Por Sharon LaFraniere, Katie Thomas, Noah Weiland, David Gelles, Sheryl Gay Stolberg y Denise Grady
La llamada fue tensa; el mensaje, desalentador. Moncef Slaoui, dirigente de la iniciativa del gobierno de Trump para desarrollar velozmente una vacuna contra el coronavirus, estaba al teléfono a las 6 p. m. el 25 de agosto para decirle a la orgullosa empresa de biotecnología Moderna que tenía que retrasar la etapa final de las pruebas de su vacuna en humanos.
El director ejecutivo de Moderna, Stéphane Bancel, un ingeniero bioquímico francés, reconoció la implicación. En la carrera para acabar con la pandemia, dijo, “todos los días contaban”. Ahora su compañía, que aún no había sacado un solo producto al mercado, se enfrentaba a un retraso de hasta tres semanas. Pfizer, el gigante farmacéutico mundial que estaba ocupado probando una posible vacuna similar y prometiendo resultados iniciales para octubre, tomaría la delantera de forma evidente.
“Fue la decisión más difícil que tomé este año”, comentó Bancel.
El problema de Moderna parecía encajar muy bien con los sucesos de finales del verano de 2020, cuando Estados Unidos se tambaleaba no solo por una pandemia, sino también por la inestabilidad causada por la injusticia racial. Slaoui informó a Bancel que Moderna no había reclutado suficientes candidatos pertenecientes a minorías para sus ensayos de vacunas. Si no podía probar que su vacuna funcionaba bien para los ciudadanos negros y latinos, que han sido afectados de manera desproporcionada por la pandemia, no superaría la línea de meta.
Ambas compañías finalmente completaron las etapas cruciales de sus ensayos en humanos este mes y reportaron resultados iniciales espectaculares. Se trata de vacunas que parecen tener una eficacia de alrededor del 95 por ciento contra un virus que ha matado a 1,3 millones de personas, un cuarto de millón de ellas en Estados Unidos.
Pocas competencias corporativas se han desarrollado con una apuesta tan grande y un telón de fondo tan complejo. No solo estaban en juego las rivalidades comerciales y los desafíos científicos, sino también un ambicioso plan para poner al gobierno federal en el centro del esfuerzo y, lo más molesto, la atmósfera política a menudo tóxica creada por el presidente Donald Trump. Con la apuesta de que una vacuna aseguraría su reelección, llevó a cabo campañas públicas y privadas para acelerar el proceso.
El director ejecutivo de Pfizer, Albert Bourla, había prometido evitar el campo minado de la política, pero se vio obligado a atravesarlo. Tras prometer avances en un calendario que parecía respaldar la predicción de Trump de un gran avance antes del día de las elecciones, Bourla retrasó el calendario a finales de octubre, temiendo que los resultados de los ensayos clínicos de su empresa no fueran lo suficientemente convincentes para que los reguladores federales concedieran la aprobación de emergencia de su vacuna. La noticia del éxito de Pfizer salió a la luz justo después de que se anunció la victoria de Joe Biden en las elecciones.
Bourla había preferido desde el principio mantener a Pfizer y a su socio de investigación, la firma alemana BioNTech, a distancia del gobierno, por lo que rechazó el dinero para investigación y desarrollo de la iniciativa federal urgente llamada Operación Warp Speed.
Bancel, con una compañía mucho más pequeña, hizo lo opuesto y aceptó el financiamiento de un gobierno liderado por un presidente que le daba la espalda a la ciencia. Moderna obtuvo casi 2500 millones de dólares para desarrollar, fabricar y vender su vacuna al gobierno federal, y se asoció con los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por su sigla en inglés) en el trabajo científico, una colaboración muy exitosa que logró evitar la intromisión política de Trump y sus asesores, que habían obstaculizado otros esfuerzos para enfrentar el virus.
Pfizer y Moderna por sí solas no podrían satisfacer la demanda nacional o global, pero otras compañías en Estados Unidos y en todo el mundo también se están apresurando en la creación de vacunas efectivas, algunas de ellas usando tecnologías mejor comprobadas, por lo que es probable que surjan otras iniciativas exitosas.
Sin embargo, ambas compañías han logrado una hazaña notable de maneras muy diferentes: desarrollar una vacuna que parece segura y efectiva en cuestión de meses, en lugar de los años o décadas que suelen tardar esos avances. Se vieron beneficiados por la unión de tres factores. Un nuevo método de desarrollo de vacunas ya solo estaba esperando ser probado, y el coronavirus fue el objetivo perfecto. Las altas tasas de infección aceleraron el ritmo de los ensayos clínicos, la parte más lenta del proceso. Y el gobierno estuvo dispuesto a gastar lo necesario, lo que eliminó los riesgos financieros y los bloqueos burocráticos con el fin de permitir que la producción en masa comenzara incluso antes de que se finalizaran los ensayos.
