Defendieron la revolución de Venezuela, ahora son sus víctimas

Las historias de chavistas que ahora sufren las consecuencias del regimen de Nicolás Maduro

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Estación de radio donde Osvaldo Rivero hace su programa de radio.(Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Estación de radio donde Osvaldo Rivero hace su programa de radio.(Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

El presentador de El pueblo en combate, un popular programa de radio, siempre había elogiado al presidente venezolano Nicolás Maduro, incluso cuando millones de ciudadanos se hundían en la miseria bajo el gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela. Pero este verano, cuando la escasez de gasolina paralizó su remoto pueblo pesquero, se desvió de la línea del partido.

En su programa, el locutor José Carmelo Bislick, un socialista de toda la vida, acusó a los dirigentes locales del partido de haberse beneficiado de su acceso al combustible, dejando a la mayoría de la gente haciendo filas durante días en las gasolineras vacías.

Solo transcurrieron unas semanas desde la denuncia cuando, en la noche del 17 de agosto, cuatro hombres enmascarados y armados irrumpieron en la casa de Bislick y le dijeron que “se comió la luz”, una frase que indica que alguien se ha pasado un semáforo en rojo. Luego lo golpearon y se lo llevaron a rastras frente a su familia. Horas después lo encontraron muerto con heridas de bala, y vestido con su camiseta favorita del Che Guevara.

Los asesinos de Bislick siguen prófugos en esa ciudad de 30.000 habitantes, donde todos lo conocían y sabían que le había dedicado su vida a la revolución bolivariana. El alcalde socialista de la localidad nunca habló del asesinato ni visitó a sus familiares, quienes dijeron que su muerte había tenido motivaciones políticas.

“¿Es denunciar tan feo como para que le cueste la vida a un hombre que solo buscaba el bienestar social?”, se pregunta Rosmery Bislick, hermana del locutor.

La muerte de Bislick parece formar parte de una ola de represión contra los activistas de izquierda marginados por Maduro, quien parece decidido a consolidar su poder en las elecciones parlamentarias de diciembre. La votación, boicoteada por la oposición y denunciada por grupos de derechos humanos, podría llevar a la que solía ser una de las democracias más consolidadas de América Latina al borde de un Estado de partido único.

Fotos de Carmelo Bislick en la casa de su familia. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Fotos de Carmelo Bislick en la casa de su familia. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

Después de haber desmantelado a los partidos políticos que se oponían a su versión del socialismo, Maduro ha apuntado a su aparato de seguridad hacia los aliados ideológicos desilusionados, repitiendo el camino recorrido por los autócratas de izquierda desde la Unión Soviética hasta Cuba.

La oficina de Maduro no respondió a una solicitud de comentarios.

Si haces una crítica primero te ponen al lado de partidos de oposición, de derecha, te llaman traidor”, dijo Ares Di Fazio, exguerrillero urbano y líder del Partido Tupamaros, de extrema izquierda, que fue desmantelado por el gobierno en agosto después de haber expresado su descontento.

Las fuerzas de seguridad han reprimido a los tradicionales partidarios del gobierno que en los últimos meses inundaron las calles de las ciudades de provincia para denunciar el colapso de los servicios públicos. Funcionarios que denuncian corrupción son acusados de sabotaje.

Los integrantes de la alianza electoral gobernante que decidieron postularse como independientes son descalificados. Quienes perseveran son acosados por la policía o acusados de delitos espurios.

En parte, la represión interna es el resultado de la decisión de Maduro de abandonar las políticas de redistribución de la riqueza de su difunto predecesor Hugo Chávez, a favor de lo que equivale a un capitalismo de compinches para sobrevivir al endurecimiento de las sanciones estadounidenses. El cambio legalizó efectivamente la economía de mercado negro en Venezuela, santificando la corrupción generalizada y permitiendo que Maduro mantenga la lealtad de las élites militares y empresariales que se benefician del nuevo orden económico.

Grafitti de apoyo a Nicolás Maduro en Urachiche. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Grafitti de apoyo a Nicolás Maduro en Urachiche. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

El resultado ha sido un abismo discordante entre la retórica oficial, que culpa del colapso nacional a las sanciones del gobierno de Estados Unidos, y las vidas extravagantes que ostentan las élites gobernantes en los supermercados y las salas de exhibición de autos de lujo.

