Sin importar su postura política, las personas casi siempre escuchan a los que aseguran querer escucharlas.
Por lo tanto, no es sorprendente que la Casa Blanca y varios gobernadores ahora estén poniendo especial atención a la “Gran Declaración de Barrington”, una propuesta escrita por un grupo de científicos calificados que quieren transformar las políticas públicas en torno a la crisis de la COVID-19 para lograr la inmunidad colectiva, el punto en el que suficientes personas se han vuelto inmunes al virus y su propagación se vuelve poco probable.
Lo harían al permitir “que quienes enfrentan un riesgo mínimo de muerte vivan de manera normal”. Eso, dicen, permitirá que las personas “se vuelvan inmunes al virus a través de la infección natural, mientras se protege de mejor manera a quienes tienen mayor riesgo. Lo llamamos Protección Enfocada”.
Estos académicos claramente son una minoría. La mayoría de sus colegas en materia de salud pública han condenado su propuesta como una estrategia inviable y poco ética e incluso han dicho que es sinónimo de una “masacre masiva”, como lo señaló William Haseltine, exprofesor de la Escuela de Medicina de Harvard y ahora dirigente de una fundación global de salud, la semana pasada en CNN.
No obstante, ¿quién tiene la razón?
Los argumentos que plantean los firmantes de la declaración sí tienen fundamento. Las restricciones diseñadas para limitar las muertes causan un daño real, incluyendo, entre otros, la tensión en la economía, el aumento de la violencia doméstica y del abuso de drogas, la disminución de las pruebas de detección de cáncer, y así sucesivamente. Los que viven solos sufren un verdadero dolor por el aislamiento, y los jóvenes tienen todas las razones para sentirse amargados por la pérdida de una educación real y los que deberían haber sido recuerdos de un baile de graduación de bachillerato o de las amistades que se forman en una residencia universitaria a las dos de la mañana o en un equipo atlético o en algún otro proyecto.
Así que la idea de volver a algo parecido a la normalidad —liberar a todo el mundo de una suerte de cárcel— es atractiva, incluso seductora. Se vuelve menos seductora cuando se examinan tres omisiones enormemente importantes en la declaración.
En primer lugar, no se menciona el daño a las personas infectadas en los grupos de bajo riesgo; sin embargo, muchas personas se recuperan muy lentamente. Lo más grave aún es que un número significativo, incluyendo a quienes no presentan síntomas, sufre daños cardiacos y pulmonares. Un estudio reciente de 100 adultos recuperados reveló que 78 de ellos mostraban signos de daño cardiaco. No tenemos idea de si ese daño les quitará años de vida o si afectará su calidad de vida.
En segundo lugar, dice poco sobre cómo proteger a los vulnerables. Uno puede evitar que un niño visite a un abuelo en otra ciudad fácilmente, pero ¿qué pasa cuando el niño y el abuelo viven en la misma casa? ¿Y cómo se protege a un diabético de 25 años, o a un sobreviviente de cáncer, o a una persona obesa, o a cualquier otra persona con una comorbilidad que deba ir a trabajar todos los días? Tras un análisis más detallado, la “protección enfocada” que la declaración propone, se convierte en una especie de truco de tres cartas; no se puede explicar de manera precisa.
En tercer lugar, la declaración omite la mención de cuánta gente moriría debido a esa política. Se trata de mucha gente.
El Instituto para la Métrica y Evaluación de la Salud de la Universidad de Washington (IHME, por su sigla en inglés), cuyo modelo de la pandemia ha sido utilizado en la Casa Blanca, proyecta casi 415.000 muertes para el 1.° de febrero, incluso con las restricciones actuales que siguen vigentes. Si estas restricciones simplemente se aligeran —en vez de eliminarlas por completo, lo cual ocurriría si se eligiera la inmunidad colectiva— las muertes podrían llegar hasta 571.527. Esa proyección es solo para el 1.° de febrero. El modelo predice que las muertes diarias seguirán aumentando para entonces.
¿Habremos logrado la inmunidad colectiva para ese entonces? No.
La inmunidad colectiva ocurre cuando suficientes personas tienen inmunidad ya sea a través de una infección natural o una vacuna, de modo que el brote termina por extinguirse. Para el 1 de febrero, incluso con los mandatos más relajados, solo el 25 por ciento de la población se habrá infectado, según mis cálculos. El modelo más optimista sugiere que la inmunidad colectiva puede ocurrir cuando el 43 por ciento de la población se haya infectado, pero muchos estiman que debe ser entre el 60 y el 70 por ciento antes de que las tendencias de transmisión bajen de manera definitiva.
