Hacinados en un centro de operaciones el miércoles por la tarde, la alcaldesa de Washington Muriel Bowser y sus asesores vieron una fotografía que mostraba manchas de sangre en una tribuna temporal del Capitolio, una estructura provisional construida para la investidura del nuevo presidente en dos semanas.
La enormidad del fracaso letal fue evidente.
Un grupo de alborotadores había quebrado el delgado cerco policial de los escalones del Capitolio e iba en busca de cientos de legisladores que realizaban el acto ceremonial cuatrienal de certificar el voto presidencial. Y la alcaldesa y su equipo no habían sido capaces de detener el ataque.
Bowser y su jefe de la policía llamaron al Pentágono para solicitar que movilizaran tropas adicionales de la Guardia Nacional de D. C. para apoyar lo que las autoridades se dieron cuenta de que era una protección inadecuada en el Capitolio. Pero les dijeron que dicha solicitud debía provenir primero de la Policía del Capitolio.
En una llamada al jefe de la Policía del Capitolio, Steven Sund, se enteraron de que su fuerza estaba bajo asedio, que los legisladores estaban siendo puestos a salvo rápidamente y que los insurrectos estaban pisoteando cualquier atisbo de autoridad. Sund no paraba de repetir la misma frase: “La situación es crítica”.
Para ir al grano, una persona en la llamada hizo una pregunta tajante: “Jefe Sund, ¿está solicitando la presencia de tropas de la Guardia Nacional en los terrenos del Capitolio?”.
Hubo una pausa.
“Sí”, respondió Sund.
Sin embargo, días antes, la Policía del Capitolio y la Policía Metropolitana de la ciudad habían rechazado varios ofrecimientos de mayor apoyo de parte de la Guardia Nacional —excepto por un contingente relativamente modesto para controlar el tráfico— por lo que no se programaron soldados adicionales en espera. Les tomó horas llegar.
Ese fue apenas uno de una lista vertiginosa de errores cometidos ese día —y durante las semanas previas— que resultaron en la primera ocupación del Capitolio de Estados Unidos desde que las tropas británicas incendiaron el edificio durante la guerra anglo-estadounidense de 1812. Pero en esta ocasión, la muerte y la destrucción fueron causadas por estadounidenses, unidos a favor de la retórica incendiaria de un presidente estadounidense que se negó a aceptar la voluntad de más de 81 millones de otros estadounidenses que habían decidido destituirlo a través del voto.
El llamado que hizo el presidente Donald Trump en un mitin ese mismo día para que la multitud marchara hacia el cercano Capitolio fue, sin duda, una chispa que ayudó a encender los disturbios mortales que dejaron un saldo de cinco muertos —incluyendo a un oficial de policía y a una mujer que irrumpió en el edificio— decenas de heridos y un daño a la reputación que tenía el país de realizar transferencias pacíficas de poder. Sin embargo, la leña de ese incendio se había estado acumulando durante meses, con cada tuit de que las elecciones habían sido robadas, cada negativa de los legisladores republicanos a reconocer a Joe Biden como el próximo presidente, y cada comentario incendiario de “silbato para perros” que envalentonó a los grupos supremacistas blancos a atacar de manera violenta.
Tomará meses o incluso años realizar un ajuste de cuentas completo, y muchos legisladores ya han solicitado la creación de una comisión formal para iniciar una investigación.
Sin embargo, un análisis inicial del asedio realizado por The New York Times reveló numerosas fallas. El caos demostró que las agencias gubernamentales no tienen un plan coordinado para defenderse de un ataque al Capitolio —en especial uno dirigido específicamente a poderosos funcionarios electos— aun cuando las agencias del orden público llevan años advirtiendo sobre la creciente amenaza del terrorismo interno. QAnon, un grupo de conspiración en línea bien representado entre los insurrectos, ha sido etiquetado como una amenaza terrorista nacional por el FBI.
Durante los días previos a los disturbios, las agencias federales y la Policía del Capitolio al parecer no emitieron ninguna advertencia seria de que la concentración podía volverse violenta, a pesar de las innumerables publicaciones en redes sociales y sitios web de derecha que prometían enfrentamientos y hasta derramamiento de sangre.
El Departamento de Seguridad Nacional convocó a las agencias policiales locales a una reunión en su sala de crisis —realizada en línea durante la pandemia— solo el día anterior a los disturbios, lo que según algunos expertos en seguridad fue demasiado tarde.
La mala planificación y comunicación entre una constelación de agencias del orden público federales, estatales y locales incapacitó la respuesta a los disturbios. Una vez que se rompió el cerco de seguridad del Capitolio, una amalgama improvisada de refuerzos se vio obligada a intentar transitar por un complejo laberíntico de pasajes y caminos desconocidos que resultarían ser peligrosos.
