El camino serpentea hacia arriba y afuera de Castelldefels, España, lejos del centro atiborrado, de la playa, hacia las colinas. Las casas se vuelven más grandes con cada vuelta. Las canastas de básquetbol son remplazadas por canchas completas. Los jardines perfectamente cuidados se extienden hacia abajo de las colinas. Flores de buganvilias trepan por encima de los muros. La casa de Lionel Messi es la última a la izquierda.
No es su única propiedad en Cataluña —en la provincia de Barcelona, Messi también es dueño de una casa en Gavà Mar, donde viven sus padres, y también tiene un apartamento en el exclusivo distrito de Pedralbes, en la ciudad—, pero Castelldefels ha sido su hogar desde hace tiempo. Es, en sus palabras, el lugar “ideal” para vivir: el mar, la playa, las montañas, la paz y la tranquilidad de una bonita pero sencilla ciudad vacacional.
Es en este lugar donde él y su esposa, Antonella, han criado a sus tres hijos. Sus amigos viven cerca: a menudo comparte el auto para ir a los entrenamientos o a los partidos con su vecino, Luis Suárez. Hay tiendas que venden víveres argentinos. Algunos de sus restaurantes favoritos, cerca de la costa, saben que cuando cierto amigo los llama significa que Messi llegará pronto al lugar. También saben que deben pedirles a los clientes que no lo molesten mientras come, pero que posará con gusto para las fotografías cuando vaya de salida.
Esto es a lo que Messi renunció el martes cuando él y sus representantes enviaron al Barcelona confirmación oficial de su intención de abandonar el club. No solo está terminando una relación con el club que data de dos décadas, que lo ha visto transformarse de un niño de 13 años que firmó un contrato escrito en una servilleta a, posiblemente, el más grande jugador que el fútbol ha visto.
No solo está quebrantando un vínculo entre jugador y equipo que ha llegado a parecer simbiótico. El Barcelona no es el Barcelona sin Messi. Sin embargo, ¿Messi sería Messi sin el Barcelona? Elevó a su equipo a la grandeza, llevó a este club a una prominencia inigualable, pero lo contrario también fue cierto durante mucho tiempo: el Barcelona no solo era su plataforma, su escenario, también era un personaje en su historia.
Esos son bastantes sacrificios, por supuesto, pero es la posibilidad de dejar Castelldefels lo que mejor ilustra qué tan en serio es la decisión de Messi, cuán desesperada se ha convertido la situación a su sentir y cuánto enojo ha acumulado. No solo está preparado para decir adiós a su empleador y cambiar una camiseta por otra. Está preparado para abandonar la vida que ha construido.
Cómo ha llegado la situación a este punto es una historia bien documentada. El Barcelona, hace algunos años, era el mejor club de fútbol: un imperio que parecía destinado a reinar por mil años, o cualquiera que sea el equivalente a “una eternidad” para el deporte de élite.
Ahora ha colapsado el legado de ese gran equipo de Messi, Andrés Iniesta y Xavi Hernández que ha sido destrozado y desperdiciado por un reclutamiento desastroso, una visión a corto plazo y un interés propio rampante.
Cuando se dio a conocer que Messi había pedido salir del club, el ex capitán del equipo Carles Puyol —un ícono en el Barcelona— respaldó al jugador por encima del club. Suárez y Arturo Vidal, ambos informados de que ya no eran requeridos en el Camp Nou, también lo hicieron. Los hinchas marcharon a la sede del equipo y exigieron la renuncia de la actual junta directiva, el grupo de ejecutivos que ahora quedarán marcados de manera permanente como las personas que motivaron la salida del mejor jugador de todos los tiempos.
El Barcelona está lastimado, y la empatía está con Messi. No es de sorprender que para él ya haya sido suficiente. Aunque es difícil imaginarlo con otra camiseta, otros colores y, a pesar de que podría haber dolor —no solo por parte del Barcelona— al pensar que el jugador y el club tomen caminos distintos, él se debe a sí mismo buscar en otro lado, encontrar un club donde su carrera pueda tener el ocaso de oro que él merece.
Ese club podría ser el Manchester City, lo más probable, donde se daría una reunión con Pep Guardiola, con quien formaban el jugador y el entrenador que sacaban lo mejor el uno del otro; o el Paris Saint-Germain, tal vez, donde podría jugar de nuevo con Neymar; o incluso el Inter de Milán, el club que se ha posicionado, más que cualquier otro, a sí mismo como su primera reserva, su opción en caso de emergencia. Esos equipos podrían ser capaces de cumplir su ambición, de entregarle la quinta corona de la Liga de Campeones que él anhela.
