Fue un hijo del privilegio convertido en demagogo, un hombre que desdibujó los límites de la política y el espectáculo, y pareció creerse una divinidad para la cual no aplicaban las reglas mortales. Su mandato convulso duró más de lo que nadie esperaba. Entonces llegó una peste que pareció un sórdido reflejo de la arrogancia e ineptitud del gobernante. La enfermedad reveló y amplificó las tensiones sociales que se habían enconado bajo la superficie y trajo consigo rumores de guerra civil. El pueblo no pudo más y, por fin, el pusilánime Senado dio esperanzadoras muestras de coraje.
Tras la desaparición del canalla, el poder le fue conferido a un senador de alto rango cuyo respeto por la decencia había llegado a parecer la virtud más tranquilizadora. El barco del Estado pasaba a un timonel de manos seguras.
Me refiero, por supuesto, al emperador romano Cómodo y a su sucesor Pertinax. Cómodo, hijo del emperador Marco Aurelio, gobernó como emperador único durante doce años (180-192 d. C.), y su reinado se vio empañado por un escándalo permanente. El emperador tenía un inquietante desprecio por el decoro tradicional. Para el deleite de algunos y la consternación de muchos, Cómodo mismo participaba en los espectáculos de gladiadores. Solo podemos imaginar lo que habría hecho de haber tenido Twitter.
Así fue como, cuando una peste despiadada reapareció con tremenda ferocidad —en su momento de mayor intensidad, se decía que había matado hasta 2000 romanos al día—, las tensiones se acentuaron. En palabras de un senador contemporáneo, el propio Cómodo era una maldición peor que cualquier plaga. El emperador indecoroso acabó estrangulado en su baño por un luchador, Narciso, quien siguió las órdenes de un grupo de conspiradores.
Establecer paralelismos entre nosotros y los romanos es una de las actividades favoritas de los aficionados a la historia, aunque a los historiadores profesionales nos puede parecer un poco burdo recurrir a nuestra formación para tratar a Roma como un espejo de nuestra propia época. Sin embargo, estos paralelismos también tienen un lado serio: la manera en que entendemos el pasado influye de modo inevitable en cómo entendemos el presente. Lo que podemos aprender al reflexionar sobre este capítulo de la antigua Roma es que, más que un ejemplo a seguir o un conjunto de soluciones a la medida para nuestras propias crisis, se trata de una sensibilidad diferente, una conciencia de la poderosa fuerza que ha sido la naturaleza a lo largo de la historia de la humanidad.
Resulta inevitable llevar nuestras propias ansiedades y sensibilidades al estudio del pasado. También incorporamos nuevas herramientas y técnicas que nos ayudan a darle sentido. El resultado es que incluso las páginas más revisadas de la historia nos siguen diciendo cosas que no esperábamos. Hoy nos preocupa, y con justa razón, que nuestras imprudencias ecológicas tengan repercusiones y eso nos sensibiliza para percibir dimensiones de la historia que antes pasamos por alto o dejamos de lado con demasiada prisa.
La peste del mandato de Cómodo formó parte de una pandemia conocida como la “peste antonina”. Apareció por primera vez durante el reinado del padre de Cómodo, Marco Aurelio. No era la peste, en el sentido de la peste bubónica, una enfermedad sin duda espantosa que apareció en las últimas etapas de la historia romana.
No se sabe a ciencia cierta qué microbio ocasionó la peste antonina, aunque la mayoría de los especialistas creen que el culpable más probable es un ancestro del virus de la viruela. La peste antonina es un ejemplo de una lección más extensa que se pone de manifiesto en el estudio de las enfermedades humanas: muchos de los microbios más despiadados de la historia de la humanidad no son muy antiguos. Surgieron y evolucionaron en escalas de tiempo humanas, en los últimos milenios y siglos, y en respuesta a las oportunidades que les presentamos sin darnos cuenta. Una segunda lección es que la salud humana y la salud animal son inseparables. Nuestra relación con el medioambiente repercute en nosotros, en ocasiones con una fuerza destructiva.
El virus de la viruela tiene una antigüedad de menos de 2000 años. La peste antonina bien puede representar una etapa temprana de su evolución como patógeno humano. Como muchos virus, el agente de la viruela pertenece a una familia cuyos variados representantes infectan a pequeños mamíferos, como los roedores. A medida que las sociedades humanas se expanden y están más interconectadas, colisionamos con los animales y sus enfermedades. En todo momento, la evolución experimenta con adaptaciones a nuevos huéspedes y algunos de estos experimentos, por desgracia, resultan exitosos.