Un inicio veloz
Bancel estaba en Suiza para asistir a una conferencia de negocios en enero cuando se enteró de la propagación de un nuevo brote viral mortal en Wuhan, China. Inmediatamente se puso en contacto con dos expertos en vacunas de los NIH con los que su empresa había estado trabajando durante años para desarrollar una tecnología que pudiera utilizarse con el fin de diseñar vacunas, una especie de sistema estándar y automático que revolucionaría la forma en que la humanidad se enfrenta a los nuevos patógenos.
Si los sistemas funcionaban, el diseño de una vacuna quedaría terminado en cuestión de días. La tarea que quedaba por hacer incluía ensayos que toman mucho tiempo para asegurar que la vacuna funcione y sea segura, un proceso que no admite atajos.
El método emplea una forma sintética de una molécula genética llamada ARN mensajero, o ARNm, para hacer que las células humanas produzcan una proteína viral inofensiva llamada espiga, que luego estimula al sistema inmunológico con el fin de producir anticuerpos y células inmunitarias que puedan reconocer a la espiga enseguida y contratacar cuando se necesite.
Bancel, de 48 años, tenía lo que un ex colega describió como una “personalidad guerrera”. Había dejado una firma mucho más grande para convertirse en director ejecutivo de Moderna en 2011. En ese momento, le advirtió a su esposa que la apuesta por el ARNm de la firma tenía un 5 por ciento de posibilidades de éxito, pero que, si esa apuesta daba resultado, cambiaría el curso de la medicina.
Comentó que a finales de 2019 el Centro de Investigaciones de Vacunas de los NIH acordó organizar una especie de juego de guerra la primavera siguiente, es decir, una pandemia simulada con un virus desconocido para Moderna con el fin de ver la velocidad con que la empresa podía desarrollar una vacuna.
Ahora, ante una pandemia real, Bancel quería probar de verdad el enfoque de Moderna.
Los NIH se acercaron a ellos. John R. Mascola, jefe del Centro de Investigaciones de Vacunas, y Barney Graham, subdirector del centro, propusieron la colaboración a Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas.
“Adelante”, cuenta Fauci que les dijo. “Cueste lo que cueste, no se preocupen por eso”.
En Alemania, el matrimonio de científicos conformado por Ugur Sahin y Özlem Türeci iba por el mismo camino. Su empresa, BioNTech, había estado trabajando con Pfizer durante varios años para desarrollar una nueva vacuna contra la gripe con la misma tecnología de ARNm que estaba utilizando Moderna. Sahin dijo que le preguntó a un ejecutivo de Pfizer el 1.° de marzo si la compañía quería desarrollar una vacuna contra el coronavirus.
Bourla ascendió en el transcurso de más de dos décadas desde un puesto en la división de salud animal de Pfizer hasta convertirse en director ejecutivo en 2019. Al inicio, el ejecutivo de 59 años se enfocó principalmente en la protección de los 90.000 empleados de la compañía en todo el mundo.
Sin embargo, en cuanto se enteró de la propuesta de los alemanes, él y su empresa se movieron con celeridad.
Operación Warp Speed
Cuando la economía se paralizó la primavera pasada y las muertes aumentaron en Nueva York, Detroit y Chicago, los funcionarios gubernamentales propusieron un esfuerzo coordinado para desarrollar pruebas, tratamientos y vacunas con el fin de enfrentar la crisis de salud pública más grave en un siglo.
La Operación Warp Speed fue idea de Peter Marks, el principal regulador de vacunas de la Administración de Medicamentos y Alimentos. Es una colaboración entre el Pentágono y el Departamento de Salud y Servicios Humanos que fue ideada para apoyar a las compañías farmacéuticas y biotecnológicas con toda la experiencia del gobierno, desde los ensayos clínicos hasta la logística. La fecha meta para el desarrollo de una vacuna era octubre, según un memorando inicial.
Warp Speed tenía dos líderes. A cargo de la ciencia estaba Slaoui, que se había encargado durante años de los temas de investigación y desarrollo en GlaxoSmithKline, fabricante de medicamentos, y había sido miembro de la junta directiva de Moderna. A cargo de la logística estaba Gustave F. Perna, un general condecorado con cuatro estrellas que dirigía el Comando de Investigación y Logística Médica del Ejército.
La decisión más importante, dijo Slaoui, fue qué candidatos a la vacuna se retiraban de los casi 50 posibles contendientes. Su equipo se decidió por tres tipos de vacunas; cada una sería desarrollada por dos compañías por si una empresa fracasaba.
