RÍO DE JANEIRO — El coronavirus se estaba propagando por América Latina cuando el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, sorprendió a la comunidad médica con un anuncio: un medicamento milagroso que estaba disponible en su país.
“Dios es brasileño, ¡la cura está aquí!”, declaró el mandatario a fines de marzo frente a una multitud de simpatizantes. “La cloroquina está funcionando en todas partes”.
Desde entonces, el virus ha arrasado en la nación sudamericana y causado el fallecimiento de más de 41.000 personas. Brasil ya ha superado las cifras del Reino Unido y registrado más muertes que cualquier otro país excepto Estados Unidos, y su número de muertes diarias es el más alto del mundo, en contraste con la tendencia a la baja que está permitiendo la reapertura de otras economías importantes.
Los expertos señalan el rechazo de Bolsonaro del consenso científico emergente sobre los métodos para combatir la pandemia, que incluye la promoción de medicamentos cuya efectividad no ha sido comprobada, como la cloroquina y la hidroxicloroquina, como uno de los factores que han sumido a Brasil en su actual crisis de salud.
Bolsonaro les ordenó a las fuerzas armadas que produjeran ese fármaco en cantidades industriales en el laboratorio farmacéutico militar y pidió un gran suministro de sus ingredientes a India.
“Sus decisiones no están basadas en pruebas y datos empíricos, sino en informes anecdóticos”, dijo Denise Garrett, epidemióloga brasileñoestadounidense que trabajó en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades durante más de 20 años. “Bolsonaro invirtió una gran cantidad de dinero en una acción que no se ha demostrado que sea efectiva en vez de aumentar las pruebas y el seguimiento de contactos”.
Entre febrero, cuando Brasil identificó su primer caso de coronavirus, y junio, cuando el número de contagios superó los 828.000, lo que lo dejó solo por detrás de Estados Unidos, el país tuvo meses para aprender de otras naciones que fueron devastadas por el virus y prepararse para la pandemia.
En cambio, Bolsonaro ha llevado a su país hacia lo que los expertos en salud definen como un camino peligroso: saboteó las medidas de cuarentena adoptadas por los gobernadores, alentó los mítines masivos y en varias oportunidades negó que el virus fuera un peligro al afirmar que era un “simple resfriado” y que la gente con “historial de deportista”, como él, era inmune a las complicaciones serias.
La semana pasada, el gobierno de Bolsonaro dejó de publicar las estadísticas completas del coronavirus, lo que deja a los brasileños sin un conteo oficial que muestre la trayectoria y el alcance del brote. Los datos volvieron a divulgarse después de que el Supremo Tribunal Federal ordenó que el ministerio reanudara su publicación.
Bajo su mandato, las decisiones sobre protocolos médicos y científicos se han convertido en medidas de lealtad política. Mientras la crisis del coronavirus empeoraba, Bolsonaro presionó al Ministerio de Salud para que adoptara el uso generalizado de cloroquina e hidroxicloroquina, lo que tensó su relación con los dos médicos que han sido ministros de Salud durante su mandato. Uno fue despedido en abril y el otro duró menos de un mes en el cargo.
Su sucesor, un general en servicio activo sin experiencia médica, aceptó emitir una recomendación para alentar a los médicos a recetar principalmente esos medicamentos para pacientes con COVID-19.
La cloroquina y la hidroxicloroquina son fármacos que se utilizan en el tratamiento contra la malaria, pero tienen usos secundarios distintos; la hidroxicloroquina también sirve para el lupus y la artritis reumatoide. Ambos medicamentos se encuentran entre los productos farmacéuticos que se están estudiando como posibles remedios para la COVID-19, pero ninguno ha sido aprobado como un tratamiento confiable para los pacientes con coronavirus.
La Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos desaconsejó el uso de ambos medicamentos en pacientes con COVID-19 fuera de los entornos hospitalarios porque pueden causar problemas cardiacos.
