La otra manera en que la crisis de COVID-19 matará a la gente: de hambre

Por Peter S. Goodman, Abdi Latif Dahir y Karan Deep Singh

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02/09/2020 Una mujer carga con
02/09/2020 Una mujer carga con su hijo a la espalda en Kenia POLITICA AFRICA KENIA INTERNACIONAL DONWILSON ODHIAMBO / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO

Mucho antes de que la pandemia se propagara en su pueblo en el escarpado sudeste de Afganistán, Halima Bibi ya conocía el miedo al hambre. Era una fuerza omnipresente, una fuente incesante de ansiedad mientras luchaba por alimentar a sus cuatro hijos.

Su marido ganaba aproximadamente 5 dólares al día gracias a su trabajo de transporte de mercancías en carretilla desde un mercado local hasta las casas de los alrededores. La mayoría de los días, llevaba a casa una hogaza de pan, papas y frijoles para la cena.

Sin embargo, cuando el coronavirus llegó en marzo, cobró la vida de sus vecinos y provocó el cierre del mercado, los ingresos de su marido se redujeron a cerca de 1 dólar al día. La mayoría de las tardes, solo traía pan a la casa. Algunas noches, volvía sin nada.

Escuchamos a nuestros hijos gritar de hambre, pero no hay nada que podamos hacer”, dijo Bibi, hablando en pastún por teléfono desde un hospital de la capital, Kabul, donde su hija de 6 años estaba siendo tratada por desnutrición grave. “Esa no solo es nuestra situación, sino la realidad para la mayoría de las familias en el lugar donde vivimos”.

Esa realidad alcanza cada vez más a cientos de millones de personas en todo el mundo. Conforme la economía mundial enfrenta el revés más severo desde la Gran Depresión, el hambre va en aumento. Se espera que el número de personas que se enfrentan a niveles posiblemente mortales de inseguridad alimentaria en los países en vías de desarrollo casi se duplique este año y alcance la cifra de 265 millones, según el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas.

En todo el mundo, es probable que el número de niños menores de 5 años que sufren emaciación —su peso está tan por debajo de lo normal que enfrentan un elevado riesgo de muerte, junto con problemas de salud y de desarrollo a largo plazo— aumente casi siete millones este año, o un catorce por ciento, según un artículo reciente publicado en The Lancet, una revista médica.

Las cifras más altas de comunidades vulnerables se concentran en el sur de Asia y África, sobre todo en los países que ya enfrentan problemas, desde conflictos militares y pobreza extrema hasta crisis relacionadas con el clima, como la sequía, las inundaciones y la erosión del suelo.

Al menos por ahora, la tragedia que se está desarrollando aún no es una hambruna, situación que suele desencadenarse por la combinación de guerra y desastre medioambiental. Los alimentos siguen estando ampliamente disponibles en gran parte del mundo, aunque los precios han aumentado en muchos países, pues el temor al virus altera las redes de transporte y provoca la caída del valor de las monedas, lo cual aumenta los costos de los artículos importados.

De cualquier forma, ahora que se espera que la economía mundial se contraiga casi un cinco por ciento este año, los hogares están reduciendo drásticamente sus gastos. Entre quienes ya vivían en pobreza extrema cuando inició la pandemia, cientos de millones de personas están sufriendo una crisis cada vez más intensa para asegurar sus necesidades alimentarias básicas.

La pandemia ha reforzado las desigualdades económicas básicas, y la más determinante es el acceso a los alimentos.