Moderna y Pfizer irían tras las vacunas de ARNm, consideradas las más rápidas de desarrollar. El gobierno estaba dispuesto a pagar gran parte de los gastos de desarrollo, guiar los ensayos clínicos e incluso entregar los suministros a las fábricas.
Bourla no estaba interesado. Decidió que, al ser uno de los principales productores de vacunas del mundo, Pfizer no necesitaba ayuda federal para desarrollar un nuevo producto y, con casi 52.000 millones de dólares de ingresos anuales, no necesitaba ni quería el subsidio.
Moderna no dudó en pedir ayuda al gobierno. “No tenemos un balance como el de Pfizer”, les dijo Bancel a los funcionarios federales.
‘Teníamos que alzar la voz’
A principios del otoño, las presiones políticas que se habían ido acumulando durante todo el año estallaron. Los reguladores federales trataban de emitir directrices para asegurar un seguimiento suficiente de los participantes en los ensayos clínicos con el fin de garantizar que las vacunas fueran seguras, pero los funcionarios de la Casa Blanca las bloqueaban. El presidente atacaba a los funcionarios de la FDA describiéndolos como antagonistas que intentaban frustrar su reelección.
Bourla se había visto arrastrado al caos político, en parte debido a sus propias promesas de que Pfizer esperaba los resultados de los ensayos clínicos para octubre. El presidente anunció con bombo y platillo la fecha límite del ensayo en su recorrido de campaña y trató de vincularse públicamente con el líder de Pfizer.
Sahin, de BioNTech y socio de Pfizer, dijo que Bourla estaba tratando de manejar “una situación incómoda”. Pero cuando el presidente fue tras la FDA, Bourla marcó un límite, puesto que la confianza del público en una vacuna estaba en juego. “Teníamos declaraciones en contra de la FDA, el Estado profundo (deep state), etc., que realmente me preocupaban”, comentó. “Teníamos que alzar la voz”.
Llamó a Alex Gorsky, director ejecutivo de Johnson & Johnson, otro de los principales contendientes en la carrera por la vacuna, y luego reunió a líderes de otras empresas. Juntos, redactaron una declaración, la cual señalaba que la industria “apoyaría a la ciencia” y seguiría las directrices de la FDA. Para el 8 de septiembre, nueve compañías, incluida Moderna, se habían unido.
Al mismo tiempo, estaban surgiendo problemas en el diseño y la ejecución de los ensayos clínicos. Tanto Pfizer como Moderna se enfrentaban al problema de la escasez de voluntarios pertenecientes a minorías, pero Pfizer tenía los bolsillos llenos para resolverlo.
Fauci se reunió con los investigadores del ensayo de Moderna y reclutó a expertos de los NIH para ayudar a la compañía a conseguir más voluntarios negros y latinos. Pfizer, cuyo ensayo ya estaba diseñado para obtener un resultado más pronto que Moderna, ahora estaba indiscutiblemente a la cabeza.
Buenas Noticias
El domingo 8 de noviembre por la mañana, Bourla se dirigió a la oficina de Pfizer en Cos Cob, Connecticut, para escuchar el veredicto con unos cuantos asesores de alto nivel. “No pude dormir mucho”, dijo.
Un experto en estadística de Pfizer, que estaba aislado del resto de la compañía, iba a entregar las noticias del tablero de monitoreo de datos mediante una videoconferencia.
“Tuvimos un muy buen resultado”, anunció el hombre a primera hora de la tarde. Dijo que Pfizer debía pedir de inmediato a la FDA que le concediera una autorización de uso de emergencia, una acción que la empresa llevó a cabo el viernes.
La sala estalló en vítores. Los ejecutivos se abrazaron, ignorando las reglas de distanciamiento social.
Moderna tuvo que ver cómo Pfizer cruzó la línea de meta antes que ellos. No obstante, los resultados de Pfizer animaron las esperanzas de la empresa.
El domingo pasado, mientras esperaban los resultados del ensayo de Moderna, Bancel se encerró en una oficina de su casa en Boston.
Justo después del mediodía, un aviso cruzó el sistema de chat seguro de Moderna para que se uniera a una reunión virtual. Con una decena de miembros, Bancel escuchó la voz llana e inerte de un representante del panel externo.
Los resultados fueron notablemente similares a los de Pfizer: de 95 infecciones, 90 estaban en el grupo del placebo y 5 en el grupo de la vacuna.
Luego el panel externo desglosó los casos según la gravedad de la enfermedad, una medida esencial para conocer la potencia de la vacuna.
Once voluntarios habían desarrollado una enfermedad grave, dijo la voz. Luego hubo una pausa que, según Bancel, “pareció eterna”, antes de la última palabra: cada uno de ellos había recibido el placebo.
(© The New York Times 2020)
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