Margareth Dalcolmo, una destacada neumóloga e investigadora de Fiocruz, una agencia gubernamental que realiza investigaciones sobre el cuidado de la salud en Río de Janeiro, dijo que la adopción de esas medicinas por parte de Brasil ha sentado un precedente peligroso y está obstaculizando las investigaciones necesarias.
“Hoy la cloroquina se ha convertido en una panacea política, lo cual es perjudicial para la ciencia”, dijo en una entrevista. “Lo que tenemos, según lo que veo, es una desafortunada politización de los productos farmacéuticos”.
La controversia sobre la hidroxicloroquina también ha tenido repercusiones fuera de Brasil.
A mediados de mayo, el presidente Donald Trump dijo que había comenzado a tomar el medicamento como medida preventiva, lo que generó consternación entre los médicos.
Más adelante ese mismo mes, la Casa Blanca anunció que iba a donar 2 millones de dosis del fármaco a Brasil para que pudieran usarse “para tratar a los brasileños que se infecten”.
Eliot Engel, el representante demócrata por Nueva York que preside el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, calificó esa decisión como terrible. “Es irresponsable que el presidente Trump y Jair Bolsonaro hayan puesto a la política por encima de la ciencia”, dijo en un comunicado publicado en Twitter.
En Brasil, la batalla por la hidroxicloroquina comenzó en marzo, cuando los médicos se preparaban para el incremento en el flujo de pacientes y probaban una variedad de medicamentos basados en protocolos de tratamiento que habían resultado prometedores en otros países.
Marcelo Kalichsztein, un destacado neumólogo en Río de Janeiro, comenzó a recetar hidroxicloroquina a pacientes con coronavirus poco después de que desarrollaban síntomas, junto con el antibiótico azitromicina y un suplemento de zinc. Empezó a hacer esto después de analizar una investigación del microbiólogo francés Didier Raoult y considerar que sus conclusiones eran convincentes. Pero la investigación de Raoult fue desacreditada, y el grupo científico que la publicó declaró más tarde que el documento no había cumplido con sus estándares.
“Esta es una enfermedad nueva y no tenemos una bala de plata”, dijo Kalichsztein. “Todos estábamos buscando un medicamento que detuviera el virus en su primera etapa”.
Kalichsztein, quien contrajo el virus a principios de abril y tomó hidroxicloroquina, dijo que el tratamiento había sido efectivo para evitar que la enfermedad alcanzara una etapa inflamatoria en más de 100 pacientes que atendió.
Los médicos comenzaron a compartir sus experiencias con el medicamento y consejos sobre cómo mitigar el riesgo de complicaciones cardiacas en reuniones en Zoom y chats grupales en WhatsApp.
Mientras se llevaban a cabo estas discusiones en privado, Nise Yamaguchi, una inmunóloga y oncóloga de São Paulo, emergió como una gran defensora del medicamento, argumentando en diversas entrevistas de televisión que tenía el potencial de evitar que los pacientes se enfermaran tanto como para requerir hospitalización.
Yamaguchi, quien llamó la atención de Bolsonaro y fue convocada para reunirse con él, dijo que nunca tuvo la intención de verse envuelta en el acalorado debate político que ha contribuido a la polarización de Brasil.
“Los médicos y científicos que actúan con base en la investigación académica no pueden dejarse guiar por cuestiones políticas, ya que la salud de los pacientes es lo primordial”, dijo en un correo electrónico.
Pero a mediados de abril, la hidroxicloroquina se convirtió en una suerte de prueba de fuego para los brasileños que veneran y detestan al presidente de extrema derecha, quien ha invertido una gran cantidad de su capital político y de fondos públicos en el medicamento.
El crudo debate político en torno al uso del fármaco podría interferir con las pruebas que se están realizando, dijo Garrett, la experta que trabajó en los CDC.
“O bien algunos voluntarios no querrán participar en esto por estar contaminados debido al debate político o es posible que quienes participen lo hagan impulsados por su ideología política”, dijo.
Según Garrett, eso sería “muy desafortunado para la salud pública”.
*c.2020 The New York Times Company