En la mañana del 4 de noviembre, los problemas estallaron en la sala principal de recuento en Detroit.
Era el día después de las elecciones, y hasta entonces el proceso de recuento de votos en las mesas de escrutinio de la ciudad se había realizado sin problema en el TCF Center, el cavernoso salón de convenciones que alberga el Salón Internacional del Automóvil de Norteamérica.
Después de que los lotes de votos llegaban en una camioneta, los trabajadores los inspeccionaban metódicamente y los registraban en 134 mesas distintas, cada una supervisada por vigilantes del derecho al voto y los llamados impugnadores electorales de cada partido.
Sin embargo, la postura de los republicanos encargados de la impugnación cambió cuando el recuento se inclinó a favor de Joe Biden y se corrió la voz de que el presidente Donald Trump demandaría. Julie Moroney, observadora apartidista que atestiguó los hechos, escuchó a un organizador republicano decir: “Ahora vamos a impugnar todas las boletas”.
De pronto, los voluntarios republicanos aumentaron sus objeciones en la sala con acusaciones de que los trabajadores encargados del recuento estaban capturando mal los años de nacimiento a propósito o estaban contando votos con una fecha anterior. En algunos casos, los voluntarios presentaron demandas generales de irregularidades.
“¿Qué estás haciendo?”, le preguntó un trabajador a un observador republicano que estaba impugnando las boletas antes de que él pudiera siquiera comenzar a inspeccionarlas, recordó Seth Furlow, un observador demócrata. El observador republicano respondió: “Me dijeron que las impugnara todas”.
Furlow recordó muy bien su incomodidad ante una escena en la que los impugnadores republicanos, en su mayoría blancos, se enfrentaban a los trabajadores electorales, en su mayoría negros.
La policía ya había escoltado a la salida a un puñado de observadores particularmente problemáticos. No obstante, las tensiones aumentaron cuando los funcionarios electorales se dieron cuenta de que el número de impugnadores había aumentado mucho más de lo permitido para cada bando y prohibieron la entrada en un intento por reducir sus filas. Los gritos de “detengan el recuento” aumentaron entre los republicanos.
Un juez del estado de Michigan determinó el viernes que el fraude que los republicanos afirmaron observar no lo era en absoluto y rechazó una demanda presentada por aliados de Trump. De hecho, los diversos casos de supuestas actividades ilícitas eran procedimientos bien establecidos para lidiar con las peculiaridades de la captura de datos, la corrección de errores menores y los protocolos de distanciamiento social, todo ello con el fin de asegurar un recuento de votos cuidadoso y exacto.
Sin embargo, en la narrativa tergiversada de Trump, sus aliados políticos y sus seguidores, el centro de conteo de Detroit fue la escena de un crimen en el que los demócratas se robaron las elecciones, una injusticia que exigía que la indignación se canalizara mediante los tribunales, las publicaciones presidenciales en Twitter y las arengas de las noticias por cable.
Y ese fue el plan previsto desde el principio por las fuerzas a favor de Trump.
Como en episodios similares en Las Vegas, Milwaukee, Filadelfia y Pittsburgh, la escena en Detroit fue la culminación de una estrategia que Trump gestó durante un año para usar las facultades del Poder Ejecutivo, un ejército de abogados, la cámara de resonancia de los medios de comunicación conservadores y la obediencia de los compañeros republicanos para poner a prueba su más audaz ejercicio de tergiversación de la realidad: transformar la derrota en victoria.
Casi todo lo que Trump y sus aliados hicieron de antemano para promover una conspiración infundada, ideada para atraer a sus más fervientes seguidores y darles la oportunidad de hacer su intento históricamente anómalo de aferrarse al poder ante la derrota, quedó oculto por el ruido poselectoral sobre los esfuerzos del presidente por afirmar de manera falsa que el sistema electoral estaba “amañado” en su contra.
Ahora ese intento está dando patadas de ahogado. Los jueces están desestimando las demandas del presidente, ya que varios fragmentos de supuestas pruebas (una presunta caja de boletas ilegales que, de hecho, era un estuche que contenía equipo fotográfico y “electores muertos” que están vivos) se han venido abajo. A pesar de ello, Trump no ha renunciado a sembrar la duda sobre la integridad de la elección mientras intenta manchar la clara victoria de Biden ―por más de 5,5 millones de votos y también en el Colegio Electoral― con insinuaciones falsas de ilegitimidad. Tan solo el domingo publicó más de dos decenas de tuits relacionados con las elecciones, en los que por un momento pareció reconocer brevemente la victoria de Biden antes de declarar: “¡No reconozco NADA!”.
