En los primeros días de confinamiento pasé la mayoría de las noches en la sala de la casa de mi madre, borracha, mirando una computadora, tambaleándome ante la perspectiva de que mi cuerpo fuera privado indefinidamente del tacto. En esos días se vivía la sensación de que todo lo que compone la vida podría ser destruido para siempre. Mi padre, que es dramaturgo, especulaba con una aceptación optimista que tal vez nunca vería ni trabajaría en otra producción teatral. Dejar Irlanda, donde crecí y donde viven mis padres, parecía una posibilidad remota, incluso solo para volver a Gran Bretaña, donde resido.
Tan solo unas semanas antes había estado en Nueva York para quedarme bastante tiempo ahí, recientemente soltera y gratamente alocada por el deseo de salir con muchas personas. Mi valor romántico y sexual parecía ser más grande en ese momento de lo que había sido en cualquier otro lugar. Pensé que sufriría en comparación con todas las personas tan especiales y hermosas, pero resultó que mi exuberancia ligeramente maniaca y una completa falta de interés en el compromiso compensaron mis deficiencias físicas, e imagino que mi acento irlandés también me ayudó.
Casi me sentí mareada por la idea abrumadora de cuánta gente atractiva había en la ciudad. Aunque mis citas eran con tipos a los que nunca volvería a ver, normalmente encontraba algo en ellos o en esas noches que recordaba con alegría, como cuando un chico me miró con gusto en una habitación de hotel y exclamó inexplicablemente “¡me encanta Nueva York!” al ver mi cuerpo.
Pero en marzo comenzó el confinamiento. Como no había manera de saber si mi recién descubierto aislamiento iba a durar cinco semanas o cinco años, intentaba reformular de manera urgente el concepto de placer como algo que podía ocurrir sin otras personas. Fallé completamente, e incluso me alegré un poco de ese fracaso, para confirmar mi antigua convicción de que el sentido de la vida es, simplemente, estar con otras personas tanto como sea posible.
En este periodo, cometí el error de sugerir en una publicación de Facebook que no se podía esperar que las personas solteras, especialmente las que vivían solas, pasaran una cantidad ilimitada de tiempo sin socializar ni tener contacto cercano. Algunas personas reaccionaron como si hubiera propuesto una orgía en cada esquina ignorando la pandemia, pero eso no fue lo que quise decir. Lo que quise decir es que no se puede esperar que los seres humanos soporten la pérdida repentina y total del consuelo social. Para algunas personas, ese consuelo social proviene de las citas o del sexo con extraños.
En Holanda, los funcionarios aconsejaron llegar a un acuerdo con un compañero sexual. El jefe de salud de Dinamarca dijo: “El sexo es bueno, el sexo es saludable. Como con cualquier otro contacto humano, hay un riesgo de infección. Pero, por supuesto, uno debe ser capaz de tener sexo”. Estemos de acuerdo o no, al menos esos países fueron capaces de abordar lo que era una seria preocupación para muchos de sus ciudadanos.
Pero esos países parecen ser excepcionales. En su mayor parte, el gobierno de Gran Bretaña —como el de muchos otros lugares— fingió que el sexo no tiene lugar excepto entre parejas que cohabitan. Cuando los defensores de la salud pública han aludido a la existencia del sexo, el consejo es generalmente poco realista e inadecuado, pues instruyen a las parejas que no viven juntas a reunirse en exteriores y no tocarse. Los comunicados de prensa de las empresas de juguetes sexuales comenzaron a llenar mi buzón de correo electrónico, anunciando vibradores con control remoto, como si la pérdida de la conexión física se debiera únicamente a la falta de un orgasmo.
No ha habido ningún esfuerzo serio para enfrentar los desafíos particulares de la soltería —estar solo— en 2020. No ha habido iniciativas importantes de reducción de daños, solo la ilusa implicación de que todos los que no comenzamos una relación antes de marzo de 2020 debemos vivir sin una conexión significativa hasta que haya vacuna.
La pandemia del coronavirus ha sacado a la luz un desagradable puritanismo en algunas personas, que se deleitan vigilando el modo en que otros viven. Uno ni siquiera necesita romper una regla para ganarse su disgusto, sino solo expresar consternación por cosas que ellos consideran sin importancia o, peor aún, hedonistas. Incluso quejarse de lo que se siente vivir solo sin poder salir con nadie en este momento se considera indecoroso. Se descarta como algo trivial. Después de todo, algunos no han podido visitar a familiares ancianos vulnerables en todo el año. Para las parejas también es difícil, pues muchos trabajan desde casa en habitaciones estrechas, sin mencionar a los que viven con niños pequeños.
Las quejas de una persona soltera no ignoran ni contradicen el dolor del padre hostigado o de la hija angustiada que extraña a su padre enfermo. Nuestras luchas no se ven socavadas si la sociedad también admite que hay personas que antes satisfacían necesidades importantes al interactuar de maneras que ahora son imposibles: a través de citas o sexo casual. También estamos pasando por algo doloroso, sin siquiera la validez socialmente aprobada de la unidad nuclear que nos respalde.
La mayoría de la sociedad no cree realmente que los encuentros casuales y no monógamos puedan tener significado, en lugar de ser simplemente una manera burda de desahogarse. Yo sé que sí tienen significado. Vivir como persona soltera y promiscua era un modo de conocer a los demás, de encontrar alegría en el mundo, y por ahora esa opción ha desaparecido. La gente soltera ha perdido algo importante, y debería poder lamentarlo. No tengo que desear tener hijos para empatizar con las familias; no tienes que compartir mi prioridad para aceptar su validez en mi vida. No hay un número finito de maneras de haber sentido dolor este año.
Un amigo me preguntó hace unos meses si no me arrepentía de haber terminado una relación a largo plazo a principios de 2020, en un momento tan malo de la historia para elegir estar sola. No voy a fingir que no se me pasó por la cabeza que la vida habría sido mucho más agradable si hubiera estado con mi ex durante el peor momento del encierro. No solo habría sido bueno tener compañía en general, sino que también lo extrañé, específicamente. Lo amaba; todavía lo amo, lo que no significa que me hiciera feliz estar en nuestra relación.
Me fui porque identifiqué que mis deseos y necesidades no se beneficiaban con la monogamia. Eso habría sido imposible en mi vida anterior, cuando estaba lisiada por la necesidad, cuando proyectaba eso en cada hombre que pasaba y que parecía que podía llenar un vacío en mi vida en su papel de novios. En aquel entonces, no podía rechazar la oferta de compañía y amor como no podía rechazar el agua y el aire.
Ahora, necesito algo diferente. Necesito muy poco de las personas individualmente, pero tengo ganas de comerme el mundo. ¿Y por qué no? ¿Por qué no debería ser así? Es una codicia razonable y de buen carácter, alimentada no por la desesperación sino por un tremendo amor al mundo y a las personas que lo habitan. ¿Cómo podría avergonzarme de eso? El hecho de que ese impulso quedara frustrado en 2020 no lo convierte en algo maligno.
Algunas personas solteras no viven en constante espera de que el alivio de un matrimonio las saque de su miseria. Dio la casualidad que las restricciones de este año se adaptaron mejor a las parejas y las familias, pero eso no significa que el resto de nosotros estemos equivocados en la vida.
A medida que avanzamos hacia 2021, sé ahora más que nunca que tenía razón en decidir lo mejor para mí. No voy a fingir que quiero cosas que no quiero por el bien de la comodidad temporal. Esperaré hasta que la vida que quiero —por barata, frívola y superficial que les parezca a algunos— sea posible de nuevo.
© The New York Times 2020