A principios de abril, Edna McCloud despertó y se dio cuenta de que tenía las manos atadas a una cama de hospital.
Había pasado los últimos cuatro días sacudiéndose y pataleando mientras permanecía sedada y conectada a un respirador en un hospital del condado de San Luis, Misuri, para combatir un caso grave de COVID-19.
“Me dijeron que había sido una verdadera guerrera”, recordó McCloud, una mujer afroestadounidense pensionada de 68 años con antecedentes de diabetes y problemas cardiacos. Pesaba cerca de 140 kilos cuando contrajo la enfermedad, lo cual le destrozó los pulmones y los riñones. Casi seis meses después, se siente orgullosa de haber superado lo peor. “Dicen que las personas con los padecimientos que yo tengo normalmente no sobreviven”, comentó.
Puesto que las tasas de obesidad siguen aumentando en Estados Unidos, su influencia en la COVID-19 es un problema científico delicado. Una oleada de estudios recientes ha demostrado que las personas con sobrepeso son más susceptibles que otras a sufrir episodios graves de la enfermedad. Asimismo, en los experimentos con células de animales y de seres humanos, se ha demostrado cómo el exceso de grasa puede desestabilizar el sistema inmunitario.
No obstante, la relación entre la obesidad y la COVID-19 es compleja, y hay muchas incógnitas por resolver. El sobrepeso tiende a ir de la mano con otras enfermedades, como la hipertensión y la diabetes, que pueden hacer que sea más difícil combatir la COVID-19. La obesidad también afecta de manera desproporcionada a las personas que se identifican como negras o latinas, las cuales están en un riesgo mucho mayor que otras de contraer la COVID-19 y fallecer por esta causa, en gran medida debido a su exposición al virus en sus lugares de trabajo, al acceso limitado a la atención médica y a otras desigualdades vinculadas con el racismo sistémico. Además, las personas con sobrepeso deben lidiar con un estigma constante relacionado con su apariencia y su salud, incluso por parte de los médicos, lo que pone más en riesgo su pronóstico.
“Una nueva pandemia se está desplegando además de la epidemia en curso”, señaló Christy Richardson, endocrinóloga del SSM Health en Misuri. En cuanto a los efectos que tiene la obesidad en esta enfermedad infecciosa, señaló: “Todavía estamos aprendiendo, pero no es difícil entender la manera en que el cuerpo se abruma”.
La correlación entre la COVID-19 y la obesidad es preocupante. En un estudio publicado el mes pasado, los investigadores descubrieron que las personas obesas que contraían el virus tenían más del doble de probabilidades de terminar en el hospital, y que existía una probabilidad casi del 50 por ciento de que fallecieran a causa de esta enfermedad. Otro estudio, que aún no ha sido evaluado por expertos, mostró que de casi 17.000 pacientes hospitalizados por COVID-19 en Estados Unidos, más del 77 por ciento tenía obesidad o sobrepeso.
Los especialistas señalaron que parte de la amenaza que plantea la obesidad es una cuestión mecánica: por ejemplo, las grandes cantidades de grasa pueden comprimir la parte inferior de los pulmones, lo que les dificulta expandirse cuando la persona inhala. También parece que la sangre de las personas obesas tiene más propensión a coagularse, obstruyendo los vasos sanguíneos delicados de todo el cuerpo y privando de oxígeno a los tejidos.
La grasa, o el tejido adiposo, también puede enviar hormonas y otras señales que hacen que se descontrolen las células que están cerca. “El tejido adiposo es muy activo”, comentó Rebekah Honce, viróloga del Hospital de Investigación Infantil Saint Jude en Tennessee y autora de un análisis reciente que describe la manera en que el metabolismo se entrelaza con la inmunidad. “No es un tejido que carezca de actividad”.
Al parecer, uno de los efectos más poderosos de la grasa es reprimir la respuesta inmunitaria inicial del cuerpo para combatir el virus, lo que permite que el patógeno se propague sin control alguno.
A la larga, los soldados inmunitarios del cuerpo se unen para actuar juntos. Pero este ataque tardío puede ser más dañino que benéfico: cuando finalmente se activan las células y las moléculas inmunitarias que tardan en llegar, se desquician y provocan episodios descontrolados de inflamaciones por todo el cuerpo.
Estas respuestas tempranas anormales también pueden tener serias repercusiones a largo plazo, afirmó Melinda Beck, quien trabaja en la Universidad de Carolina del Norte, campus Chapel Hill, y estudia el efecto que tiene la nutrición en la inmunidad. La inflamación constante, señaló, puede desgastar la capacidad del sistema inmunitario para generar una población longeva de células con “memoria”, mismas que almacenan información sobre encuentros anteriores con los patógenos.
Se han observado tendencias similares en los pacientes de edad avanzada, que también tienen problemas para reunir defensas eficaces contra los patógenos. Cuando se añade la obesidad, afirmó Beck, algunas de las células inmunitarias halladas en individuos de 30 años “son similares a las de una persona de 80 años”.
