CIUDAD DE MÉXICO — Hace casi dos años publiqué un artículo titulado “México y el fantasma de Hugo Chávez”. Las elecciones presidenciales estaban ya muy cerca, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador era inminente y yo intentaba destacar las enormes diferencias que existían tanto entre México y Venezuela como entre el difunto líder del chavismo y el próximo presidente de México. Sentía que AMLO tenía fantasmas más cercanos y potentes: el de la revolución que condujo a la permanencia del PRI en el poder durante 70 años, por ejemplo.
Desde ese momento hasta hoy, con cierta frecuencia, algunos amigos y conocidos me envían mensajes —no exentos de ironía, a veces— preguntando si lo que dice o hace el mandatario mexicano realmente no me parece similar a lo que dijo e hizo Hugo Chávez. Sigo pensando que, aunque obviamente todos los populismos se parecen, se trata de dos liderazgos y de dos países muy distintos. Sin embargo, la polarización que se está dando actualmente en México comienza a ser bastante semejante a la que se desarrolló en Venezuela. Tal vez, ese paralelismo es más definitivo y encierra mayores peligros que cualquier otra comparación.
El caso del Bloque Opositor Amplio (BOA), un supuesto plan para debilitar al gobierno que López Obrador dio a conocer esta semana, es emblemático. En medio de la pandemia, minimizando las urgencias del país, el presidente de pronto suelta una denuncia que en rigor no consiste en nada, no tiene solidez. Es una acusación anónima, bastante inocua, pero que logra de inmediato su único objetivo: se convierte en noticia, pone a los medios y a la sociedad a girar alrededor de una ficción inverosímil, cuyo único eje finalmente es el propio AMLO.
La polarización política crea espejos y vive de ellos. Es una fórmula ideal para que la imagen del líder se reproduzca de manera permanente. Su presencia constante y protagónica es una eficaz forma de contagio. Genera procesos inflamables que distribuyen y propagan la irracionalidad. No importa en qué sentido vaya, si se está en contra o a favor. Lo único que importa es que no haya nada más en el debate. Solo el líder. Solo sus palabras. Sus amenazas, sus provocaciones, sus chistes, sus confesiones. Lo que importa es que su historia sea lo único que haya que contar. Que su historia sea el relato de todos. Este es uno de los elementos fundamentales para convertir a una sociedad en un círculo carismático.
Fue Max Weber quien propuso entender el carisma como un vínculo. Esto no solo relativiza el poder del don o de la capacidad de encantamiento que pueda tener cualquier líder, sino que además también plantea una visión distinta en el otro lado: no se trata de una simple masa hechizada, víctima del magnetismo de un solo hombre. Los carismados, por nombrarlos de alguna manera, son también un polo activo en esta relación, estimulan y participan en la experiencia, incluso desde la confrontación. El rechazo también puede alimentar el carisma.
Chávez utilizó conscientemente la polarización para comunicar y consolidar la certeza de que él era en el único eje del país. De manera deliberada, a través de un manejo hábil de los medios, logró personalizar el poder, reducir la dimensión de la política a la relación con su liderazgo. Su propio temperamento, su capacidad irritante, incluso su agresividad, fueron recursos útiles para cumplir este objetivo. Quienes lo rechazaban terminaron convirtiéndose en su eco, hablando permanentemente de él, reproduciendo la idea de que no había nada más, de que la vida pública y la historia nacional dependían totalmente de las palabras y de las acciones de Chávez.
No en balde, en 2015, cuando ya era evidente el derrumbe del apoyo popular a su gobierno, Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez, propuso a su partido la urgente necesidad de “repolarizar” al país. Es la dinámica salvadora de cualquier proyecto populista.
Se trata de un proceso complejo y a veces difícil de diseccionar. Supone la existencia de una vocación mesiánica pero también involucra a muchos otros actores. Todo narciso necesita de un espejo. Y no le bastan los cristales de los aduladores de turno, de sus voceros militantes, de sus apóstoles devotos y de sus hagiógrafos. Pide más. Necesita engancharse todo el tiempo con quienes no lo quieren para que la tensión con ellos sea permanente. De lado y lado, esta dinámica puede terminar siendo adictiva.
Cuando AMLO, tras unas declaraciones infelices sobre el gremio médico, se ve obligado a pedir excusas, lo hace finalmente como un trámite impuesto. Es un niño que acepta a regañadientes el castigo pero que, de inmediato, ofrece una nueva provocación: cita al Che Guevara y a Salvador Allende. Le devuelve a los ofendidos una nueva irritación y demuestra que las formas no le importan demasiado. En el fondo, desea que la tensión continúe, no quiere dejar de ser la noticia. Necesita seguir viendo su imagen en el espejo.
Pero del lado de quienes lo adversan, también la polarización puede ser una oportunidad tentadora. Provee una excitación especial y ofrece un espacio extremo que encuentra en los medios y en las redes una rápida combustión. En Venezuela también se dio un fenómeno comunicacional que solo parecía tener sentido y sustento en su ataque a Hugo Chávez. Es la contraparte del proceso, que también puede ofrecer ventajas para algunos. En México, por ejemplo, es lo que le permite al expresidente Felipe Calderón tratar de resucitar como figura pública. La polarización no es un ejercicio unilateral. Respira y transpira en los dos polos. Te invita a una nueva zona de confort donde se puede ser radical y hacer catarsis fácilmente, donde la política se reduce a escribir un tuit.
Más allá de todas las diferencias entre los dos países y los dos líderes, AMLO —al igual que Chávez— siente que no fue elegido para gobernar un país sino para cambiar su historia. Él es el fin y el comienzo de una nueva era. Y necesita sentir y hacer sentir esto a los demás a cada momento. Polariza para mantener la adrenalina de la sociedad en alto, para promover la esperanza pero —sobre todo— para enfatizar una amenaza, un peligro. Para que la 4T nunca deje de ser una emoción.
Tal vez ahora, más que buscar ansiosamente las similitudes entre AMLO y Hugo Chávez, México podría tratar de aprender de la experiencia de la democracia venezolana a la hora de enfrentar el populismo. Corresponder apasionadamente a las provocaciones polarizantes fue en Venezuela una forma de alimentar el narcisismo. Mucho más útil y eficaz habría sido la recuperación de la política original, el trabajo sobre espacios y relaciones de poder alternativos, la construcción de un movimiento ciudadano distinto, dedicado a generar su propio poder a partir de luchas concretas y no del enganche emocional con el presidente.
Quizás valdría la pena comenzar por desvanecer el espejo.
(c) The New York Times 2020