Por encima de todo, el fiasco demostró que las agencias gubernamentales no estaban preparadas para una amenaza que, hasta hace poco, parecía inimaginable: cuando la persona que incita la violencia es el presidente de Estados Unidos.
La Policía del Capitolio y el Departamento de Policía Metropolitana no respondieron a las solicitudes de comentarios. El jefe de gabinete de Bowser, John Falcicchio, dijo que los funcionarios del Departamento de Defensa fueron los que determinaron la cantidad de personal desplegado. Pero funcionarios del Pentágono afirmaron que habían tomado esas decisiones con base en las solicitudes específicas que recibieron.
Las recriminaciones comenzaron casi de inmediato, y la violencia también trajo consigo una triste realidad: el país corrió con suerte. Cientos de insurrectos con armas largas y cócteles molotov irrumpieron en la sede del poder estadounidense, algunos con la clara intención de herir, tomar rehenes o incluso asesinar a funcionarios federales para evitar que certificaran las elecciones. Al final, todos los legisladores pudieron ser llevados a un lugar seguro.
“Fue un fracaso enormemente vergonzoso que de inmediato se convirtió en un momento infame en la historia de Estados Unidos”, dijo R. P. Eddy, un exdiplomático y exfuncionario antiterrorista que en la actualidad dirige una compañía privada de inteligencia. “Pero pudo haber sido mucho peor”.
A los pocos minutos de que la turba irrumpiera en el Capitolio, los insurrectos empezaron a golpear las puertas de la galería de la Cámara de Representantes, donde un grupo de casi dos docenas de legisladores estaban atrapados. Los sonidos de los cristales rotos resonaron en la cámara.
“Pensé que tendríamos que resistir lo más posible o pelear para poder salir”, dijo el representante demócrata por Colorado, Jason Crow, un antiguo ranger del Ejército que estuvo en Irak. “Fue una situación bastante peligrosa”.
Un grupo de la Policía del Capitolio superado en número había intentado varias tácticas para mantener a raya los disturbios: pusieron barricadas, utilizaron gas pimienta e intentaron bloquear el paso a la multitud en las puertas y ventanas del edificio. Todas estas medidas fracasaron.
Cuando la turba entró al Capitolio, el senador Kevin Cramer, republicano por Dakota del Norte, hizo una rápida oración.
Mientras él y los otros senadores salían de la cámara hacia el sótano, un oficial les pidió que se apresuraran porque los alborotadores estaban pisándoles los talones. “‘Muévanse más rápido, gente, que están justo detrás de nosotros’, dijo el oficial. Fue grave”, recordó Cramer.
Ya fuera de peligro inminente, los senadores pasaron lista. Cuatro senadores estaban desaparecidos, incluyendo a Tammy Duckworth, senadora demócrata por Illinois, quien utiliza una silla de ruedas debido a las lesiones que sufrió en Irak. Se había atrincherado en su oficina.
Dentro del refugio seguro, algunos senadores se enfurecieron cada vez más con los senadores republicanos Ted Cruz, de Texas, y Josh Hawley, de Misuri, que habían prometido luchar contra la certificación electoral a menos de que se estableciera una comisión para investigar las afirmaciones infundadas de Trump sobre un fraude electoral.
El senador Joe Manchin III, demócrata moderado de Virginia Occidental, dijo que se había acercado a los senadores republicanos Steve Daines, de Montana, y James Lankford, de Oklahoma, que tenían planeado oponerse al resultado de las elecciones para enviar un mensaje.
“‘Steve, vamos, no quieres ser parte de esto’”, recuerda haber dicho Manchin. “Le dije: ‘James, eres mejor que esto’”.
Manchin dijo que ambos se vieron afectados por las exhortaciones, pero Hawley no mostró remordimiento alguno.
“Josh Hawley comenzó todo esto, y todos los que lo ayudaron, todos deben rendirle cuentas a la justicia”, dijo Manchin.
Cuando se le pidió una respuesta, los portavoces de Hawley dijeron que él había condenado rápidamente la violencia y que nunca afirmó que existía un fraude electoral generalizado, sino que solo presentó un argumento específico sobre la votación por correo en Pensilvania. Hawley se ha negado a dar entrevistas tras los disturbios.
Para otros, la culpa de la debacle es mucho más amplia.
La senadora Amy Klobuchar, demócrata por Minnesota, dijo que ella y otros senadores están investigando qué salió mal y se están centrando en cómo mantener segura la ceremonia de investidura de Biden. “Es evidente que debe haber una reestructuración de la seguridad”, dijo.
Pero en última instancia, dijo, la culpa recae en el presidente de Estados Unidos.
“Él los convenció de que esta era una causa justa como para hacer una insurrección”, dijo Klobuchar.
“Y la hicieron”.
c.2021 The New York Times Company