Vamos al supermercado en la mente

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Though Mini Brands are nominally marketed to children, they scratch a grown-up itch: for the lost pleasures of the supermarket experience. (Aleia Murawski and Sam Copeland/The New York Times)
Though Mini Brands are nominally marketed to children, they scratch a grown-up itch: for the lost pleasures of the supermarket experience. (Aleia Murawski and Sam Copeland/The New York Times)

Quienes extrañan el placer perdido de hacer la compra han encontrado algunas alternativas.

En mi escritorio hay una miniatura detallada de un especiero de Hojuelas de Chile Rojo McCormick. El bote es tan pequeño que puedo atraparlo entre mi pulgar y mi índice; parece como si hubiera sido hecho para el estante de la cocina de un erizo antropomórfico.

Lo tengo ahí por sus propiedades calmantes para el cerebro. Hay algo extrañamente relajante en un artículo banal que ha sido inexplicablemente encogido a objeto fetiche. A veces abro una pequeñísima bolsa de supermercado y en su interior pongo el bote minúsculo de hojuelas de chile rojo junto a una lata de Spam, un frasquito de Mantequilla de Maní Cremosa Skippy y un pomo chiquito de Pasta de Ajo en Trozos Gourmet Garden.

No hay comidita en ninguno de estos paquetitos. Se llaman Mini Brands (mini marcas) y representan el mercadeo libre del producto. Zuru, la empresa juguetera que vende Mini Brands, ha presentado decenas de miniaturas de artículos domésticos desde su debut en 2019, entre ellas botellas pequeñas de champú Tresemmé, redondeles chiquitos de Babybel y toallitas antibacteriales minúsculas Wet Ones. En Instagram encontrarás Mini Brands en las hábiles patas de hámsteres y chinchillas famosos y en TikTok los influyentes como @minibrandsmom se graban cuando van en busca de estos tesoros de cinco centímetros en los grandes almacenes y al abrir el intrincado empaquetado con un ritmo hipnótico.

Aunque en teoría los Mini Brands están dirigidos a los niños, satisfacen una comezón adulta: el placer perdido de la experiencia del supermercado. Descubrí los Mini Brands a través de la escritora Emily Gould, quien me dijo que Mini Brands “tiene el reconfortante consuelo cotidiano de una visita al supermercado de siempre”, y agregó, “que, ya sabes, ya no existe”.

Nunca pensé en apreciar la sensación de rodar irreflexivamente por los pasillos del supermercado, deleitándome en la trivial variedad de marcas de comida diferentes. Pero de pronto estoy al tanto de lo que me he perdido: lo siento con mi botecito de McCormick, en las ensoñadoras imágenes de comestibles prepandémicos de How To With John Wilson y en el entusiasmo trastornado del programa de juegos revivido Supermarket Sweep.

Las miniaturas de todo tipo han gozado de un impulso pandémico. Mientras el virus causa estragos afuera, al interior, los aficionados al menos conservan el control de sus pequeños mundos. Mini Brands sirve a la nostalgia de un pasado muy reciente, cuando la tienda de provisiones era una vasta llanura, un lugar donde, como escribió Allen Ginsberg en
A Supermarket in California
uno podía “comprar imágenes”. Ahora ese mismo espacio, como un sitio de contagio potencial y escenario de confrontaciones violentas entre vecinos capturadas con el celular en temblorosos videos, se siente claustrofóbico y lleno de ansiedad.

Aún es posible ir al súper, pero ya no te perderás ahí. Más bien, puedes abastecer tu propio y minúsculo supermercado al ordenar una 5 Surprise Mini Brands! Surprise Ball (6,99 dólares en Target.com), y luego abrir su caparazón de plástico para revelar una selección aleatoria de miniaturas de la marca. Es como una de esas máquinas de chicles de juguete estacionadas al final de las filas de las cajas de pago, pero al revés: ahora los propios comestibles son el premio. La naturaleza incidental de una adquisición de Mini Brands (nunca se sabe lo que te va a tocar) imita el viejo subidón de las compras impulsivas, en las que uno ingresa por las puertas automáticas que zumban en busca de pasta de dientes y emerge, desconcertado, con una brazada de bocadillos que quizás nunca consumas.

Si Mini Brands encoge la experiencia de la compra de súper en la palma de tu mano, Super Sweep la amplía y le pone drama al mandado como ritual orgiástico. La más reciente versión del programa debutó en ABC en octubre (ya hubo otras versiones en los años 60, los 90 y a principios del milenio). Se filma en una tienda falsa construida dentro de un hangar de 3250 metros cuadrados en el Aeropuerto Municipal de Santa Mónica. En cada episodio, los concursantes lo invaden y echan a sus carritos cientos de kilos de jamones de envoltorio dorado, detergente líquido para ropa y latas gargantuescas de vegetales del Gigante Verde.