Osvaldo Curahua habla con el
Osvaldo Curahua habla con el padre Eusebio Hernández Greco, mientras su hija María come una ración de estofado en un recipiente de plástico que recibió en un comedor organizado en la iglesia de Caacupé, durante el brote de la enfermedad por coronavirus (COVID-19), en Buenos Aires, Argentina. 23 de julio de 2020. REUTERS/Agustín Marcarián

‘Crisis tras crisis’

En Sudáfrica, ha pasado más de un cuarto de siglo desde el fin oficial del apartheid, pero la mayoría negra sigue estando abrumadoramente confinada a los municipios pobres que están muy alejados de los empleos y los servicios de las ciudades. Cuando surgió la pandemia en marzo, el gobierno ordenó el cierre de los locales de vendedores informales de alimentos y de las tiendas de los pueblos y después envió al ejército a detener a los comerciantes que no obedecían esas órdenes. La situación obligó a los residentes a depender de los supermercados, que de pronto estaban más lejos que nunca debido el cierre del servicio de autobuses, de por sí pésimo.

Al mismo tiempo, Sudáfrica cerró sus escuelas, por lo que quedaron suspendidos los almuerzos escolares —la única comida con la que siempre pueden contar millones de estudiantes— justo en el momento en que los jefes de familia perdían los medios para llegar a sus empleos. A finales de abril, casi la mitad de los hogares sudafricanos habían agotado sus fondos para comprar alimentos, según un estudio académico. La inquietud social terminó por provocar la relajación de las restricciones en el país.

Lejos de ser un peligro confinado a los países más pobres del mundo, el hambre es un flagelo creciente incluso en los países más ricos. Personas que antes tenían trabajo y que nunca habían tenido necesidad de buscar ayuda ahora hacen cola en los bancos de alimentos de Estados Unidos, España y el Reino Unido. Incluso las personas que tienen ingresos razonables están comprando menos frutas y verduras frescas y consumiendo más calorías baratas de comida rápida.

En los países más adinerados, las tensiones económicas son amortiguadas por programas gubernamentales como los subsidios por desempleo, los planes de salarios subvencionados y los subsidios en efectivo para alimentos. En los países más pobres, el coronavirus está intensificando una letanía de aflicciones que ya eran potentes.

La COVID ha sido una conmoción más en lo que ha sido un año terrible para esta región”, dijo Michael Dunford, director regional para África Oriental del Programa Mundial de Alimentos. “Además de iniciar el año con 21 millones de personas sufriendo inseguridad alimentaria aguda, hemos tenido inundaciones, langostas y ahora COVID. Es una crisis tras otra, por lo que está aumentando la vulnerabilidad en toda la región”.

Justo ahora que la necesidad de ayuda va en aumento, la amenaza del virus está obligando a los organismos de asistencia a eliminar campañas de salud pública y limitar su alcance. Los confinamientos impuestos para detener la pandemia privarán este año a 250 millones de niños de los países pobres de los suplementos programados de vitamina A, lo cual elevará la amenaza de muerte prematura, según UNICEF. Los suplementos refuerzan el sistema inmunológico, por lo que limitan la vulnerabilidad a las enfermedades que aprovechan la malnutrición para manifestarse.

El virus también ha obligado a retrasar otros programas de inmunización que suelen combinarse con dosis de medicamentos antiparasitarios, otro pilar en la lucha contra la desnutrición.

Cada vez me preocupan más los impactos socioeconómicos de la pandemia en la situación nutricional de los niños”, dijo Víctor Aguayo, director de los programas de nutrición de UNICEF en Nueva York. “Es una tormenta perfecta en la que veremos un aumento en los índices de desnutrición si no se ponen en marcha medidas y programas adecuados”.

(Reuters)
(Reuters)

Tan solo es la plaga más reciente

En Yuba, la capital de Sudán del Sur, la pandemia simplemente ha sido el peligro grave más reciente.

La sensación de crisis ha prevalecido desde un paroxismo de violencia hace cuatro años en medio de una larga guerra civil provocada por la división étnica. Debido a los combates, la gente huyó de los alrededores para refugiarse en campamentos dentro de la ciudad. Sin acceso a sus campos, muchos comenzaron a depender de los alimentos distribuidos por los organismos de ayuda junto con lo que podían comprar en el mercado.

