land Rover chocó con otro vehículo, hiriendo a sus dos ocupantes, y volcó cerca de la finca de la familia real, Sandringham, en Norfolk.
Le gustaba pilotar sus propios aviones y una vez estuvo a punto de chocar con un avión de pasajeros. Le gustaba navegar, pero se decía que tenía tan poca paciencia con las carreras de caballos que hizo que instalaran una radio en su sombrero de copa para poder escuchar los partidos de cricket cuando acompañaba a la reina a presenciar su deporte favorito.
Al darse a conocer al público por primera vez, llamó la atención con cada una de sus ocurrencias. Cuando un hombre presentó a su esposa como la doctora de la familia y dijo: “Ella es mucho más importante que yo”, Felipe respondió: “En nuestra familia tenemos el mismo problema”.
Raíces profundas en la realeza
Felipe nació en la isla griega de Corfú el 10 de junio de 1921, quinto hijo y único varón del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, hermano del rey Constantino de Grecia. Su madre había sido la princesa Alicia, hija mayor del antiguo príncipe Luis de Battenberg, primer marqués de Milford Haven, quien se cambió el apellido por el de Mountbatten durante la Primera Guerra Mundial.
La familia de Felipe no era griega, sino que descendía de una casa real danesa que las potencias europeas habían puesto en el trono de Grecia a finales del siglo XIX. Felipe, que nunca aprendió el griego, era el sexto en la línea de sucesión al trono de Grecia.
Por parte de su madre, Felipe era tataranieto de la reina Victoria, al igual que Isabel es tataranieta de Victoria. Ambos eran choznos de Jorge III, que presidió la pérdida de las colonias americanas por parte de Reino Unido.
Un año después del nacimiento de Felipe, el ejército del rey Constantino fue aplastado por los turcos en Asia Menor, que ahora forma parte de Turquía. El príncipe Andrés, padre de Felipe, que había comandado un cuerpo del ejército en las fuerzas griegas derrotadas, fue desterrado por una junta revolucionaria griega.
En Prince Philip: The Turbulent Early Life of the Man Who Married Queen Elizabeth II (2011), el escritor británico Philip Eade relató que, siendo un bebé, Felipe fue sacado de Grecia de contrabando en una caja de fruta mientras su padre, huyendo de la ejecución, buscaba refugio para su familia en París, donde pasaron penurias económicas.
Se dice que el padre de Felipe era anglófilo. El primer idioma del niño fue inglés, que le enseñó una niñera británica. Creció hasta los 1,80 m. Sus ojos azules y su pelo rubio reflejaban su ascendencia nórdica.
Cuando sus padres se separaron, Felipe fue enviado a vivir con la madre de su madre, la marquesa viuda de Milford Haven, nieta de la reina Victoria. Pasó cuatro años en la escuela Cheam de Inglaterra, una institución empeñada en curtir a los niños privilegiados, y luego fue a la escuela Gordonstoun en Escocia, aún más espartana, que promovía un régimen de trabajo duro, duchas frías y camas duras. En cinco años, dijo, nadie de su familia fue a visitarlo.
A pesar de ello, Felipe envió a Carlos a ambas escuelas, para que siguiera sus pasos.
En Gordonstoun, Felipe desarrolló su amor por el mar, aprendió el arte de navegar y la construcción de barcos como guardacostas voluntario en la escuela. Parecía destinado a seguir a sus tíos Mountbatten en la Marina británica.
Felipe ingresó en la escuela naval Britannia Royal Naval College en Dartmouth en 1939 y fue distinguido como el mejor cadete de su promoción. Al año siguiente, con Reino Unido en guerra, Felipe, de 19 años, se embarcó como subteniente a bordo del acorazado Ramillies en la flota del Mediterráneo. Más tarde fue transferido al Valiant, otro acorazado.