Estos problemas podrían tener un efecto importante en las primeras vacunas contra la COVID-19, comentó Beck. Si los sistemas inmunitarios de las personas obesas son más propensos a no reconocer los patógenos, entonces requerirán dosis distintas de la vacuna. Quizás algunos productos no funcionen en absoluto en las personas con sobrepeso.
Al igual que muchas otras enfermedades que pueden agravar la COVID-19, el sobrepeso no tiene una solución inmediata, sobre todo en las áreas donde el acceso a la comida saludable y la posibilidad de hacer ejercicio son sumamente desiguales dentro de las comunidades.
“Si no abordamos este fundamento social, creo que seguiremos viendo una recurrencia de lo que está sucediendo ahora”, señaló Jennifer Woo Baidal, especialista en la gestión del peso infantil en la Universidad de Columbia.
En su vecindario del condado de San Luis, donde ha habido más de 23.000 casos de coronavirus desde marzo, McCloud ha tenido problemas para encontrar productos frescos asequibles en su tienda de comestibles. La disponibilidad se ha reducido mucho más desde el inicio de la pandemia, afirma, y lo poco que hay en los anaqueles casi siempre está a punto de echarse a perder.
A los pocos meses de que se enfermó McCloud, su hermana menor, Elaine Franklin, de 62 años, comenzó a tener terribles dolores de cabeza. Cuando hablaba con sus familiares le preguntaban por qué parecía que le faltaba el aire. “Mi hijo me dijo: ‘Mamá, tienes que ir al centro de atención médica de emergencia’”, recordó Franklin. La prueba reveló de inmediato que también había contraído el coronavirus.
El caso de COVID-19 de Franklin fue más leve que el de su hermana, pero también se deterioró muy rápido, al grado de que no podía llegar al baño sin ayuda. “Estaba tan débil, que no podía mantener el equilibrio”, comentó.
Los síntomas físicos no han sido su única dificultad. Franklin, quien tiene sobrepeso, dijo que le molestaban mucho los continuos informes de los noticieros que le atribuían al exceso de grasa las enfermedades como la que ella padece.
“La manera en que lo decían era como: ‘Si tienes obesidad y no te cuidaste, contraerás la enfermedad’”, comentó Franklin. “Siento que eso fue injusto”.
Incluso los profesionales de la salud manifiestan prejuicios cuando atienden a los pacientes con sobrepeso, afirmó Benjamin Singer, neumólogo de la Universidad de Míchigan y autor de un estudio reciente sobre el efecto de la obesidad en la inmunidad. Los estudios han demostrado que los médicos tienden a ser más displicentes con los pacientes obesos y que tal vez hacen caso omiso de síntomas preocupantes y los consideren efectos secundarios de su sobrepeso. A menudo, las dosis de los medicamentos y las máquinas de diagnóstico también son discrepantes en cuanto a los pacientes con sobrepeso, lo que dificulta personalizar sus tratamientos. Este tipo de interacción puede ser un elemento disuasivo poderoso para algunas de las personas que necesitan más atención.
“Estos debates no son fáciles”, afirmó Kanakadurga Singer, pediatra endocrinóloga de la Universidad de Míchigan. (Está casada con Benjamin Singer). No todas las personas que pesan más del promedio están enfermas, señaló. “No solo tiene que ver con los números y no debemos concentrarnos únicamente en el peso”.
En el condado de San Luis, McCloud y Franklin ya se han recuperado, pese a que ambas hermanas siguen teniendo problemas con síntomas persistentes. McCloud sufre de fatiga ocasional y tos intermitente. “No puedo hablar como solía hacerlo”, comentó. Los dolores de cabeza de Franklin nunca desaparecieron, y ahora siente que la mente se le nubla.
Ambas han estado preocupadas por sus hijos, quienes también contrajeron la enfermedad: Chris McCloud, quien es maestro, estuvo conectado a un respirador al igual que su madre y pasó varias semanas en el hospital poco antes de que se enfermara Edna McCloud. Él también sufría de sobrepeso.
Franklin tiene la impresión de que tal vez la contagió su hijo, Darren Catching, quien muy probablemente contrajo la enfermedad por un excompañero de trabajo. Franklin comentó que recientemente había bajado mucho de peso y que tampoco estuvo hospitalizada, sino que se recuperó en su casa.
En julio, cuando Franklin se contagió, buscó atención médica dos veces. Tenía lupus, una enfermedad autoinmune, y le preocupaba no poder luchar contra el virus. Se agolpaban en su mente los recuerdos de amigos y conocidos que habían fallecido de COVID-19.
Sin embargo, las dos veces enviaron a Franklin a su casa; la primera, del centro de atención médica de emergencia, y luego, de la sala de urgencias de un hospital.
Logró recuperarse por su cuenta, comentó, pero aún se pregunta si el agotamiento y la mente nublada se hubieran evitado con una atención clínica más minuciosa. “No soy médico ni nada por el estilo, pero tal vez habría sido mejor que me hospitalizaran”.
c.2020 The New York Times Company