Los inicios del enfoque de Trump se remontan a antes de su victoria de 2016 y sus planes continuaron durante de su mandato. No obstante, su estrategia para poner en duda el resultado de la campaña de 2020 se materializó cuando la pandemia del coronavirus trastornó la vida normal y llevó a los estados a promover el voto por correo.
Desde el principio, Trump consideró que el voto por correo era una amenaza política que atraería más a los demócratas que a sus seguidores. Así que él y sus aliados buscaron bloquear los métodos para facilitar el voto en ausencia y retrasar el conteo de las boletas recibidas por correo. Esto le permitió a Trump hacer dos cosas: declarar una victoria temprana la noche de las elecciones y tildar de fraudulentas las boletas contadas posteriormente a favor de su oponente.
Tras haber estado bajo la dirección de Louis DeJoy, un aliado de Trump, el Servicio Postal de Estados Unidos implementó varias medidas de ahorro de costos que redujeron de manera significativa las tasas de entrega del correo y suscitaron una amplia preocupación por la llegada puntual de los votos recibidos por este medio.
En el Senado, los republicanos, encabezados por Mitch McConnell, el líder de la mayoría, bloquearon los esfuerzos de los demócratas por destinar más dinero a los estados para que pudieran comprar más equipo de clasificación y contar más rápido el enorme influjo de boletas recibidas por correo.
En estados claves como Pensilvania y Michigan, las legislaturas controladas por los republicanos rechazaron los intentos de los grupos por los derechos civiles y los demócratas de cambiar o suspender los estatutos que prohibían a los trabajadores electorales comenzar a contar las boletas antes del día de las elecciones. Y una vez que comenzó el conteo, la campaña de Trump y los aliados del presidente implementaron otras tácticas para retrasar o detener el conteo y sembrar dudas sobre la validez de los resultados.
Antes del día de las elecciones, los funcionarios de los partidos a nivel estatal y nacional ayudaron a organizar equipos de observadores, un cargo que en el pasado era un símbolo de la transparencia de la democracia estadounidense. Sin embargo, en este caso, Trump y sus aliados alentaron a sus observadores en los estados claves a actuar con agresividad para poner fin a lo que describían como un fraude generalizado y proporcionar información que pudiera sustentar las demandas judiciales y avivar las manifestaciones y la cobertura de comentaristas y periodistas afines.
Como dijo Mike Regan, senador republicano del estado de Pensilvania, en un mitin en Harrisburg la semana pasada: “El partido estatal y nuestros líderes me han dicho en términos inequívocos que se están coordinando con el equipo de campaña de Trump, y hasta ahora Pensilvania ha hecho todo lo que el equipo de campaña de Trump le ha pedido”.
Casi todo se haría en nombre de una falsedad: que el sistema electoral estadounidense estaba tan corroído por el fraude que cualquier resultado equivalente a una derrota para el presidente no podía ser legítimo.
Trump era el principal defensor de esa noción y la promovió de manera enfática desde su atril presidencial o desde su teléfono. Una presidencia que comenzó con una mentira (la de que el presidente Barack Obama no era ciudadano estadounidense) ahora también termina con una.
De hecho, para cuando Trump reconoció en septiembre de 2016 que Obama había nacido en Estados Unidos, ya había avanzado la diseminación de una nueva noticia falsa de que la elección estaba amañada a favor de Hillary Clinton, su opositora demócrata.
Cuando estuvo frente a lo que él y todo el mundo político esperaba que fuera una derrota, Trump repitió la afirmación con regularidad mientras aliados internacionales y nacionales lo respaldaban: el activista de videos provocadores James O’Keefe, las redes de troles rusos, Sean Hannity e Infowars.
Roger Stone, quien desde hace mucho tiempo es asesor de Trump y un eterno embaucador republicano, creó un grupo externo, “Stop the Steal” (detengan el robo), que buscaba reclutar a observadores de casillas de votación para recabar pruebas del fraude de los demócratas. Los asesores de Trump prepararon equipos de abogados para ir a cualquier lugar donde este pudiera presentar una demanda.
La victoria de Trump en el Colegio Electoral hizo innecesarios esos planes en 2016. No obstante, el presidente entrante tenía razones para aferrarse a la falsedad como un medio para poner en duda la realidad de que había perdido el voto popular por un margen de casi 3 millones de votos.
Cuando miles de sus seguidores se manifestaron en Washington el sábado, las derrotas judiciales y las inverosimilitudes electorales fueron irrelevantes. Mientras marchaban por las calles sosteniendo una enorme bandera con la palabra Trump salpicada de estrellas blancas sobre un fondo azul marino, coreaban una y otra vez la frase plantada por Stone hace cuatro años: “Detengan el robo”.
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