El 28 de marzo de 1941, la flota británica sorprendió a una escuadra italiana frente al cabo Matapan, en Grecia, y con la ayuda de la Fuerza Aérea Real, hundió tres cruceros y dos destructores. Felipe participó en el enfrentamiento, operando un reflector de búsqueda. “Gracias a su estado de alerta y apreciación de la situación”, escribió su capitán, “pudimos hundir dos cruceros italianos con cañones de 203 mm”.
Felipe fue ascendido a teniente en junio de 1942 y participó en el desembarco de los aliados en Sicilia en julio de 1943 antes de zarpar hacia la campaña del Pacífico. Allí sirvió como ayudante de campo de su tío Luis, Lord Mountbatten, que era entonces el comandante supremo aliado en el sudeste asiático; Felipe estaba en el acorazado estadounidense Missouri el 2 de septiembre de 1945, cuando los japoneses se rindieron formalmente. (Lord Mountbatten fue asesinado por una bomba del Ejército Republicano Irlandés en 1979).
No está claro dónde o cuándo conoció Felipe a la princesa Isabel, pero al parecer lo más seguro es que fue invitado a cenar en el yate real cuando Isabel tenía 13 o 14 años, y que también fue huésped en el castillo de Windsor por aquella época cuando estaba de permiso de la Marina. Se dice que visitó a la familia real en Balmoral, su finca en Escocia, y que cuando terminó aquel fin de semana, Isabel ya se había decidido, diciéndole a su padre que aquel joven y guapo oficial de la marina era “el único hombre al que podría amar”.
Jorge VI tenía dudas. La llevó a Sudáfrica en una gira real, le advirtió que fuera paciente y escribió a su propia madre, la reina María.
“Ambos pensamos que ella es demasiado joven para eso ahora, ya que nunca ha conocido a ningún joven de su edad”, escribió Jorge. Pero añadió: “Me gusta Felipe. Es inteligente, tiene un buen sentido del humor” y “piensa en las cosas de forma correcta”.
Se dice que Isabel escribía a Felipe tres veces por semana durante el recorrido de Sudáfrica. Cuando regresó a Inglaterra, el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca había renunciado a sus títulos extranjeros y se había convertido en el teniente Felipe Mountbatten, súbdito británico. El gesto agradó a su futuro suegro. El compromiso fue anunciado el 10 de julio de 1947.
Los artículos sobre el inminente matrimonio desplazaron de las portadas las noticias sobre la escasez de comida y carbón. Los dependientes de las tiendas enviaron cupones de racionamiento a la princesa (incluso la familia real vivía dentro de ciertos límites) para que pudiera tener vestidos nuevos. La Cámara de los Comunes aprobó 100 cupones de ropa adicionales para ella. En la víspera de la boda, en 1947, el teniente Mountbatten fue nombrado duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón de Greenwich, y se le dio el título de Su Alteza Real.
El ‘primer caballero’
Un año después, el 14 de noviembre de 1948, Isabel dio a luz al primer hijo de la pareja, Carlos Felipe Arturo Jorge, en el palacio de Buckingham. A Carlos le siguieron la princesa Ana, en 1950; el príncipe Andrés, en 1960, después de que Isabel se convirtiera en reina; y el príncipe Eduardo, en 1964. Además de la reina y sus cuatro hijos, le sobreviven ocho nietos y ocho bisnietos.
Tras su matrimonio, el príncipe Felipe tomó el mando de la fragata Magpie en Malta. Pero el rey Jorge VI padecía cáncer de pulmón y, cuando su estado empeoró, se anunció que Felipe no aceptaría más nombramientos navales. En 1952, la joven pareja había llegado a Kenia, su primera parada en una gira por la Commonwealth Británica, cuando el 6 de febrero llegó la noticia de que el rey había muerto.
Le tocó a Felipe darle la noticia a su esposa.
Felipe presidió la Comisión de Coronación, y en 1952 la nueva reina ordenó que fuera el “primer caballero del país”, dándole “un lugar de preeminencia y precedencia junto a Su Majestad”. Sin esta distinción, el príncipe Carlos, que fue nombrado duque de Cornualles y más tarde príncipe de Gales —el título que tradicionalmente se otorga al heredero del trono—, habría tenido una posición superior a la de su padre.
