El día en que Diego Maradona se despidió, mientras se le quebraba la voz y el lugar que siempre había sido su hogar se agitaba y sollozaba, su mente se desvió hacia los errores que había cometido, el precio que había pagado.
En su momento de despedida, no buscó la absolución. Todo lo que pidió, en cambio, fue que el deporte que había amado y que lo había adorado a cambio, el que había dominado, el que había iluminado, el que elevó a un arte, no estuviera empañado por todo lo que él había hecho.
La última línea de su discurso de ese día, la última vez que honró a la Bombonera, casa de Boca Juniors, el club que lo tenía en el corazón, se convirtió en un aforismo argentino: “La pelota no se mancha”, dijo a la multitud que lo adoraba. La pelota no muestra la suciedad.
Ciertamente es posible que Diego Armando Maradona, quien murió el miércoles a los 60 años, fuera el mejor futbolista que jamás haya respirado, aunque ese es un tema de debate candente e inquebrantable. Menos polémica es la idea de que ningún otro jugador haya inspirado jamás una devoción tan feroz.
Hay algo parecido a un culto en su nombre en Nápoles, la ciudad portuaria olvidada y degradada que él transformó en el centro del universo del fútbol durante unos gloriosos años en la cima de su carrera. El alcalde de la ciudad sugirió el miércoles que el estadio que alberga su antiguo club, el Napoli, debería cambiarse de nombre. Ese privilegio recae actualmente en San Paolo.
En Argentina, la patria de Maradona -que declaró tres días de duelo nacional una vez que se anunció su muerte- hace tiempo que existe una iglesia en su honor. Para muchos, Maradona fue una experiencia cuasi religiosa.
No era un ícono sencillo. Luchó contra la adicción a las drogas durante décadas. Fue expulsado de una Copa del Mundo en desgracia después de dar positivo por drogas que mejoran el rendimiento. Los problemas de salud lo acosaban, testimonio de una vida de excesos. No reconoció a su hijo, Diego, durante años. En su vida, se separó de su ex esposa, Claudia Villafañe, y de sus dos hijas, Giannina y Dalma. Hubo denuncias de abuso doméstico hacia una ex novia. Había armas y asociaciones con el crimen organizado.
Maradona nunca rehuyó reconocer que había cometido errores, incluso cuando no pudo dejar de cometerlos. La tendencia -comprensible, sincera, ineludible-, como el fútbol, se tambaleó con la noticia de su muerte; como los elogios fluyeron de Lionel Messi (“eterno”) y de Cristiano Ronaldo (“un genio”) y de Pelé (“una leyenda”) , era evitar sus defectos y sus debilidades, borrar sus demonios de memoria por respeto, por afecto.
Y sin embargo, sin mencionar esos problemas, la historia de Maradona no se limpia. Está retorcida. Esas luchas no lo mejoraron como jugador. En cambio, le impedirían lograr todo lo que podría haber hecho y, eventualmente, acortarían su carrera.
Pero si las fallas disminuyeron lo que era Maradona, pulieron lo que representaba para quienes lo miraban, quienes lo adoraban. Que tal belleza pudiera surgir de tal tumulto le hizo querer decir algo más; le dio una resonancia que se extendió más allá incluso de su enorme capacidad. Su oscuridad agudizó los contornos de su luz.
Treinta y dos años antes de que naciera Maradona, el escritor Borocotó -director de El Gráfico, la prestigiosa y pionera revista de deportes argentina- sugirió que el país debería erigir una estatua al llamado pibe: el niño de la calle de rostro polvoriento y “ojos de tramposo”, “una melena rebelde contra el peine” y la “mirada chispeante” que representaba no solo la cultura futbolística argentina, sino también su propia imagen como nación.
Maradona era el ideal platónico de un pibe, todo virtuoso y astucia impetuosa. Capturó el espíritu que Borocotó hizo inmortal más que cualquier jugador, más de lo que nadie hubiera creído posible, no solo cuando era un adolescente, recién salido del potrero, sino a lo largo de su carrera.
Todas esas imágenes icónicas de Maradona son monumentos al espíritu del pibe: saltando muy por encima de Peter Shilton, el portero de Inglaterra, el gol que bromearía -con la “risa picaresca” que cumplía la descripción de Borocotó - fue marcado por la Mano de Dios; bailando, un par de minutos después, por toda la selección de Inglaterra para marcar “el gol del siglo”, el golpe que llevaría al comentarista Víctor Hugo Morales a declararlo “barrilete cósmico”; de cara a toda la selección belga, con el balón en los pies, una imagen de miedo en la cara.
Por muy alto que volara, Maradona nunca se apartó de sus raíces; era un pibe cuando emergió por primera vez, era un pibe cuando arrastró casi sin ayuda a Argentina al Mundial de 1986, y de regreso a la final cuatro años después. Fue un pibe cuando el Barcelona lo convirtió en el jugador más caro del planeta y cuando llevó al Napoli no a uno sino a dos títulos de la Serie A. Era un pibe incluso mientras conquistaba el mundo.
Esa fue su gloria, y también fue su perdición. Después de todo, ¿cómo podía esperar un niño que nunca había crecido enfrentarse al mundo en el que se encontraba, a las expectativas y a las exigencias, a la idolatría y la tentación? La luz brillaba con tanta intensidad que la oscuridad que la seguía solo podía crecer.
El mismo Maradona nunca puso excusas por sus traspiés, aunque eso no es lo mismo que expiarlos. Como le dijo al cineasta Emir Kusturica en 2008, se hizo responsable de todo lo que había hecho, bueno y malo. Pero también sabía que en algún momento había que trazar una línea entre Maradona la persona y Maradona el jugador.
Su legado como el primero es complejo: un individuo brillante y atribulado, uno que sufrió dolor pero también lo infligió, un niño y luego un hombre que se derrumbó y resquebrajó bajo la presión de una situación en la que no tenía las herramientas para sobrevivir.
Pero su significado como este último es más sencillo. Maradona encapsuló un ideal, encaprichó a una nación, convirtió un mero juego en una forma de arte. El pibe es un complejo esencialmente argentino pero que genera un entendimiento global: la brillantez pícara e improvisada de los inocentes.
El propio Maradona siempre vio al fútbol como su salvación, su liberación. En 2005, en una breve fase como personalidad televisiva, se le preguntó qué le gustaría ofrecer como epitafio. “Gracias al fútbol”, dijo. “Es el deporte que me da la mayor alegría, la mayor libertad. Es como tocar el cielo con las manos. Gracias a la pelota“.
Sus defectos y sus demonios no serán olvidados, ni siquiera con el tiempo. Su memoria siempre será compleja. Pero no importa cuán profunda sea la oscuridad, no se debe permitir que oscurezca la luz que trajo. “La pelota no se mancha”. La pelota no muestra la suciedad.
© The New York Times
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