Sudán del Sur ya era uno de los países más pobres del mundo, y el 80 por ciento de sus casi once millones de habitantes vivían en pobreza absoluta, sobreviviendo con menos de 2 dólares al día, según el Banco Mundial. La reactivación del conflicto supuso una crisis económica. Cuando el gobierno imprimió moneda para pagar sus deudas, se produjo una inflación vertiginosa que hizo bajar los salarios de los maestros del equivalente a 100 dólares al mes a 1 dólar.

Los precios de los alimentos se dispararon. La mayoría de los artículos se transportaban en camiones desde Kenia y Uganda, países vecinos, y se valuaban en dólares, por lo que se volvían más caros a medida que la moneda nacional se hundía. Una bolsa de 50 kilos de harina de maíz, que hace cuatro años costaba 20 dólares, a finales del año pasado costaba más de 30 dólares.

Quedó demostrado que la pobreza y el hambre se refuerzan mutuamente. A medida que los mosquiteros subían de precio, aumentaban los riesgos de una cepa letal de paludismo, que a su vez reduce el apetito y empeora la malnutrición en los niños.

El año pasado, las fuertes lluvias que cayeron en un periodo demasiado corto crearon inundaciones torrenciales que diezmaron las cosechas y mataron al ganado.

A principios de 2020, aproximadamente seis millones de personas en Sudán del Sur sufrían inseguridad alimentaria, lo que suponía que no podían satisfacer sus necesidades alimentarias de forma adecuada.

“La nutrición es mucho más que los alimentos”, dijo Mads Oyen, director de operaciones de campo de UNICEF en Sudán del Sur, durante una videoconferencia desde Yuba. “Hay malaria, sarampión y una falta de nutrientes, así como otros problemas de salud. Se trata de la falta de agua limpia, lo cual fomenta el cólera”.

Todo esto ocurría antes de la llegada de la peor pandemia en un siglo.

Mientras el virus sembraba el caos en las redes de transporte en toda África Oriental, el precio de los alimentos básicos en Yuba aumentó un 25 por ciento más. Al mismo tiempo, el confinamiento impuesto por el gobierno desestabilizó los negocios locales como los puestos de comida, lo cual afectó los ingresos.

‘El dinero es la ley’

Los precios de los alimentos han aumentado en gran parte de África por la misma razón por la que Samuel Omondi ha tenido que pasar casi seis meses sin ver a su esposa ni a sus cinco hijos en el oeste de Kenia: debido al caos que se ha apoderado de las carreteras.

Omondi, padre de cinco hijos, de 42 años, se gana la vida conduciendo un camión, en el que normalmente se transporta trigo. Solía tardar cuatro días en completar su trayecto habitual de ida y vuelta desde el puerto keniano de Mombasa hasta Kampala, la capital ugandesa, un tramo de 2253 kilómetros. Ahora, realizar el mismo viaje toma de ocho a diez días.

Los conductores no pueden entrar en ninguno de los dos países sin certificados que demuestren que están libres de COVID. Uganda ha exigido que cada conductor se someta a una prueba en la frontera, por lo que deben esperar los resultados hasta cuatro días.

En toda la región, los controles de inmigración y aduanas se han vuelto tan engorrosos que se forman filas a 64 kilómetros de las fronteras. Los camiones avanzan lentamente, a vuelta de rueda, por lo que consumen más combustible. Los conductores se someten a la enloquecedora espera mientras se preocupan por el aumento de los costos.

12/07/2020 Una mujer desplazada con
12/07/2020 Una mujer desplazada con sus hijos en Somalia POLITICA AFRICA SOMALIA INTERNACIONAL SAID M. ISSE/ SAVE THE CHILDREN

“Sabes que vas a pasar tres días en el camión sin bañarte”, dijo Omondi. “Ni siquiera puedes estacionarte a un lado de la carretera y relajarte porque entonces la gente avanza y te quita tu lugar”.

En su trayecto, los conductores son recibidos con hostilidad por las comunidades, pues los consideran portadores de la enfermedad. Traen sus propios alimentos, ya que temen detenerse en las principales ciudades y llamar la atención.