Felipe fue nombrado a los más altos rangos de las fuerzas armadas: almirante de la flota, mariscal de campo y mariscal de la Fuerza Aérea Real. Ocupó los puestos sin sueldo.
Cuatro años después, en 1956, Felipe, que entonces tenía 35 años, realizó una gira marítima de cuatro meses y 36.000 millas. Supuestamente se dirigía a Melbourne, Australia, para asistir a la inauguración de los Juegos Olímpicos, pero el viaje ocurrió después de que se reportaron sus juergas con amigos en despedidas de soltero en Londres.
A su regreso, la reina le concedió a Felipe el título de Príncipe del Reino Unido. Por orden real, Isabel incorporó el nombre de su marido a la línea real, ordenando que sus hijos, excepto el príncipe Carlos, fueran conocidos como Mountbatten-Windsor.
Hubo rumores de problemas en el matrimonio y reportes de que se alzaba la voz en los pasillos del palacio. Pero las dificultades matrimoniales de sus hijos eclipsaron cualquier discordia entre los padres. La princesa Ana se divorció de su primer marido, Mark Phillips, en 1992, y el divorcio del príncipe Andrés en 1996 de Sarah Ferguson, la duquesa de York, que era conocida como Fergie, fue un festín para los tabloides.
No obstante esas separaciones palidecieron al lado de los problemas de Carlos y Diana. Y Felipe, guardián del decoro real (una vez lamentó que Enrique VIII, a quien calificó de “maravilloso estratega militar”, fuera recordado únicamente por sus seis esposas), no fue un espectador discreto en el melodrama. Según Andrew Morton, en su libro Diana: su verdadera historia, escrito con la colaboración de Diana, Carlos le dijo que con su padre “había acordado que si, después de cinco años, su matrimonio no funcionaba, podía volver a sus hábitos de soltero”.
Sin embargo, una vez que sus diferencias se hicieron públicas, Felipe mostró su desaprobación al desdeñarla en las carreras de caballos de Ascot. Y después de que Diana murió en 1997, a los 36 años, Felipe fue criticado cuando la familia se recluyó en Balmoral, algo que fue considerado como indiferente frente al duelo del público. Dicha actitud fue presentada como de obstinación y frialdad en la película de 2006 La reina, en la que James Cromwell interpretó a Felipe y Helen Mirren a Isabel.
Con los años, Felipe se convirtió en un fastidio para el país y en fuente ocasional de vergüenza. En 1961 criticó a la industria británica como bastión de los “engreídos y cerrados” y dijo que los fracasos de la manufactura y el comercio eran “una derrota nacional”. Se decía que escribía sus propios discursos y su costumbre de decir lo que pensaba hacía las delicias de la prensa.
En 1995 le preguntó a un instructor de manejo escocés: “¿Cómo consigues que los nativos dejen de beber lo suficiente para pasar la prueba?”. En una visita a Australia en 2002 le preguntó a un líder aborigen: “¿Aún se avientan lanzas entre ustedes?”. Y, en 1998 cuando hablaba sobre los detectores de humo con una mujer que había perdido a dos hijos en un incendio, dijo: “Son un maldito fastidio. Tengo una en mi baño y cada vez que preparo la bañera el vapor la activa”.
Los comentarios invitaban al desprecio. “Sé todo sobre la libertad de expresión”, dijo a unos estudiantes, “porque me maltratan bastante por las cosas que digo”.
Felipe era un deportista. Fue capitán y pilar del equipo de polo de Windsor Park. Cuando cumplió 50 años, aquejado de artritis y problemas de hígado, dejó de jugar y se dedicó a las carreras de carruajes. También comenzó a pintar.
En una entrevista con la radio de la BBC en 1965, Felipe reconoció que extrañaba cosas como “poder entrar a un cine o salir a un club nocturno o ir a un bar”. Pero rápidamente reconoció el lado positivo.
“Tengo muchas ventajas que lo compensan”, dijo.