Mini Brands insinúa que la iconografía del supermercado contiene tesoros ocultos. Supermarket Sweep lo explicita. Como en The Price is Right, el conocimiento de trivia muy específica sobre la cultura de consumo consigue recompensas gigantes: los concursantes capaces de recordar al instante la marca que rima con mojitos (Doritos) o el accesorio que lleva el conejito de Energizer (chanclas) pueden ganar decenas de miles de dólares.

A primera vista, el nuevo Supermarket Sweep representa un triunfo narrativo por encima de la COVID-19. Sin mascarilla los concursantes surcan jubilosos los pasillos y la conductora del espectáculo, Leslie Jones, entrega una actuación virtuosa de la rara estadounidense feliz de trabajar en un supermercado.

Pero hay algo inquietante en esa apariencia brillosa y de alta definición. Ver los viejos episodios de la versión de los noventa, que el verano pasado estuvieron disponibles en Netflix, revela una textura ausente: una ruidosa audiencia en vivo que agite botellas de Mountain Dew y suavizante Snuggle; los concursantes apretujados en la sección de frutas y verduras, hombreras rozando las melenas con permanente; el anfitrión, David Ruprecht —exestrella de telenovela vestido como pastor de jóvenes — que abraza a los ganadores mientras salen los créditos. La vasta, antiséptica, fantasmal presentación de la nueva versión solo subraya que se trata de una simulación controlada en un plató. Ver a los concursantes acarrear comida en sus cochecitos los hace parecer a los acumuladores que se preparan para la pandemia que los acecha afuera.

La novela de desastre, como observó hace poco en The New Yorker Hillary Kelly, a menudo presenta frenesís de compra desesperada. En estas narrativas, el supermercado es un monumento a la cultura de consumo. Su amplitud de ofertas (o la falta de) funciona como un marcador de clase, y con sus alimentos no perecederos en los estantes, productos agrícolas inusualmente maduros y envases derrochadores, afirma con arrogancia el control sobre el mundo natural incluso al acelerar su declive.

En White Noise, la novela apocalíptica de Don DeLillo de 1985, la reluciente tienda de comestibles aparece como un símbolo del delirio que oculta los signos del colapso social y ecológico. “Todo estaba bien, seguiría estando bien, eventualmente estaría incluso mejor siempre y cuando el supermercado no fallara”. Y en
Leave the World Behind
, de Rumaan Alam, publicada el año pasado, el paseo de una yuppie a un mercado de los Hamptons —en el que gasta cientos de dólares en salchichas orgánicas, un “frasco de pepinillos locales”, jarabe de maple de 12 dólares y “tres pintas de helado políticamente virtuoso de Ben & Jerry”— es un último acto de alegre privilegio antes de que un desastre misterioso ponga su vida al revés.

La caída cultural de la tienda de comestibles, de paraíso del consumidor hasta centro paranoico de contagio, queda plasmada en tiempo real en
How To With John Wilson
, esa joya de HBO construida en torno a las imágenes poéticas y astutas del documentalista Wilson en Nueva York. En uno de los primeros episodios, Wilson hace un viaje al supermercado, donde se encuentra con un hombre cuya mente está llena de recuerdos falsos de los artículos en los estantes. (Recuerda, por ejemplo, que el sol sonriente de la caja de Raisin Bran llevaba gafas oscuras). El hombre forma parte de un colectivo dedicado a insinuar explicaciones conspirativas para este fenómeno —aliens, tal vez, o universos alternativos— pero la respuesta más fácil es que la iconografía sin sentido del supermercado está tan enraizada en la mente estadounidense que incluso los productos en sí mismos parecen menos reales que las versiones que imaginamos.

Más adelante en la serie, Wilson regresa a un mercado, solo para encontrar una fila aparentemente interminable de compradores serpenteando por los pasillos, carros llenos de provisiones mientras el virus invade la ciudad. Esto fue, en retrospectiva, un error —multitudes sin mascarilla merodeando en interiores durante horas— pero ilustra el tirón irresistible del supermercado como refugio psíquico, incluso cuando en realidad es una amenaza.

Últimamente he estado atraída hacia un tipo distinto de imágenes de Mini Brands. No son las colecciones cuidadosamente posadas en Instagram, sino las fotografías junto a las reseñas de una estrella en Target.com que publican los compradores frustrados y arrepentidos del set Mini Brands! Mini Mart. Revelan imágenes de devastación: mini estanterías de plástico colgadas de sus minibisagras; mini receptáculos de Cool Whip dentro de minirefrigeradoras; mini cajas de cereales y queso Boursin esparcidas por mini suelos de baldosas. Esas imágenes me emocionan, no porque me transporten al idealizado pasillo de la tienda de comestibles, sino porque lo deconstruyen inadvertidamente.

En las fotografías, pareciera que el Mini Mart! de Mini Brands ha sido saqueado y abandonado ante una amenaza invisible. El supermercado ha caído y ahora su versión en miniatura también está siendo derribada.

Amanda Hess es crítica independiente para The New York Times. Escribe sobre internet y cultura pop para la sección Artes y colabora regularmente con The New York Times Magazine. @amandahessFacebook

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