“La gente dice que estamos trayendo COVID”, dijo Omondi. “Había un niño en Uganda que nos miraba a los camioneros y decía: ‘Mamá, ¿ves a esa gente con corona?’”.

Sin embargo, no puede volver a casa porque sabe que el jefe de su zona lo obligará a someterse a un periodo de confinamiento. “Estamos sufriendo mucho”, comentó.

El transporte de alimentos también se ha visto obstaculizado por la corrupción. En muchos países, la policía detiene a los camioneros para inspeccionar sus certificados de COVID, lo que genera un floreciente comercio de documentos falsos. Los funcionarios fronterizos aprovechan la pandemia como una nueva oportunidad para obtener sobornos.

“No hay ley en las fronteras”, dijo Joel Ombaso, un comerciante mayorista de fruta de Nairobi. “El dinero es la ley”.

Compra naranjas de Tanzania y piñas y plátanos de Uganda. Por lo general, debe entregar cientos de dólares en sobornos para llevar su carga a Kenia, según dijo. Allí, vende la fruta a las tiendas locales de abarrotes. El toque de queda en Nairobi ha impedido la entrega por la noche, lo que genera más retrasos que han afectado los envíos. Ombaso dijo que, desde que comenzó la pandemia, ha perdido casi tres cuartas partes de sus ganancias.

Un brote de nacionalismo relacionado con la pandemia —los países se culpan unos a otros por la propagación de la enfermedad— ha generado una ola creciente de barreras comerciales que ha incrementado los problemas en las carreteras. Ruanda se ha negado a permitir que los camioneros tanzanos transporten mercancías al país, por lo que se ven obligados a cambiar de conductor en la frontera, una maniobra que toma mucho tiempo.

Todos estos factores se han combinado para limitar la oferta de alimentos, por lo que han subido los precios, de la misma manera en que un gran número de personas han visto cómo se reducen sus ingresos.

En una encuesta reciente realizada por el Comité Internacional de la Cruz Roja en once países africanos —entre ellos Kenia, Etiopía, Nigeria y la República Democrática del Congo—, el 85 por ciento de los encuestados dijo que había alimentos disponibles en sus mercados locales. No obstante, el 94 por ciento informó que los precios habían subido, y el 82 por ciento dijo que los ingresos habían disminuido.

FOTO DE ARCHIVO: Una mujer,
FOTO DE ARCHIVO: Una mujer, de luto, mientras mira una fotografía en un teléfono móvil del cuerpo de su marido, fallecido por COVID-19, a las afueras de un depósito de cadáveres en Nueva Delhi, India. 9 de julio de 2020. REUTERS/Adnan Abidi

Un problema contradictorio: menos demanda de alimentos

Al otro lado del mar Arábigo, en Nueva Delhi, la capital india, Champa Devi y su familia han respondido a la pérdida de ingresos disminuyendo la cantidad de alimentos que consumen.

Ella se gana la vida limpiando casas. Su marido perdió su trabajo de chofer a principios del año. Después llegó la pandemia, por lo que el primer ministro Narendra Modi impuso un cierre de emergencia y se volvió prácticamente imposible que su marido encontrara otro trabajo. Sus frutas favoritas, los plátanos y las manzanas, se han convertido en lujos que ya no pueden permitirse.

“Tenemos que apretarnos el cinturón”, dijo Devi, de 29 años, madre de una niña de 9 meses. “Ahora estamos sobreviviendo con dal y roti”, el alimento básico indio hecho con lentejas en caldo y pan plano.

El cierre de actividades acabó con los pagos de los trabajadores de oficina de las grandes ciudades. Los trabajadores migrantes perdieron sus trabajos de construcción. Los más pobres de los pobres fueron privados de los escasos ingresos que obtenían recogiendo retazos de metal y plástico de las calles. Esto se tradujo en una reducción monumental del poder adquisitivo en una nación de 1300 millones de habitantes.

Esto produjo lo que parece un problema contradictorio en un momento de aumento del hambre: la caída de la demanda de los cultivos.