No es para deslegitimar esa ortodoxia el sugerir que no es un panorama completo. Más de una cosa puede ser verdad en cierto momento. Por ejemplo: es evidente que el Barcelona ha sido administrado de una manera pésima durante algún tiempo; sus ejecutivos merecen la mayoría, si no todos, los insultos que se les profieren.
Aun así, a pesar de todas las veces que Messi ha exigido —con justa razón— que el equipo a su alrededor sea reforzado, no es tan sencillo. El Barcelona tiene la nómina más cara del fútbol. Ha presumido de estar más cerca que cualquier equipo de alcanzar ingresos anuales de 1.000 millones de euros, pero casi todo ese dinero es consumido por los salarios que paga a sus estrellas.
Tan solo Messi se lleva una extraordinaria tajada de eso y, valga decirlo, ha aportado un increíble valor para justificarlo. Sin embargo, para renovar el equipo, para revolucionarlo, algunos jugadores tendrían que irse. No jugadores de adorno o juveniles, sino jugadores como Suárez, Vidal e Ivan Rakitic.
Se debe pagar un precio por el privilegio de vivir la grandeza: los clubes suficientemente afortunados de tener un entrenador icónico siempre pasan un período de desasosiego mientras intentan remplazarlo. Los equipos que disfrutan de días emocionantes con una generación de jugadores, generalmente sufren para ubicar a sus sucesores. Eso está escrito en alguna parte del código oculto del fútbol. Es parte de su algoritmo.
Tal es la grandeza de Messi que la factura no llegó cuando él se fue, sino mientras permanecía, conforme las líneas se desvanecían entre los intereses de Messi y los del equipo, a medida que el club se volvió tan obsesionado en mantenerlo feliz que perdió la brújula de qué era necesario hacer para que fuera feliz.
Y así, esta semana, llegamos al final. Messi ha decidido que debe irse, que debe partir a otro lado, que ya no puede cargar con este equipo, este club, en sus hombros. También podría descubrir que hay un costo personal a la grandeza: adonde vaya, nunca escapará realmente a lo que se conoció como messidependencia.
Cualquier club con el que firme se moldeará alrededor de él. Cualquier equipo al que se una lo tendrá en cuenta, primero y ante todo, para resolver los problemas. Sintió que el Barcelona ya no era el “proyecto ganador” que él anhela. Adonde vaya, descubrirá que se espera que logre gran parte de las victorias por sí mismo. Ese es el precio de ser Lionel Messi.
Lo que le espera al Barcelona es aún más desalentador. Messi eligió descubrir lo que él puede ser sin el Barcelona; si las cosas hubieran sido diferentes es una pregunta que él tal vez nunca hubiera necesitado responder. Sin embargo, el Barcelona sabía que este día llegaría. Tal vez no ahora, quizá no de esta manera, pero en algún momento. El club debe enfrentar la posibilidad de lo que puede ser sin Messi.
Por supuesto, ningún jugador es más grande que un club, pero Messi estaba cerca de serlo. Durante más de una década, él ha sido el equipo. Durante más de una década, él ha sido un símbolo de lo que es el Barcelona, de lo que representa, de lo que significa. Era el lugar ideal para él. Pero ya no lo es más.
Por el otro lado
Algunos días antes del anuncio de Messi, Khaldoon al Mubarak, presidente del Manchester City, concedió su entrevista anual al canal mediático interno del club. Es una iniciativa admirable —una que varios de sus colegas harían bien en copiar—, pero no es lo que nadie llamaría un cuestionamiento intenso.
Una aseveración se destacó: Al Mubarak dijo que, este verano, el City estaría preparado para romper con la política general de firmar a jugadores para desarrollarlos y también buscaría reclutar a estrellas ya consagradas. (En ese momento, se asumió que se refería a Kalidou Koulibaly, el defensa del Nápoles, pero ahora podría aplicar a Messi.)
Por supuesto, eso es perfectamente aceptable; esas políticas de reclutamiento deberían ser solo una guía, una manera de asegurarse de que se cuestionan detenidamente las decisiones que no se apegan a este lineamiento. Sin embargo, hace recordar la decisión del Manchester United de firmar con Robin van Persie antes de la que probaría ser la última temporada de Alex Ferguson como entrenador.
El Manchester City contrató a Guardiola con el fin de ganar la Liga de Campeones. Fue el equivalente de firmar con Messi: con el mejor entrenador de su generación y un conjunto de jugadores (en su mayoría) jóvenes y de clase mundial, el City no podía fracasar. Después de cuatro años, Guardiola no ha llegado ni a una semifinal. Y ahora ni el club ni el entrenador, parece, están preparados para asumir más riesgos. Eso es lo que pasa con los proyectos y las filosofías: solo son ciertas durante tanto tiempo como tú quieras que lo sean.
©2020 The New York Times Company