Hay un bloqueo para unos y bodegones para otros”, dijo en referencia a las tiendas donde se venden productos importados de lujo Oswaldo Rivero, un destacado activista de izquierda y presentador de televisión nacional, que durante años impulsó los ataques a la oposición desde su programa.

A quienes cuestionan eso, “los vuelven leña”, dijo Rivero, quien dice que ahora lo llaman traidor y lo han amenazado en redes sociales por hablar en contra de la corrupción.

Durante las últimas dos décadas, los partidos de izquierda representados por activistas como Rivero habían ayudado a Chávez, y luego a Maduro, a permanecer en el poder.

Esos movimientos políticos, algunos de los cuales se remontan a las insurrecciones de la época de la Guerra Fría, hicieron campaña a favor de los candidatos de Maduro, movilizaron simpatizantes para manifestaciones gubernamentales y, en ocasiones, acosaron a los manifestantes de la oposición. Su mensaje de cambio radical resonó con fuerza en los barrios marginales y en los asentamientos rurales de Venezuela hartos de la arraigada desigualdad.

Pero estos aliados se desilusionaron cada vez más con el autoritarismo y la corrupción de Maduro. Este año, por primera vez, decidieron presentar a sus propios candidatos a la asamblea.

Maduro respondió rápidamente al desafío.

En agosto, los jueces del Tribunal Supremo de Justicia instalaron a los leales a Maduro en la directiva de los Tupamaros y otros tres pequeños partidos disidentes.

La policía detuvo al jefe de los Tupamaros, José Pinto, por cargos de asesinato que no han sido demostrados, hostigó a los líderes del Partido Comunista de Venezuela y detuvo brevemente a un veterano disidente de izquierda, Rafael Uzcátegui, de 73 años, acusado de haber visitado un burdel. Todos los acusados han calificado los casos como una persecución política.

La ciudad de Guiria, donde Carmelo Bislick fue asesinado. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
La ciudad de Guiria, donde Carmelo Bislick fue asesinado. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

Uzcátegui afirma que 37 miembros de su partido, Patria para Todos, han sido detenidos por hacer campaña contra el gobierno en las próximas elecciones. Cuatro de ellos simplemente hicieron una pintada en una pared pública con las palabras “Salario digno ya”, una súplica para aumentar el salario mínimo mensual de 2 dólares.

“El gobierno no le teme a la derecha”, dijo Uzcátegui. Le teme a la izquierda, dijo, “porque saben que decimos la verdad a la gente”.

Isabel Granado, una activista del Partido Comunista de 32 años, decidió postularse para la Asamblea Nacional contra el gobierno para las elecciones de diciembre porque dijo que este había dejado de representar a los pobres del país.

Hace dos años, ella y otras dos docenas de agricultores de su pueblo de El Vigía, ubicado en las estribaciones andinas, decidieron apoderarse de una parcela de tierra que, según dijo, las autoridades habían declarado inactiva desde 2010. Llamaron a su grupo de agricultores “La mano poderosa de Dios”, y comenzaron a cultivar pequeñas parcelas para alimentar a sus familias.

Durante mucho tiempo, el gobierno había respaldado esas invasiones para ganar apoyo rural e intentar reducir la desigualdad.

De repente, el 24 de septiembre, Granado dijo que un escuadrón de la policía de operaciones especiales, con oficiales vestidos de negro, irrumpió en su casa, tiró al suelo a su hija de 9 años y amenazó con golpear a la activista frente a la niña si no se iba con ellos. La llevaron a una comisaría y la acusaron de ocupación ilegal de tierras y robo de ganado, un cargo que Granado negó .

Al día siguiente la liberaron por falta de pruebas, pero volvió a ser detenida dos días después, esta vez por un grupo de comandos militares fuertemente armados. Granado dijo que durante el tiempo que estuvo bajo custodia la esposaron, la amenazaron con cargos falsos de posesión de drogas ilícitas y le dijeron que la ejecutarían.

No era una amenaza vana en un país donde los investigadores de las Naciones Unidas han implicado a las Fuerzas de Acciones Especiales de Maduro, conocidas como FAES, en miles de ejecuciones extrajudiciales sucedidas en los barrios pobres durante los últimos años.