En el estado de Haryana, al norte del país, Satbir Singh Jatain el mes pasado dejó expuestas sus calabazas vinateras a la intemperie, por lo que se pudrieron en las ramas, pues no quiso hacer el esfuerzo vano de cosecharlas. El precio que habrían obtenido no cubriría el costo de la mano de obra ni del transporte.

“No tiene sentido ni siquiera recogerlas y llevarlas al mercado”, comentó.

Desde el cierre, Jatain, un agricultor de tercera generación, ha perdido más de 700.000 rupias (10.000 dólares), señaló.

Jatain mordió el anzuelo de los préstamos bancarios por casi 18.000 dólares. Debe a los prestamistas de su pueblo. “Nunca podré devolverlo, y pronto vendrán por mis tierras”, dijo. “No queda nada para nosotros.”

Los peligros de buscar ayuda

En Afganistán, Bibi sintió una mezcla de pánico y terror cuando su hija de 6 años, Zinab, se hundió aún más en un estado de desnutrición. Su piel se estaba poniendo pálida y el volumen de su cuerpo disminuía. Estaba perdiendo energía.

A mediados de julio, Zinab requería atención médica seria, por lo que necesitaba viajar a la capital de la provincia de Khost. Bibi se mostró profundamente reacia a hacer el viaje. Llegar a la ciudad suponía un viaje de 90 minutos a través de una zona inhóspita plagada de conflictos tribales, un territorio que no es controlado por el gobierno afgano ni por los talibanes insurgentes. Con demasiada frecuencia, las carreteras estaban llenas de artefactos explosivos mortales.

Senegal. REUTERS/Zohra Bensemra
Senegal. REUTERS/Zohra Bensemra

Y ahora un nuevo horror se sumaba a las fuentes habituales de miedo. El coronavirus había matado a más de quince personas en su pueblo de aproximadamente 500 habitantes. Más allá de sus confines se encontraba un número aparentemente infinito de posibles portadores.

Ese era el cálculo que impedía a la gente buscar cuidados intensivos en todo Afganistán. Entre enero y mayo, el número de niños afganos menores de 5 años que sufrían de desnutrición aguda grave —un padecimiento que requiere hospitalización— aumentó de 690.000 a 780.000, según Zakia Maroof, una experta en nutrición de UNICEF en Kabul. Desde marzo, el número de niños admitidos en los hospitales ha disminuido un 40 por ciento.

No obstante, aunque a Bibi le asustaba ir, le perturbaba aún más la alternativa.

Debía decidir entre tener miedo del coronavirus y ver morir a mi hija, o al menos poder decirle a mi corazón que hice lo que debía hacer”, comentó.

Su marido pidió prestado a sus familiares para cubrir las facturas médicas y se subieron a un minibús.

En un rudimentario hospital de la ciudad de Khost, los médicos le administraron una dieta de leche en polvo. Después de tres semanas allí, con las deudas en aumento, Zinab seguía perdiendo peso. Los médicos les dijeron que no podían hacer más. La familia tendría que ir a Kabul, un viaje de otras siete horas.

Su marido salió a la calle y mendigó, con lo que reunió dinero para realizar el viaje hacia la capital de Afganistán en una camioneta destartalada.

Se trasladaron bajo el calor abrasador de agosto y llegaron a una ciudad bulliciosa que nunca habían visitado y donde no conocían a nadie. Suplicaron a los extraños que los dirigieran a un hospital infantil. Un alma bondadosa los condujo al hospital Indira Gandhi, dirigido por el gobierno indio y apoyado por UNICEF.

Zinab fue admitida y se le administró alimentación regular por un tubo insertado a través de la nariz. Pesaba tan solo 8,5 kilos. Dos semanas más tarde, seguía perdiendo peso y su sistema luchaba por retener la comida.

Bibi estaba sentada a su lado, vigilándola, preocupada por los costos y preguntándose cómo podrían regresar a casa.

c.2020 The New York Times Company

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