La peste antonina fue un experimento de este tipo. Incluso sin entender la microbiología de la enfermedad, los romanos sabían que la peste antonina había venido de fuera, que era algo nuevo que había aparecido con una furia terrible. Creyeron que la peste se había desatado entre sus propios soldados en campaña allende las fronteras romanas, dentro de lo que hoy es Irak. Lo más probable es que el germen se extendiera a lo largo de las bulliciosas rutas comerciales que conectaban a casi todo el Viejo Mundo. Los romanos mantenían un intenso comercio con África Oriental, el Cercano Oriente, India y China. Resulta que el primer contacto directo documentado entre Roma y China se produjo el mismo año en que estalló la peste antonina en tiempos de Marco Aurelio. Aunque no se compara en nada con nuestro mundo “plano”, los romanos vivieron una de las fases más importantes de la larga historia de la globalización. Entonces, como ahora, la exposición a las enfermedades fue una de sus consecuencias imprevistas.
La peste antonina podría haber sido una de las primeras “pandemias” de la historia, si por ese término entendemos un brote explosivo de enfermedades a escala intercontinental. Vivir una pandemia no solo nos hace ver diferentes capas del pasado, sino que también puede inspirarnos a escuchar nuestras fuentes antiguas con más empatía. Por ejemplo, la COVID-19 ha hecho que la importancia psicológica de las cifras de las muertes diarias en nuestros textos antiguos ―como la de 2000 fallecimientos al día en Roma en la época de Cómodo― sea mucho más real y vívida que antes. Las descripciones de los cadáveres arrojados con prisa a las fosas, los muertos privados de los rituales sagrados que se observaban con tanto cuidado en tiempos ordinarios, antes nos parecían una hipérbole. Mucho después de que la COVID-19 haya terminado, es probable que perduren estos traumas íntimos: de seres queridos que mueren en angustiosa soledad, de ritos respetables negados o aplazados.
Se desconoce y es imposible saber cuál fue el número final de víctimas de la peste antonina y aproximaciones respetables oscilan entre el 2 y el 25 por ciento de la población. Me he aventurado a hacer un cálculo que va de los siete a los diez millones de personas, de un imperio compuesto por unos 70 millones de almas. Sin embargo, una de las paradojas más difíciles de aceptar es que la peste antonina fue tanto un síntoma del éxito del imperio como de sus pecados o tensiones. Roma fue golpeada en su cúspide de poder y prosperidad, precisamente porque ese poder y esa prosperidad habían hecho más probable, en términos ecológicos, que apareciera y se diseminara un desafío microbiológico de esa magnitud.
Como resultado de la peste, el arco del crecimiento de Roma se terminó de manera abrupta. Roma perdió su margen de dominio militar y nunca lo recuperó del todo. Sin embargo, los romanos eran resilientes y nosotros tendremos suerte si nuestro país perdura tanto tiempo como los romanos después de esta afectación mortal.
Rememorar el rol de la naturaleza en la historia de Roma nos recuerda que nosotros también somos frágiles desde el punto de vista ecológico y que no controlamos del todo el destino de nuestra sociedad. La conciencia de nuestra fragilidad no debe hacernos fatalistas. Al contrario, debería inspirarnos a ser menos complacientes. Incluso con todas las herramientas de la ciencia biológica moderna, no podríamos haber predicho con exactitud cuándo y dónde surgiría una nueva pandemia. No obstante, se nos advirtió, e hicimos oídos sordos a esas advertencias, en parte porque contamos historias sobre nosotros mismos que implican que nos hemos liberado de la naturaleza, que somos inmunes a los patrones del pasado.
La función de la historia es humanista. Su propósito es ayudarnos a ver esos patrones y a tomarlos en serio porque son humanos. La historia es poderosa porque podemos identificarnos con las esperanzas, las locuras y las penas de quienes nos han precedido. Al reconocer los límites de su poder frente a la naturaleza, también podemos reconocer los nuestros. Es una lección que haríamos bien atender. La peste antonina no fue la última pandemia letal a la que se enfrentaron los romanos. Y la COVID-19 no será la nuestra.
* Kyle Harper, profesor de clásicos y letras de la Universidad de Oklahoma, es autor de “The Fate of Rome: Climate, Disease, and the End of an Empire” y del libro de próxima publicación “Plagues Upon the Earth: Disease and the Course of Human History”.
(C) The New York Times.-
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