“La pandemia que acaba de arrasar a la tierra no ha tenido precedente”.
Eso observaba un artículo de mayo de 1919 en la revista Science, titulado “Las lecciones de la pandemia”. El autor, George A. Soper, era un ingeniero civil y de saneamiento que, entre otros logros, había ideado un plan para ventilar el sistema de metro subterráneo de Nueva York. Era famoso por haber vinculado, en 1904, una serie de brotes de fiebre tifoidea con una cocinera de nombre Mary Mallon que era inmune a la enfermedad: Mary Tifoidea, la primera superpropagadora asintomática de la que tuvo conocimiento la ciencia moderna.
La pandemia, por supuesto, era la de gripe española de 1918-1919 que causó 50 millones de muertes en todo el mundo, incluidas 675.000 en Estados Unidos. Los científicos no tenían idea de lo que los había golpeado. Soper escribió: “Lo más sorprendente de la pandemia fue el absoluto misterio que la rodeaba”. Los virus aún no se conocían; la enfermedad era claramente respiratoria —un resultado común era la neumonía— pero el culpable se creía que era bacteriano. (El patógeno en sí, un virus de H1N1 de influenza A, no fue identificado sino hasta los años 90).
“Nadie parecía saber qué era la enfermedad, de dónde había venido o cómo detenerlo”, escribió Soper. “Las mentes ansiosas se preguntan hoy si vendrá otra vez otra ola”.
La pandemia actualmente en curso difícilmente podría ser, en comparación, más transparente. A las semanas de detectarse los primeros casos de la COVID-19 en Wuhan, los científicos habían identificado el patógeno como un nuevo coronavirus, lo nombraron SARS-CoV-2, secuenciaron su genoma y compartieron los datos con laboratorios en todo el mundo. Cada una de sus mutaciones y variantes se monitorean. Sabemos cómo se propaga, quiénes entre nosotros son los más vulnerables y cuáles son las sencillas precauciones que pueden tomarse para protegerse. En tiempo récord se desarrolló no una sino varias vacunas altamente efectivas.
Así que tal vez una clara lección de nuestra pandemia sea que, cuando se le da la oportunidad, la ciencia funciona. No de forma impecable y no siempre a un ritmo adecuado para una emergencia global. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades se demoraron en reconocer que el coronavirus era una amenaza que se propagaba por el aire. Incluso ahora, la medicina tiene una mejor idea de cómo prevenir el contagio del coronavirus —cubrebocas, distanciamiento, vacunación— que de cómo tratarlo. Pero incluso esto es edificante. El público ha podido ver la ciencia en su mejor, imperfecta, repetitiva y desordenada versión, mientras los investigadores se esfuerzan por sacar conclusiones en tiempo real a partir de montones de datos cada vez más numerosos. Nunca la ciencia ha sido más evidentemente un proceso, más músculo que hueso.
Y, aún así, el virus se propagó. Restricciones de viaje, cierre de escuelas, órdenes de confinamiento. Enfermedad y aislamiento, ansiedad y depresión. Pérdida tras pérdida: de amigos queridos y familiares, de empleo, de la sencilla compañía de los demás. La semana pasada, los CDC concluyeron que 2020 había sido el año más mortífero de la historia de Estados Unidos. Para algunos, este año pareció durar un siglo. Para demasiadas personas, este año pasado fue el último.
Que entonces esta sea otra lección de nuestra pandemia: la ciencia por sí sola no es suficiente. Necesita defensor, púlpito, escenario, audiencia. Durante meses, el consejo sólido y obvio —lleva mascarilla, evita las reuniones– fue desestimado, minimizado con fines políticos. Daba igual el tejido social: descartar el propio cubrebocas fue presentado como un acto de desafío e independencia personal.
Al leerse hoy día, el ensayo de Soper destaca en primer lugar por su pintoresco consejo médico. Instaba a los lectores, sensiblemente, a “evitar las multitudes innecesarias”, pero también, “evitar la ropa apretada, los zapatos apretados” y masticar la comida minuciosamente. Agregaba: “No es deseable hacer obligatorias las mascarillas de manera general”.
Lo más impactante, sin embargo, son las principales lecciones que sacaba de su pandemia, que son demasiado aplicables a la nuestra. Uno, las enfermedades respiratorias son altamente contagiosas e incluso las comunes requieren atención. Dos, la carga de prevenir la propagación recae fuertemente en el individuo. Estas dan lugar a tres, el desafío dominante: “La indiferencia pública”, escribió Soper. “La gente no comprende los riesgos que corre”.
Ciento y pico de años de progreso médico más tarde, sobrevive el mismo obstáculo. Es tarea del liderazgo, no de la ciencia, sacudir la indiferencia de los ciudadanos. Por supuesto, la indiferencia no termina de capturar la realidad por la cual ha resultado tan difícil dejar de congregarnos en interiores o sin mascarillas. La pandemia tal vez también ha revelado el poder del deseo de comunidad de nuestra especie. Nos necesitamos unos a otros, incluso en contra de la razón y el consejo sensato de salud pública.
Una semana antes de la aparición de “Lecciones” en 1919, Soper publicó otro artículo en la New York Medical Journal, en donde llamaba a la creación de una comisión internacional de salud. “No debería dejarse a los caprichos del azar incentivar o aplazar el progreso de dichas formas de enfermedad que, desatendidas, se convierten en pestilencias”, argumentó. Imaginaba una agencia supragubernamental cuya tarea fuera investigar y reportar la trayectoria de las enfermedades peligrosas: “una institución viva, eficiente, dotada de poderes reales y capaz de realizar grandes cosas”.
Su deseo fue concedido. Soper modeló su visión en la Oficina Internacional de Salud Pública establecida en París en 1908 y más tarde absorbida por la Organización Mundial de la Salud de las Naciones Unidas que fue fundada en abril de 1948, dos meses antes de su muerte. Pero la OMS tampoco pudo contener la COVID-19. Prevenir la próxima pandemia requerirá mucha más coordinación y planeamiento al interior y entre los gobiernos que la reunida en esta ocasión y no se diga la que se consiguió hace un siglo.
“Esperemos que las naciones vean la necesidad” e “inicien el trabajo que tanto se requiere hacer”, escribió Soper en 1919. Esperemos que, antes de que la próxima pandemia llegue, hayamos hecho algo más que esperar.