Quince días antes del 3 de noviembre, llevé mi voto anticipado al correo en Scottsdale, una de las principales ciudades de Arizona. Elegí darlo en mano. El señor que me recibió —un cincuentón delgado como Iggy Pop con el bigote de Tom Selleck joven y el humor de Jon Stewart— tomó mi sobre, vio mi nombre, y sonrió: “¿Familia mexicana?”.
Vaya, suena como tal, pero no. Le expliqué al caballero de qué hueco del sur del continente procedía y volví a casa, donde me asaltó un leve descorazonamiento: para muchos estrategas políticos de Estados Unidos, Diego Fonseca es mexicano. Me bastaba abrir la casilla de correo: la propaganda política de ambos partidos, el Demócrata y el Republicano, le habla a una persona abstracta que no soy yo.
No puedo sentirme menos que descolocado cuando me llegan panfletos que me hablan de salsa —que no bailo—, rancheras —que no entiendo— y un discurso que me empareja con un ranchero de Nuevo León. Todo bien, pero no soy yo. Hay un término para ese desconocimiento: Mariachi Politics. La creencia de que todos los latinos somos, de un modo u otro, mexicanos que cruzaron la frontera sur o que escapamos de Cuba —incluidos los brasileños— para vivir en Florida.
En este país soy un invento. Aquí soy latino o hispano, una categoría a granel. Parte de una masa poco diferenciada, no importo demasiado. Soy parte de un paquete compacto de votos que hay que pescar con carnada más o menos genérica porque, suponen aquí, la latinidad —un concepto discutible incluso en América Latina— parece ser una sola.
Es una condescendiente manera de mirar que comparten hasta los liberales. Pero ya: señores, no existe el voto hispano. “Latins” es nada; “Hispanics” es peor: una mezcla bruta que mete en una misma bolsa realidades disímiles. No somos un electorado de talla única.
¿Por qué hacen eso? Es posible que, aun con los revolucionarios cambios en la planificación electoral, los partidos todavía no hallen que la oportunidad de dedicarnos más dinero amerite el costo. O tal vez también haya algo de facilismo, ese hijo de la ignorancia y nieto del desdén.
No tiene mucho que las estrategias políticas comenzaron a tener en cuenta a los votantes de origen latino+ —disculpen, no sé qué nombre usar para este mejunje— y empezaron a hacerlo, en los años setenta, cuando se volvieron demográficamente relevantes. Y eso no sucedió a nivel nacional, apenas en los estados en donde nuestra presencia era significativa.
Tal criba de grano grueso no es sostenible en Estados Unidos. Porque, vamos, de hecho, somos distintos, con orígenes, bagajes y contextos diferentes. A los cubanos de Florida no les interesa la realidad de los mexicanos de Arizona. A muchos venezolanos solo les preocupa Venezuela; el interés de un nicaragüense por los puertorriqueños de Nueva York puede ser equivalente al de Trump por la verdad: cero. ¿Es igual un colombiano que un argentino? ¿Los salvadoreños de Washington D. C. y Maryland a los cuencanos de New Jersey? ¿Viven idéntica realidad un mexicanoamericano de segunda generación de Los Ángeles que una familia guatemalteca recién llegada a Brownsville, Texas? No.
Usar el mismo rasero para todos envía un mensaje a la vez incorrecto e indeseable: ustedes no importan lo suficiente. Y solo es cuestión de tiempo para que esos enormes grupos se organicen y reclamen —votando contra alguien— para que se les trate como son, personas con una identidad, sujetos políticos específicos. Estadounidenses con los mismos derechos y deseos de aceptación que los bisnietos de los irlandeses de Boston, los italianos de los shores o los holandeses de los Grandes Lagos.
En términos demográficos y electorales, los latinos+ somos la minoría más numerosa en Estados Unidos —si me guio por la criba indiscriminada que nos hizo montón único—, pero es como si no fuéramos suficientemente ciudadanos. Esa colección de tópicos rara vez desmadejados y refutados compone una categoría amplia donde cabe de todo. Oh, los latinos, tan divertidos, puro baile, cuánta fiesta. Sus familias numerosas. Esa piel más o menos marrón. Sus mujeres exuberantes. Baja educación. Empleos de mala calidad. Y no mucho más.
Pero el cambio es pesaroso. Es hasta agotador tener que decirlo, pero los latinos+ de distintas generaciones —de baby boomers a centennials— atravesamos problemas muy parecidos a los de nuestros conciudadanos no latinos. Sin embargo, estamos invisibilizados en masa. Hay una creciente población graduada, emprendedores brillantes, trabajadores dedicados y migrantes que buscan quien les hable más allá del simplismo. El mismo o similar discurso no funciona igual con todos.
Siempre he mirado con una mezcla de sorna y suspicacia los meses de las llamadas “herencias” que pretenden reivindicar a las minorías en Estados Unidos. No puedo disociarlas de una impostación culposa. Todos tenemos una, como si fueran una temporada de ofertas. Así, febrero es de la historia negra, septiembre es el mes de la herencia hispana y junio para los saldos de verano en GAP. Un sello no nos reconoce: la política lo hace.
Ahora bien, la política no se construye por ley o decreto, así sean necesarios los reconocimientos. Es praxis. Y la praxis demanda acción y teoría. Es una lección que, finalmente, deberán tomar demócratas y republicanos, que en cada elección se disputan el “botín” del voto de la comunidad latina.
Este es y seguirá siendo un error estratégico. Es preciso superar lo folclórico: no votamos porque nos hablen en español. Nada más miren las noticias: las “comunidades latinas” votaron a Donald Trump en Florida y a Joe Biden en Arizona, mi estado, por razones muy distintas.
Dejo esto como llamado tras la elección: no traten a los latinos+ como adultos infantiloides. No somos actores secundarios. Avergüenza tener que defender nuestras capacidades. Vivimos en el mismo Estados Unidos que ustedes. Nos frustran las mismas torpezas y, ojalá, nos activan las mismas esperanzas. Demócratas y republicanos: hagan política, conózcanos mejor, crean en nosotros. You all can do better.
Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará pronto en España.
c.2020 The New York Times Company
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