El próximo domingo habrá en Venezuela un espectáculo paradójico. Los comicios parlamentarios del 6 de diciembre, para elegir una nueva Asamblea Nacional, solo son un espejismo democrático para aniquilar el último resquicio de democracia que queda en el país. Pero más que una paradoja es una estrategia.
Cuando Diosdado Cabello, líder fundamental del partido de gobierno, pregonaba en la campaña que había que “reconquistar la institucionalidad” solo estaba, en el fondo, siguiendo una de las políticas fundamentales del chavismo: producir alucinaciones.
Nicolás Maduro, un presidente ilegítimo, autoelegido por medio de elecciones no reconocidas por gran parte de la comunidad internacional y autoproclamado en un proceso inconstitucional, después de fracasar al instaurar un parlamento alternativo que le es favorable, desarrolla y ejecuta un plan para tomar la Asamblea Nacional, robándose los partidos de oposición y organizando un nuevo fraude electoral. Esta podría ser la sinopsis corta del proceso que culminará el próximo domingo. No habrá ninguna sorpresa. El chavismo ha ganado la elección aun antes de que suceda. El problema es qué viene después, qué sigue.
En la década de los cuarenta del siglo pasado se produjeron y se grabaron dos películas basadas en la obra de teatro Gaslight del escritor Patrick Hamilton. En la versión más conocida, dirigida por George Cukor en 1944, Ingrid Bergman interpreta a una joven cándida, casada con un asesino que —después de enamorarla— trata de enloquecerla suave y soterradamente, mientras intenta robar las joyas de la fortuna familiar. El éxito de filme trascendió el reino del espectáculo y terminó instalándose en el universo de las categorías psicológicas. De ahí viene el ya frecuente uso de la palabra gaslighting para describir las conductas de abuso y manipulación con las que una persona intenta hacer que su pareja dude de la forma en que percibe la realidad. Este modelo de definición de un comportamiento tóxico podría funcionar en el ámbito social. Retrata perfectamente la forma de actuación del chavismo en Venezuela.
La cordura de los venezolanos ha sido acosada y agredida de forma permanente por el poder. Durante dos décadas, la autoproclamada Revolución bolivariana ha hecho un gaslighting, a veces soterrado, a veces evidente, pero siempre sistemático: es una poco visible pero muy contundente forma de violencia contra los ciudadanos del país.
Me aventuro a predecir lo que va a pasar el domingo que viene: en tiempo récord —para darle una lección al “imperialismo”— el Consejo Nacional Electoral ofrecerá los resultados de la elección, donde destacará un triunfo abrumador del partido de gobierno, probablemente incluso logrando una mayoría absoluta en el nuevo parlamento. La supuesta oposición, fabricada y manejada por el chavismo, tendrá un pequeño e inocuo papel de reparto. Y empezará entonces a moverse la nueva narrativa, dando paso a un sinfín de declaraciones de diversa índole y en distintas direcciones, todas apuntando a lo mismo: a la búsqueda de reconocimiento y de legitimación. Actuarán y hablarán como si las denuncias y los informes sobre el carácter viciado e inconstitucional del proceso electoral jamás hubieran existido, como si todo formara parte de la normalidad democrática de cualquier país. Convocarán a un gran pacto de unidad, de diálogo. Hablarán de amor. Invocarán los problemas del país y llamarán a dejar atrás las diferencias y a mirar con esperanza hacia el futuro. Lo harán con seguridad y tranquilidad, con singular histrionismo, intentando siempre poner en duda la percepción que existe sobre la realidad.
No se trata de una práctica novedosa, por supuesto. Es algo que está en lo profundo del ADN del chavismo y que también tiene una larga tradición en la historia mundial. En su novela El compromiso (1981), el escritor ruso Serguéi Dovlátov relata la experiencia de un periodista en la Unión Soviética que vive esta dualidad: conociendo la noticia real y escribiendo la noticia ficcional que impone el gobierno. En el cortocircuito de esas dos verdades queda suspendida la locura de un país.
Porque, aunque la narrativa oficial se imponga, en Venezuela continúa una crisis económica aterradora y la migración no se detiene; los aparatos represivos siguen ejerciendo la violencia impunemente —como en el caso del periodista Roland Carreño, detenido de forma ilegal en octubre— y el Estado actúa en contra de las ONG, como con la organización Alimenta la solidaridad en las últimas semanas. Y, lamentablemente, con el triunfo previsible del chavismo en la Asamblea Nacional se cierra todavía más el cerco, se asfixia la posibilidad de que existan y se hagan visibles otras versiones de la realidad.
En su análisis de escenarios para el futuro, Rafael Uzcátegui, coordinador general de Provea, organización dedicada a la defensa de los derechos humanos en Venezuela, advierte sobre el claro peligro de que —desde el nuevo parlamento— el chavismo promueva y apruebe más “leyes antidemocráticas” y legalice aun más la censura y la represión en el país. No sería de extrañar —también— que, una vez casi liquidado el sistema de partidos, los siguientes objetivos de la violencia institucional sean los dirigentes de la sociedad civil o las organizaciones no gubernamentales. Eso es lo que representan las elecciones del próximo domingo. El uso, nuevamente, de los procedimientos y de las ceremonias de la democracia para acrecentar el autoritarismo.
La ocupación de la Asamblea Nacional no ofrece ninguna salida real al conflicto. Es una farsa mediocre que no le dará legitimidad a Maduro. Como el marido en la película de Cukor, el chavismo insiste en crear sombras para poder seguir con su saqueo. Pero su gaslighting ya no es eficaz. Ni adentro ni afuera del país. La victoria electoral del próximo domingo será un fracaso político, una nueva postergación a la única posible solución de la crisis.
© The New York Times 2020