“Estaba demasiado asustada de verdad, porque aparte de luchadora social yo también soy madre”, dijo Granado. “En lo único que podía pensar era en mis hijos”.

Granado dijo que el momento, la brutalidad y la naturaleza arbitraria de las detenciones muestran que las autoridades locales intentan que abandone su postulación al congreso. Dijo que vive con miedo constante, cambiando con frecuencia su domicilio en una red de casas seguras.

Pero dijo que continuará con su campaña electoral.

“El respaldo de la gente para nosotros es lo que más les duele”, dijo refiriéndose al gobierno.

Después de una tensa calma provocada por la pandemia, el descontento popular con el gobierno de Maduro estalló en más de mil protestas repentinas en septiembre.

A diferencia de las oleadas de disturbios anteriores, las últimas manifestaciones se concentraron en los estados rurales pobres, que durante mucho tiempo han formado la base del partido gobernante. Los manifestantes, muchos de ellos simpatizantes del gobierno desde hace mucho tiempo, exigieron alimentos, combustible y electricidad y no un cambio político, según entrevistas en cuatro pueblos afectados.

Maduro respondió al descontento de esos enclaves socialistas con la misma represión que le aplica a los opositores. Más de 200 manifestantes fueron detenidos en los disturbios rurales de septiembre, y las fuerzas de seguridad mataron a tiros a una persona, según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, un grupo sin fines de lucro que registra los disturbios.

“Lo que ellos están haciendo nos huele mucho a dictadura”, dijo Edito Hidalgo, un veterano activista tupamaro que lideró una protesta en el pueblo occidental de Urachiche en septiembre. “Parece algo así como que ‘yo tengo el poder y no lo voy a soltar’”.

Urachiche, una comunidad agrícola muy unida, había votado abrumadoramente por candidatos socialistas desde que el gobierno de Chávez asumió el poder por primera vez en 1999 con la promesa de gobernar para el pueblo.

“Este es un pueblo revolucionario”, dijo Hidalgo, quien relató con orgullo la breve parada del Che Guevara en Urachiche en 1962.

Después de soportar la crisis económica durante siete años, la ciudad finalmente alzó la voz en septiembre. Miles de residentes marcharon pacíficamente ese mes hacia la alcaldía cantando el himno nacional para entregarle al alcalde una propuesta para mejorar el suministro de alimentos y la distribución de combustible de la ciudad.

Motociclistas hacen fila para cargar gasolina en Aroa. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Motociclistas hacen fila para cargar gasolina en Aroa. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

De pronto, una banda apareció entre la multitud con cuatros tradicionales y maracas, finalizando el mitin con un concierto improvisado, dijo Hidalgo. “Terminó el acto y cada quien se fue para su casa sin lanzar una piedra”.

Unos días después, la policía de las FAES se detuvo frente a la casa de Hidalgo, buscándolo. Alertado por su esposa, huyó del pueblo y pasó dos semanas escondido, mientras la policía y las patrullas militares hostigaban su barrio.

“Parece que ellos decidieron” que debían deshacerse de Edito Hidalgo “porque está revolucionando a la gente”, dijo.

Según las encuestas, el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela cuenta con el apoyo de solo uno de cada diez venezolanos.

Mientras tanto en Güiria, la familia de Bislick, el locutor de radio socialista, todavía espera justicia.

Después de que los hombres armados sacaron a Bislick de la casa, su familia corrió directamente a la estación de policía; su automóvil, como la mayoría de la ciudad, se quedó sin gasolina.

En vez de emprender una búsqueda inmediata en la pequeña ciudad, los oficiales pasaron dos horas anotando los detalles, dijeron sus familiares. Desesperados corrieron a la sede local del partido gobernante, donde Bislick había trabajado durante dos décadas, para pedir combustible con el fin de continuar la búsqueda. Pero se lo negaron.

Finalmente, un vecino encontró el cuerpo de Bislick en unos arbustos.

Las denuncias de Bislick sobre la corrupción local se habían vuelto tan populares que los residentes ponían su programa a todo volumen en los altavoces de sus autos durante los apagones, dijo su colega de la radio, José Alberto Frontén.

“Teníamos la mano pesada en el programa y sabíamos que estábamos pegando donde es”, dijo Frontén. “Pero nunca vimos venir ese golpe”.

c.2020 The New York Times Company

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