BOGOTÁ, Colombia - Su madre, una trabajadora doméstica, nunca logró pasar del segundo grado de primaria. Su padre, un policía, nunca terminó el bachillerato.
No obstante, Lina Prieto había ganado un lugar en el programa de escritura creativa de la universidad pública más prestigiosa de Colombia. Su meta, escribir la próxima gran novela latinoamericana, se sentía al alcance de la mano.
Durante las dos últimas décadas, millones de jóvenes de Latinoamérica se convirtieron en los primeros miembros de su familia en ir a la universidad, una expansión histórica que prometía impulsar a una generación hacia el ámbito profesional y transformar la región.
Ahora, a medida que la pandemia se extiende por América Latina, cobrando la vida de cientos de miles de personas y devastando las economías, se está produciendo un alarmante retroceso: millones de estudiantes universitarios están abandonando sus estudios, según el Banco Interamericano de Desarrollo.
Se espera que la matrícula disminuya hasta en un 25 por ciento en Colombia para finales de año, con cifras similares en otros países.
El éxodo amenaza décadas de logros que ayudaron a sacar a comunidades enteras de la pobreza y representa un gran retroceso para una región que lucha por escapar de esa trampa de hace siglos –una dependencia de la exportación de materias primas que a menudo es destructiva– y avanzar hacia una economía basada en el conocimiento.
Prieto, una madre soltera de 30 años que ayuda a mantener a sus padres, perdió su trabajo de recepcionista. Al no poder pagar la colegiatura, abandonó sus estudios y también perdió el lugar de su hija en el preescolar de la universidad.
“Este era mi año”, afirmó. “Y todo se ha venido abajo”.
Desde principios de los años 2000, la enorme inversión en programas de educación primaria y preparatoria, así como la decisión de construir nuevas universidades, ayudó a que la matrícula de educación superior en toda Latinoamérica se duplicara con creces, al pasar de alrededor del 20 por ciento a más del 50 por ciento de la población en edad universitaria, de acuerdo con el Banco Mundial.
La expansión permitió que millones de personas que anteriormente estaban excluidas, entre ellas estudiantes indígenas, rurales y negros, ingresaran a la universidad.
“Llevábamos una trayectoria positiva; estábamos cambiando el discurso”, señaló Sandra García, una investigadora colombiana que estudia la educación en la época de la COVID-19 para las Naciones Unidas. “Este choque va a poner en peligro gran parte de ese progreso”.
A medida que se profundizaba la crisis sanitaria, The New York Times pasó semanas conversando con estudiantes, padres, profesores, funcionarios y rectores de universidades de todo Colombia.
En medio del confinamiento, el desempleo juvenil se ha disparado y muchos estudiantes no pueden pagar la colegiatura, que incluso en las universidades públicas puede equivaler a una cantidad entre una y ocho veces el salario mínimo mensual.
La mayoría de las clases se han trasladado a internet, pero millones de personas no cuentan con el servicio ni con una conexión celular confiable.
En la principal institución pedagógica de Colombia, el rector, Leonardo Fabio Martínez, dijo que hasta la mitad de los alumnos podrían abandonar sus estudios este año, lo que plantea interrogantes sobre quiénes serán los maestros de la próxima generación de estudiantes de primaria.
En una universidad pública de la ciudad de Manizales, una profesora afirmó que a sus estudiantes de arquitectura les costaba lo mismo conectarse a internet con el celular para un solo día de clases que una semana de víveres.
Algunos estudiantes dijeron que estaban pasando hambre por pagar un plan de datos, mientras que otros se escondían en las escaleras de sus edificios para captar el Wi-Fi de sus vecinos, redactando ensayos en sus celulares solo para toparse con la mala suerte de quedarse sin internet justo cuando pulsaban el botón de enviar.
Las mujeres jóvenes, en especial, se enfrentan a las mayores tasas de desempleo del país. Algunas han recurrido al llamado trabajo de cámara web, en el que realizan actos sexuales en internet a cambio de dinero.
Durante generaciones, muchas de las mayores economías de América Latina se han centrado en los productos básicos (petróleo, oro, agricultura a gran escala), lo que ha provocado que los gobiernos dependan de prácticas ambientales y laborales que en ocasiones son peligrosas y que estén expuestos a los altibajos provocados por los precios que se fijan a nivel mundial.
En los últimos años, a medida que los países en desarrollo de Asia y otros lugares se han ido incorporando al comercio electrónico y a los sectores de alta tecnología, América Latina se ha ido quedando atrás.
Eric Hershberg, quien dirige el Centro de Estudios Latinoamericanos y Latinos de la Universidad Estadounidense, señaló que la solución se encuentra en la educación superior.
No obstante, se está perdiendo un gran número de estudiantes, una pérdida que podría convertirse en un resentimiento explosivo en los próximos meses, dijo Saulo de Ávila, de 23 años, estudiante de psicología.
“Esto va a ser un detonante”, comentó De Ávila, quien es hijo de agricultores y ha estado usando un celular prestado desde que comenzó la pandemia, rapeando en internet para obtener donaciones.
“Tan pronto como la pandemia disminuya”, dijo, “mucha gente saldrá a protestar”.
El desafío para muchos estudiantes no reside únicamente en no tener internet o una computadora. Muchos comparten teléfonos celulares con sus familiares y viven en lugares donde la cobertura es irregular.
Una mañana reciente, Wendi Kuetgaje, de 22 años, se sentó descalza en medio de un grupo de árboles junto a su casa en una comunidad rural indígena al este de Bogotá.
Kuetgaje, estudiante de antropología, se asomaba al teléfono móvil de su madre, tratando de descifrar lo que el profesor decía sobre los símbolos lingüísticos involuntarios y la función de los mitos con una conexión terrible.
Hacia el final de la sesión, el profesor pidió comentarios de retroalimentación. Kuetgaje había alcanzado a escuchar la mitad de la clase. Zoom había fallado al menos ocho veces. Parecía que iba a llorar.
“Están hablando”, dijo, mientras el sonido se entrecortaba y sus compañeros charlaban, “pero no puedo oírlos”.
Kuetgaje asiste a la Universidad del Rosario en Bogotá con una beca. Cuando era niña, su familia huyó de la violencia en su estado natal de Amazonas. Ahora viven en la reserva Maguare con otras 25 familias.
Tienen electricidad limitada y sobreviven sobre todo gracias a las visitas de los turistas, las cuales se han detenido durante la pandemia. Su hermana, Johana, es abogada y es la única persona de su comunidad con un título universitario.
Wendi Kuetgaje, cuyos padres son Uitoto y Tatuyo, planea estudiar a los pueblos indígenas. “Siempre nos han estudiado otras personas”, señaló. “Nosotros, como indígenas, también podemos contar nuestras propias historias”.
No obstante, cuando empezó a asistir a clases, de inmediato se sintió distanciada de sus compañeros de clase más acaudalados y conocedores de la ciudad.
“He aprendido a guardar silencio”, dijo, “para no generar conflictos”.
Su hermano menor, Jefferson, de 19 años, un estudiante de derecho que espera convertirse en el próximo líder de la comunidad, abandonó el último semestre por esos problemas de conexión.
Ahora ha regresado a la escuela y se conecta en el celular de su padre desde un campo de hierba, con un cuaderno recargado en su rodilla durante horas.
“El código civil ha sido discriminatorio contra muchas comunidades minoritarias”, afirmó un día su profesor de derecho romano en un video. Los pollos se apiñaban alrededor de Jefferson. “De todos ustedes depende cambiarlo por fin”.
(C) The New York Times.-