HALIFAX, Canadá — Esta mañana, mis hijos fueron a su escuela que está ubicada en un viejo edificio de ladrillos, donde se formaron para pasar por las puertas de la entrada principal. Fui a hacer ejercicio al gimnasio, un gimnasio de verdad, donde resoplé en una sudorosa clase grupal. Y hace algunos días, mi pareja y yo organizamos una cena en casa, en la que se reunieron ocho amigos alrededor de la mesa del comedor para celebrar una ruidosa noche que terminó demasiado tarde. ¿Recuerdas todo eso?
Donde yo vivo, nos reunimos sin miedo. La vida transcurre casi de la misma manera que hace un año. El mágico mundo libre del virus está tan solo a un largo día de viaje en auto del Empire State Building, en una dimensión paralela llamada Nueva Escocia.
Esta es una de las cuatro provincias atlánticas que se aferran a la costa de Canadá, al norte y al este de Maine. En Canadá, se les suele llamar “provincias dependientes”, áreas económicamente abatidas que dependen de las transferencias de efectivo de las provincias más acaudaladas del oeste.
Sin embargo, en la era de la pandemia, “dependiente” tiene un nuevo significado.
Nuestro cierre por el coronavirus comenzó de manera rápida en marzo y fue universal. Las fronteras provinciales se cerraron de un portazo. En Nueva Escocia, incluso se cerraron las rutas públicas para hacer senderismo, una medida significativa para una población acostumbrada a la libertad de adentrarse en la naturaleza. Sin embargo, el cierre de emergencia funcionó, y nuestra colectividad dejó de aguantar la respiración cuando la cantidad de nuevos casos bajó a cifras de un solo dígito. Las restricciones se relajaron en mayo y se levantaron en junio; a inicios de julio, las provincias atlánticas formaron una “burbuja” libre de contagio, lo cual permitió el tránsito entre ellas, pero mantuvieron una estricta regla de cuarentena para cualquiera que viniera de fuera. Además, la frontera sur que limita con Estados Unidos, ha quedado cerrada con firmeza.
En estos días, las terroríficas noticias de la pandemia que llegan del sur de la frontera se sienten como una sombra amenazante. Las cifras de Estados Unidos son casi incomprensibles: 120.000, 140.000, 180.000 nuevos casos al día. Cuando hablo con mis amigos de allá están encerrados en sus casas, intentando trabajar mientras los niños corren por la habitación o, con una frecuencia cada vez mayor, enfermos o en recuperación de la COVID-19. Los casos también están aumentando en otras partes de Canadá. En Montreal, mi hermano y su familia están encerrados de nuevo. Las fotos que publico en nuestro chat grupal, de las pijamadas y las carreras de patinaje de velocidad, son un contraste surrealista de sus días llenos de restricciones.
Aquí, la pandemia también ha cambiado la manera en que vive la gente. Mantenemos dos metros de distancia en la fila del supermercado. Hay plexiglás alrededor del cajero en Starbucks. Tuve que poner un límite de diez invitados en mis cenas. Nueva Escocia nos ha exigido que usemos mascarillas en cualquier espacio público techado, incluidos los bachilleratos, desde julio. No obstante, a estas alturas, eso nos parece normal, tan solo una cosa más que recordar en la mañana: ¿hiciste la tarea, llevas tu almuerzo, llevas tu cubrebocas? Pueden pasar días sin que el virus se entrometa en mi vida.
Y ya se ha corrido el rumor: este otoño, el mercado inmobiliario de Halifax está desquiciado. Nuestra bonita y pequeña ciudad tiene viviendas relativamente asequibles, playas y parques boscosos. Sin embargo, en términos históricos, la falta de empleo ha mantenido alejada a la gente ambiciosa. Ahora que muchos de nosotros trabajamos desde la mesa de la cocina, importa mucho menos la economía pausada… y la gente de Toronto está huyendo de la gran ciudad, y del virus, en busca de una vida encantadora en esta burbuja.
La geografía y la demografía ayudaron a la costa atlántica de Canadá a crear este universo alterno. La población es pequeña, unos 2,5 millones de personas en toda la región, donde en ninguna parte hay una alta densidad poblacional. La isla de Terranova y la del Príncipe Eduardo son, bueno, islas, y eso facilita el control fronterizo. Tan solo una provincia de esta burbuja tiene una frontera terrestre con Estados Unidos, y solo una frontera activa con Quebec, la provincia que ha sufrido el mayor impacto. El aeropuerto de Halifax es el más grande de la región, y tan solo recibía más o menos una docena de vuelos internacionales al día cuando empezó la pandemia. Ahora no recibe ninguno. Somos una Nueva Zelanda muy pequeña.
Cuando pedí la opinión de Robert Strang, el paternal director de salud pública de Nueva Escocia, para saber qué nos permitía mantener este nivel de normalidad, él agregó otro ingrediente a mi lista: aquí, los funcionarios de salud pública, no los políticos, establecen las políticas sobre lo que permanece abierto. Además, la gente (una mayoría) sigue las reglas sobre los cierres, las reuniones y las mascarillas. “El mensaje ha sido que necesitamos mantenernos a salvo los unos a los otros”, me comentó. “Creo que está relacionado con nuestra cultura, nuestra ética colectiva, si le quieres llamar así, el hecho de que la gente lo acepte”.
La pandemia ha provocado un sufrimiento verdadero en esta región: la economía, que depende enormemente del turismo, ha recuperado tan solo un 80 por ciento de los trabajos que se perdieron en abril, y no se terminará de recuperar con las fronteras cerradas. Esta mañana, vi otro pequeño negocio de mi vecindario con un aviso de cierre pegado en una ventana tapiada. Las tasas de desalojo están aumentando. Los residentes de los centros de cuidados prolongados tan solo pueden recibir una cantidad limitada de visitas. Si salimos de la región, debemos pasar dos semanas en cuarentena al regresar, y eso puede hacer que una persona se sienta atrapada.
Todo el tiempo discutimos sobre los niveles apropiados de aislamiento y restricciones pero, aquí en Halifax, tenemos una idea de qué nos mantiene a salvo y sabemos que eso produce una gran controversia en Estados Unidos: atención médica pública, medios públicos, una red de seguridad social. Es desconcertante ver cómo la epidemia está tan fuera de control en Estados Unidos, a sabiendas de que fácilmente podría ser distinto. Sabemos que podría serlo, porque lo estamos viviendo.
En mi cena de la semana pasada, mis amigos y yo levantamos las copas para celebrar nuestra buena fortuna y al doctor Strang. Nuestra libertad se siente preciada y frágil. No nos ha salido barata. Sin embargo, siempre estamos conscientes de que tomaremos decisiones difíciles por el bienestar del otro y que, cuando lo hacemos, la recompensa es una vida que reconocemos.
© The New York Times 2020
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