Esos son modelos. Los datos reales de poblaciones penitenciarias y de América Latina sugieren que la transmisión no disminuye sino hasta que el 60 por ciento de la población está infectada. (En la actualidad, solo alrededor del 10 por ciento de la población se ha infectado, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos).
¿Y cuál será el costo? Aunque la inmunidad colectiva se puede lograr con tan solo el 40 por ciento de la población infectada o vacunada, el IHME estima que un total de 800.000 estadounidenses morirían. El número real de muertes necesarias para alcanzar la inmunidad colectiva podría superar con creces el millón.
Por muy horrible que sea el precio, podría ser mucho peor si los daños en el corazón, los pulmones u otros órganos de quienes se recuperan de los efectos inmediatos del virus no se curan y en su lugar provocan muertes tempranas o incapacidad. Pero no sabremos eso hasta años después.
Algunas secuelas de la pandemia de gripe de 1918 no salieron a la luz sino hasta el decenio de 1920 o más tarde. Por ejemplo, los niños nacidos durante su punto álgido en 1919 tuvieron peores resultados de salud al crecer, en comparación con otros nacidos alrededor de esa época. Se especula que la gripe causó una enfermedad llamada encefalitis letárgica, que se hizo casi epidémica en la década de 1920 y luego desapareció, y que afectó a los pacientes del libro de Oliver Sacks “Despertares”. Tanto la pandemia de 1918 como otros virus han sido vinculados a la enfermedad de Parkinson.
Los defensores de la inmunidad colectiva señalan a Suecia. Los funcionarios suecos niegan haber seguido activamente esa estrategia, pero nunca cerraron su economía ni la mayoría de las escuelas, y todavía no han recomendado el uso de cubrebocas. Dinamarca y Noruega, países vecinos, sí lo hicieron. La tasa de letalidad de Suecia por cada 100.000 personas es cinco veces la de Dinamarca y once veces la de Noruega. ¿Las muertes aseguraron prosperidad económica? No. El PIB de Suecia cayó un 8,3 por ciento en el segundo trimestre, comparado con el 6,8 por ciento de Dinamarca y el 5,1 por ciento de Noruega.
Finalmente, la Gran Declaración de Barrington buscaba ser un subterfugio en contra del tipo de confinamiento general masivo que comenzó en marzo. Nadie está proponiendo eso ahora.
¿Hay alguna alternativa? Alguna vez hubo una opción sencilla que la gran mayoría de los expertos en salud pública instaron durante meses: el distanciamiento social, evitar las multitudes, usar cubrebocas, lavarse las manos e implementar un sólido sistema de rastreo de contactos, con apoyo a quienes se les pide hacer cuarentena voluntaria, así como cierres seleccionados cuando y donde sea necesario.
Algunos estados siguieron los consejos y les ha ido bien, tal fue el caso de muchas escuelas que escucharon las recomendaciones y han reabierto sin ver un aumento de casos. Pero el gobierno de Donald Trump y demasiados gobernadores nunca apoyaron estas medidas, reabrieron demasiados estados demasiado pronto y todavía no han solucionado el problema de la aplicación de pruebas.
Peor aún es que la Casa Blanca casi ha aceptado la estrategia de la inmunidad colectiva y también ha envenenado al público con información errónea, lo que ha hecho casi imposible conseguir que se sigan los consejos de salud pública a nivel nacional, casi universal, en el futuro inmediato.
Como resultado, Estados Unidos no está en una buena posición, y lograr la contención casi total del virus —como lo han hecho Corea del Sur (441 muertes), Australia (904 muertes), Japón (1657 muertes) y varios otros países— es imposible. Sin embargo, todavía podemos aspirar a resultados similares a los de Canadá, donde hubo 23 muertes el viernes, y Alemania, que sufrió 24 decesos el mismo día.
Llegar a ese punto requerirá finalmente seguir los consejos que se han dado durante meses. Eso no sucederá con esta Casa Blanca, especialmente porque ahora está casi abiertamente abogando por la inmunidad colectiva, pero los estados, ciudades y personas pueden actuar por sí mismos.
Nada proporcionará una solución inmediata, ni siquiera los anticuerpos monoclonales, las pruebas rápidas de antígenos e incluso una vacuna. Pero todo ayudará. Y cientos de miles de estadounidenses, que de otra manera habrían muerto bajo una política de inmunidad colectiva, seguirán viviendo.
© The New York Times 2020
John M. Barry es profesor en la Escuela de Salud Pública y Medicina Tropical de la Universidad Tulane y autor de “The Great Influenza: The Story of the Deadliest Pandemic in History”.